Vanessa.
Entré al casino observando el bullicio, las luces parpadeantes y el sonido constante de las máquinas. Era como entrar a otro mundo. Caminé directo al camerino, dejé mis bolsos en un rincón, y me coloqué el delantal: el uniforme que todas las chicas usábamos aqui. Frente al espejo, me maquillé con rapidez, dejando mi cabello largo recogido en una cola alta. Tomé mi recipiente metálico y coloqué dentro dos cajetillas de cigarrillos. Ya estaba lista.
Caminé sin prisa hacia el Gran Salón, donde una multitud de personas derrochaba sus riquezas sin remordimientos. Me habría encantado ser rica también... no para gastar sin sentido, sino para darle una vida digna a mi padre. Si mi madre estuviera viva, tal vez nada de esto sería necesario. Pero falleció hace más de un año, y con su partida llegaron las deudas. Todo recayó sobre mí. No tengo opción, más que quebrarme el lomo todos los días.
Trabajo por las mañanas en un pequeño cafetín y por las noches en este casino. Mi novio me ayudó a conseguir este empleo. Apenas llevo unos días, pero siento que me ahogo con cada olor a cigarro, con cada mirada lasciva de los hombres. Y aun así, tengo que aguantar. La paga es buena, incluso las propinas son generosas. A veces llego a hacer hasta 300 dólares en una noche.
Camino entre las mesas y ya siento algunas miradas clavadas en mí, pero las ignoro. Algunas compañeras incluso me miran mal, les molesta que los clientes se acerquen solo a mí para pedirme monedas. Uno de ellos me llama con un gesto de su dedo.
-Por favor, quiero jugar mil monedas -me dice.
-Claro que sí, enseguida se las genero -le respondo, amable.
Me entrega los mil córdobas. Los convierto en fichas y las coloco en su recipiente. Pero justo cuando estoy por retirarme, su mano aprieta mis dedos.
-Gracias, belleza -dice, con una sonrisa repugnante.
Me suelto con cuidado y continúo mi recorrido entre el ruido, las luces, el humo. El cansancio del cafetín empieza a pesarme, pero no hay de otra. Esto o seguir deambulando sin encontrar un trabajo decente. Nunca pude terminar la universidad, no por falta de ganas, sino de dinero. Me habría encantado estudiar y dedicarme a algo más... algo que no fuera esto. Pero debo mantener a mi padre. No hay escapatoria.
-¡Ves tú! Me diste suerte -escucho que decir al hombre, cuando estoy cerca de él, luego me entrega una propina de treinta dólares.
-Muchas gracias -respondo, agradecida.
Continúo caminando entre las mesas. Algunas chicas coquetean con los clientes. Yo no soy así. Tengo novio. Y, para colmo, lo veo en una esquina, sonriendo mientras un tipo le ofrece una bebida. Frunzo el ceño. ¿Por qué acepta cualquier cosa? Me incomoda... pero no digo nada. Sigo mi camino, hasta que, sin querer, choco con alguien.
Alzo la vista.
Un hombre alto me observa. Su mirada es intensa y seria. La tenue luz roja del salón apenas me deja distinguir su rostro, pero su presencia es imposible de ignorar. Me mira un instante y luego ladea la cabeza.
-¿Acaso estás ciega? -pregunta, con voz firme.
Retrocedo un paso, incómoda.
-Discúlpeme... -murmuro.
Pero se interpone en mi camino otra vez. Sonríe de lado.
-Quiero jugar. ¿Tienes monedas?
-Sí, señor, tengo monedas.
-Búscame una máquina. ¿Cuál crees tú que sea la mejor?
-No lo sé, señor... pero quizás la del medio.
-Si gano esta noche, te daré una buena propina. Y si pierdo... ¿cómo me las vas a pagar?
-No entiendo a qué se refiere, señor -le digo, nerviosa.
Se acerca un poco más. Mi pulso se acelera. Su colonia es intensa... masculina, exquisita.
-Si pierdo, no te preocupes. No pasa nada -dice, bajando el tono-. Y si gano... te daré las quinientas monedas que prometí. Y algo más.
-¿Algo más?
Saca la lengua con picardía y me pide que lo acompañe. Lo sigo hasta la máquina del centro. Le cambio 2000 córdobas en monedas. Me sorprende.
-Voy a jugar todo esto. Quiero sacar mil más. Si lo logro, te daré quinientas monedas. Es un reto. Pero si no gano... igual te daré algo. No te preocupes.
-Está bien, señor...
Me pide un cigarrillo. Lo saco con algo de nervios, pero él me indica que se lo ponga en la boca. Obedezco. Luego enciendo el encendedor y prendo el cigarro. Me dedica una sonrisa. Entonces lo veo bien, sus ojos... son de un verde profundo, provocativo, imposible de descifrar.
Empieza a jugar, moviendo los dedos con agilidad sobre los botones. De pronto, la máquina lanza tres veces el número siete. Mis ojos se abren de par en par.
El sonido de las monedas cayendo es como música.
-Me diste suerte, Rosabella-susurra, mientras me entrega la bandeja llena de monedas.
Ese apodo... me deja helada y, al mismo tiempo, me ruboriza.
Cruzo las monedas al cajero. Él continúa jugando. De vez en cuando me mira, como si pudiera leerme los pensamientos.
-¿Va a seguir jugando? -le pregunto.
-Claro que seguiré. Esta noche no pienso perder. No con una mujer tan bella como tú cerca. Quizás seas mi amuleto.
-Seguramente no soy yo... pero suerte no le falta.
-Podría ser que sí lo seas. Y si no, igual no me arrepiento de tenerte aquí.
Empieza a beber mientras juega. Yo permanezco de pie, sintiendo que mis piernas ya no me sostienen. El cuerpo me pesa. Cierro los ojos solo un instante.
-¿Te estás durmiendo? ¿Te aburre estar de pie en tu trabajo?
-No, señor. Claro que no -respondo rápido.
-Bebe conmigo.
-No puedo, estoy trabajando...
-Es una orden.
-Lo siento, señor... no puedo.
Él deja de jugar y me mira fijamente. Una mirada que me atraviesa, como si quisiera entender todo lo que escondo... o desnudar mi alma sin tocarla.
Después de varios minutos, vi que uno de los meseros se acercaba. El hombre que juega al parecer es muy conocido aqui, con una señal le indicó que dejara una silla. Me sorprendí cuando todos comenzaron a mirarme.
-Siéntate -ordenó el hombre, con un tono autoritario.
-Estoy en mi trabajo... -intenté decir.
-He dicho que te sientes -repitió, ahora con voz más firme, como si no aceptara una negativa.
No tuve opción. Me senté, no sabía si era por pena o por miedo a que me echaran por desobedecer a un cliente que, claramente, tenía mucho dinero.
-Ya que no quieres beber alcohol, al menos toma algo para refrescarte -mencionó sin dejar de ver la máquina.
Acepté la bebida. Vi cómo se acomodaba su camisa, subía las mangas y quedé sorprendida al ver la cantidad de tatuajes que tenía en los brazos, incluso en los dedos. Seguía jugando mientras yo bebía lentamente. Luego me pidió que cambiara las monedas nuevamente. Me levanté, lo hice y se las entregué. Creo que habían pasado ya más de tres horas, y honestamente sentía que ese hombre se había ganado la lotería.
Cuando terminó su juego, se acercó a mí. Instintivamente quise retroceder, pero no tenía a dónde ir.
-Gracias por esta noche. Toma, esto es tuyo -me dijo, entregándome los quinientos dólares que me había prometido-. Regresaré -añadió, me guiñó el ojo y se dirigió a la caja para pagar.
Solté un suspiro al verlo marcharse, y justo en ese momento una de las chicas del lugar se acercó a mí.
-¿Qué fue todo eso? -me preguntó, intrigada.