Las paredes de cristal del último piso devolvían un reflejo limpio, perfecto, impoluto. Así como Jimena Dávila había aprendido a vivir: sin grietas, manchas y sin una arruga fuera de lugar.
Detrás del escritorio de roble que había pertenecido a su padre, la mujer que a los treinta y cinco años había heredado el imperio Dávila se mantenía erguida, con las piernas cruzadas, el mentón elevado y el rostro inescrutable. El traje azul petróleo abrazaba su figura esbelta con la precisión de una armadura; su cabello oscuro, cortado en ondas pulidas a la altura del cuello, enmarcaba un rostro hermoso, frío, definido como una estatua de mármol.
La luz del atardecer teñía la oficina de tonos dorados. Más allá del vidrio, la ciudad bullía con su ritmo implacable, pero en ese santuario de vidrio y silencio, el tiempo parecía haberse detenido.
-¿Tiene algo más que decir en su defensa? -preguntó sin levantar la voz, sin alterar ni un músculo de su rostro.
Frente a ella, el ingeniero de sistemas sudaba en silencio. Su camisa blanca estaba empapada en la espalda. La boca se le abría y cerraba como si las palabras se le hubieran secado en la garganta.
Jimena sostenía un expediente abierto con varias pruebas: desvíos, transferencias encubiertas, accesos a servidores que no le correspondían, correos escondidos en carpetas ocultas. Su dedo índice pasó una vez más sobre la firma electrónica del hombre.
-Cinco años trabajando aquí -añadió ella, con una calma que dolía más que un grito-. Cinco años fingiendo lealtad. Robando como una rata. Y encima creyendo que yo no lo descubriría.
El ingeniero intentó hablar, pero Jimena alzó una mano. La interrumpió sin necesidad de levantar la voz. Su autoridad era como una niebla fría que llenaba cada rincón de esa oficina panorámica.
-Mi padre me enseñó a no confiar en nadie. Y tenía razón -musitó, con un destello en la mirada verde que no era ira... era algo más profundo. Frustración y amargura.
Recordar a su padre era como tocar una piedra helada. Había fallecido hacía tres meses, dejando a su única hija no solo con millones y empresas, sino con un legado de control, reglas y una vida sin margen para el error. Ni para el placer. Mucho menos para el amor.
-Está despedido. La auditoría continuará. Y espero que tenga un buen abogado -dictó la sentencia con una frialdad impecable, presionando un botón en su intercomunicador-. Seguridad, acompáñenlo.
Dos hombres de traje negro, robustos y silenciosos, entraron sin pronunciar palabra. El ingeniero bajó la cabeza, derrotado. Jimena lo observó salir sin pestañear, como si expulsara una sombra más de su imperio. Como si la limpieza fuera constante... necesaria.
Cuando la puerta se cerró, exhaló. Lentamente.
El silencio se apoderó de la oficina. Solo el leve zumbido del aire acondicionado se oía entre el cristal y el roble.
Se quitó los tacones con precisión, uno a uno, y caminó hacia el ventanal. La alfombra gruesa era suave bajo sus pies desnudos. Desde allí, la ciudad se extendía bajo sus pies como un tablero de ajedrez. Luces, movimiento, ruido... pero dentro de ella, todo era estático. Ordenado y solitario.
Sus dedos jugaron con el broche plateado que llevaba en la muñeca. Era una costumbre nerviosa que solo salía cuando estaba sola. El broche era antiguo, sencillo, de su madre. La única pieza que no combinaba con su imagen ejecutiva, pero que llevaba siempre.
-Esto es tuyo, papá -murmuró-. Y ahora, también es mío.
Su voz tembló apenas. Pero no se permitió más.
De regreso a su escritorio, presionó otro botón.