El Fuego que Encendió Mi Alma

El Fuego que Encendió Mi Alma

Gavin

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Capítulo

Natalia Arnal POV: Por diez años, sacrifiqué mi prometedora carrera como cirujana para convertirme en la mente maestra detrás del ascenso político de mi esposo, Andrés. Pero él no solo me traicionó con su asistente, Ivanna. En la gala que lanzaba su campaña nacional, me humilló públicamente. Frente a todos, insinuó que construiría una nueva familia con ella, incluso hablando de "nuevas vidas" que llegarían a su hogar. Sus palabras fueron un puñal, porque en secreto, yo estaba embarazada del hijo que por años había anhelado. El hombre al que le entregué mi vida y mi futuro me desechaba como si no fuera nada. Esa noche, le arrojé nuestro símbolo de unión a los pies y anuncié el divorcio. A la mañana siguiente, tomé la decisión más dolorosa de mi vida: interrumpí el embarazo en secreto. Era la única forma de cortar para siempre el lazo que nos unía y empezar a reclamar la vida que él me había robado.

Capítulo 1

Natalia Arnal POV:

Por diez años, sacrifiqué mi prometedora carrera como cirujana para convertirme en la mente maestra detrás del ascenso político de mi esposo, Andrés.

Pero él no solo me traicionó con su asistente, Ivanna.

En la gala que lanzaba su campaña nacional, me humilló públicamente. Frente a todos, insinuó que construiría una nueva familia con ella, incluso hablando de "nuevas vidas" que llegarían a su hogar.

Sus palabras fueron un puñal, porque en secreto, yo estaba embarazada del hijo que por años había anhelado.

El hombre al que le entregué mi vida y mi futuro me desechaba como si no fuera nada.

Esa noche, le arrojé nuestro símbolo de unión a los pies y anuncié el divorcio.

A la mañana siguiente, tomé la decisión más dolorosa de mi vida: interrumpí el embarazo en secreto. Era la única forma de cortar para siempre el lazo que nos unía y empezar a reclamar la vida que él me había robado.

Capítulo 1

Natalia Arnal POV:

"No puedo quedarme, lo siento, pero no iré a la Ciudad de México esta vez," le dije a mi asistente, Clara, mi voz apenas un murmullo que apenas lograba atravesar el nudo en mi garganta. La noticia de que Andrés había cambiado de planes y se iría antes, sin mí, ya no me sorprendía. Mi mano temblaba levemente mientras sostenía el teléfono, la otra apretaba con fuerza el borde de la ventana, mirando la inmensidad de Querétaro que se extendía bajo mis pies. El sol de la mañana bañaba la ciudad, pero mi mundo interior estaba cubierto por una sombra fría y persistente. Ya no había vuelta atrás. Lo que iba a hacer, lo haría.

"¿Qué? ¿No irás? Señora Arnal, es fundamental que lo acompañe. Este viaje es crucial para su campaña nacional. ¿Está segura de que se siente bien?", la voz de Clara, usualmente tan serena, se quebró un poco, llena de genuina preocupación. Ella no entendía, y no podía culparla. Nadie entendía. Solo veían la imagen perfecta que habíamos construido.

"Estoy perfectamente, Clara. Escúchame con atención. Necesito que reserves un vuelo de último minuto para Andrés, el más temprano posible. Que salga solo", mis palabras eran una orden, firme y sin espacio para objeciones, aunque mi interior se desmoronaba. No era una petición, era una declaración de intenciones.

Clara guardó silencio por un momento, un silencio pesado. Luego, escuché el suave tecleo de su teclado, buscando opciones. "Señora Arnal, encontré un vuelo para Andrés en dos horas. ¿Y usted? ¿Cuándo desea viajar? ¿Debo reservar su hotel en la capital también?"

"No te preocupes por mí. Yo me quedaré aquí. Tengo algunos asuntos personales que atender", respondí, mi mirada fija en un punto distante en el horizonte. No le contaría la verdad, no todavía. Nadie lo sabría hasta que fuera demasiado tarde.

"Pero... ¿qué le diré al equipo? Al comité de prensa... al propio Andrés?", Clara sonaba cada vez más alarmada. Era evidente que mi comportamiento no encajaba con la meticulosa planificación que siempre habíamos mantenido para cada paso de Andrés.

"Dirás que me sentí indispuesta de repente y que necesito descansar. Que lo alcanzaré tan pronto como me recupere. Inventa algo convincente, sabes hacerlo", le ordené, mi voz volviéndose más fría, más distante. Quería terminar esta conversación, quería ejecutar mi plan sin más preguntas.

Clara suspiró, un sonido que apenas pude percibir. "Entendido, señora Arnal. Me encargo de todo. Que descanse". Y sin más preámbulos, la llamada terminó. Colgué el teléfono y lo dejé caer suavemente sobre el mármol frío del alféizar. Un zumbido vibró en mi mano, un eco de la decisión que acababa de tomar.

Apenas unos minutos después, la puerta de mi estudio se abrió con un estruendo familiar. Ahí estaba él. Andrés. Su mirada de águila se posó en mí, sus ojos oscuros ya pidiendo respuestas. "Natalia, ¿ya hablaste con Clara? ¿Todo listo para mi viaje? ¿Estás segura de que quieres que Ivanna me acompañe hoy mismo?"

Qué descaro, pensé. Qué cruel ironía.

Apenas eran las siete de la mañana, y Andrés, como siempre, no había perdido el tiempo en sutilezas. Sus primeras palabras no eran un "buenos días" ni un beso, sino una pregunta sobre su carrera, sobre Ivanna. Era el Andrés que había conocido durante una década, el hombre que me había seducido con promesas de un futuro compartido, un imperio construido a dos manos. El Andrés por el que había abandonado mi prometedora carrera de cirujana en la Ciudad de México, dejando atrás el bisturí por las intrigas políticas, los quirófanos por los salones de recaudación de fondos.

Recuerdo la primera vez que me pidió que lo acompañara a un evento en Querétaro. Yo, una residente de cirugía a punto de culminar mi especialidad, con un futuro brillante en el hospital más prestigioso del país. Él, un joven político ambicioso pero aún desconocido, con la mirada puesta en un escaño local. "Natalia, eres mi talismán", decía, "a tu lado, todo es posible". Y yo, ingenua y enamorada, lo creí. Me mudé. Dejé todo. Me convertí en su sombra, su estratega silenciosa, la mente brillante detrás de su carisma. Cada discurso, cada alianza, cada crisis superada, llevaba mi sello invisible.

Pero la historia se había torcido. Anoche, la verdad, esa verdad que siempre había estado flotando en el aire como un hedor insoportable, se había materializado en las palabras más crueles que hubiera escuchado.

Él había llegado a casa poco antes de la medianoche, su olor a perfume ajeno impregnando el aire, una sonrisa de satisfacción en su rostro. "Natalia, tenemos que hablar", había dicho, sin preámbulos, sin siquiera mirarme a los ojos. Su voz era grave, autoritaria.

Me senté en el sofá, mi corazón ya latiendo como un tambor de guerra. Sabía lo que venía. Llevábamos años en esta danza macabra.

"Ya no puedo más", continuó, su mirada finalmente encontrando la mía, pero sin rastro de remordimiento. "Ivanna y yo... llevamos mucho tiempo juntos. Demasiado. Y ella lo merece. Se ha sacrificado tanto por mí, por mi carrera... por nuestra carrera".

"¿Nuestra carrera, Andrés?", mi voz era un susurro gélido. "¿Y la mía? ¿Y mis sacrificios?"

Él ignoró mi interrupción, como siempre. Como si mis palabras fueran ruido blanco. "Ella es parte de esto. Siempre lo ha sido. Y ahora que estoy a punto de dar el salto a la política nacional, no puedo seguir escondiéndola. Sería injusto para ella. Y para ti. Ya no podemos seguir con esta farsa. Necesito que aceptes nuestra relación. Que la aceptes como parte de nuestra vida en la capital".

Mi respiración se cortó. Sentí la sangre helarse en mis venas. La traición era un veneno que ya conocía, pero que cada vez que lo ingería, me quemaba de nuevo. No era la primera vez que me lo pedía. La primera vez, hace años, cuando sus susurros con Ivanna se hicieron demasiado obvios, mis manos habían temblado de furia. Recuerdo haber arrojado un florero de cristal contra la pared, los pedazos volando como fragmentos de mi corazón. Había gritado, había llorado, había suplicado. Le había preguntado por qué, después de todo lo que habíamos construido juntos, él me hacía esto. Él solo me miró con fastidio, como si mis emociones fueran un inconveniente menor.

La segunda vez, reaccioné distinto. Lo empujé, lo golpeé con mis puños cerrados contra su pecho fuerte. Salí corriendo de la casa, sin rumbo fijo, las lágrimas nublándome la vista. Pasé la noche en un hotel de carretera, mi celular apagado. Él no me buscó. No me llamó. Volví a casa al día siguiente, derrotada, y él actuó como si nada hubiera pasado. Como si mi ausencia no hubiera existido.

Pero anoche... anoche fue diferente. Esta vez no hubo gritos, ni lágrimas, ni objetos rotos. Solo un silencio ensordecedor que se apoderó de mí. Mi rostro, por un instante, debió haber reflejado el shock más puro, la agonía más profunda. Mi mandíbula se tensó, mis músculos se endurecieron, mi corazón se encogió hasta convertirse en una piedra fría en mi pecho. Pero rápidamente, me recompuse. Una máscara. Tenía que ponerme una máscara.

"¿Y qué esperas que diga, Andrés?", le pregunté, mi voz sorprendentemente tranquila, casi monótona. "Que lo entiendo. Que lo acepto. Que me parece la decisión más lógica para tu carrera".

Una oleada de alivio cruzó su rostro. El alivio de un hombre que acaba de salirse con la suya sin una escena dramática. "Sabía que lo entenderías, Natalia", dijo, y la tensión abandonó sus hombros. "Eres una mujer inteligente. Siempre has sido mi mejor aliada".

"Lo soy", respondí, mis ojos vacíos, mirando a través de él. "Siempre lo he sido. Y lo seré. He reservado tu vuelo para la Ciudad de México. Irás con Ivanna. Yo me quedaré aquí para arreglar algunas cosas". La mentira salió de mi boca con una facilidad que me asustó.

Su rostro se iluminó. Una sonrisa triunfante se dibujó en sus labios, liberando la opresión de sus músculos faciales. Se acercó a mí, sus ojos brillando con una luz extraña. "Sabía que podía contar contigo, mi querida Natalia. Siempre tan sensata". Estaba a punto de decir algo más, algo grandioso y lleno de sí mismo, lo sabía. Podía verlo en el brillo de sus ojos.

Mi corazón gritaba, cada latido una puñalada. Pero mi rostro permanecía impasible. Un escudo de hielo.

"Es lo menos que puedo hacer por el hombre al que he dedicado mi vida", dije, mi voz aún plana, pero con un matiz apenas perceptible de ironía que, por supuesto, él no captó. "Ivanna es, sin duda, la compañera ideal para esta nueva etapa. Es joven, ambiciosa, y sobre todo, está muy enamorada de ti".

Andrés asintió, su egocentrismo regocijándose con mis palabras. "Lo está. Es leal. Y sabe lo que significa el poder. No como otras... que a veces olvidan la importancia de la imagen, de la discreción". Su mirada se detuvo en mí, una crítica velada. "Ivanna entiende el sacrificio que implica estar al lado de un hombre como yo. Ella sería una esposa excepcional, una verdadera ventaja para mi carrera. No como... alguien que solo estuvo ahí porque me conoció antes".

La última frase fue un golpe directo, seco y sin piedad. Un golpe bajo que se sumó a todos los demás. "A veces pienso que solo te casaste conmigo porque fui la primera que tropezó en tu camino. Ivanna es diferente. Ella es el tipo de mujer que cualquiera desearía tener a su lado. Deberías aprender de ella, Natalia. Quizás todavía estás a tiempo de..."

Pero antes de que pudiera terminar su humillante letanía, su teléfono vibró en su bolsillo. Lo sacó y vio la pantalla. Una expresión de concentración reemplazó su sonrisa. "Es el jefe de campaña. Debo irme. El vuelo sale en menos de dos horas", dijo, y sin mirarme de nuevo, se dio la vuelta y salió de la habitación, sus pasos resonando por el pasillo.

Lo observé partir, su silueta desapareciendo por la puerta. El silencio que dejó atrás fue más pesado que cualquier grito. Me quedé de pie junto a la ventana, la ciudad ahora difusa a través de mis ojos empañados. Las palabras de Andrés rebotaban en las paredes de mi mente, cada una más afilada que la anterior. Solo tropezaste en mi camino. Deberías aprender de ella.

Mi respiración se volvió errática, un jadeo ahogado que no permití que escapara de mis labios. Las lágrimas, que había contenido con una fuerza sobrehumana, comenzaron a fluir, calientes y amargas, por mis mejillas. No había sido un tropiezo. Había sido un salto al vacío. Y ahora, el abismo me devolvía la mirada.

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