El olor a cartón húmedo y pintura fresca me golpearon, apenas crucé la puerta de la casa. Cada paso retumbaba sobre el piso de madera pulida, recordándome que ya no estaba en mi viejo apartamento. La crisis había arrasado con mis planes, con la seguridad de tener un lugar propio donde respirar, estudiar y... existir sin sentirme vigilada. Ahora estaba aquí, en la casa de mi mejor amiga, con un par de maletas que parecían pesar más que mi pena.
-¡Bienvenida! -su voz sonó alegre detrás de mí. Mariana parecía estar genuinamente feliz de verme, pero yo no podía dejar de notar la tensión en el aire, el contraste entre su entusiasmo y la tormenta que se formaba en mi cabeza.
-Gracias... -balbuceé, sin poder sonreír realmente.
Mariana me tomó de la mano y me llevó por el pasillo, hablándome de la universidad, de los cursos, de los dormitorios que ya no existían, y de los cambios que debía asumir. Escuchaba a medias, concentrada en los ruidos del lugar: las escaleras que crujían bajo cada pisada, el tic-tac de un reloj antiguo que parecía medir mi ansiedad, y un silencio que me incomodaba más de lo que podía admitir.
Fue entonces cuando lo vi.
De pie en la cocina, con la espalda recta, los hombros anchos y la expresión más seria que había visto jamás, estaba Octavio. Su cabello oscuro, perfectamente peinado, los ojos intensos que parecían perforarme, y esa mandíbula fuerte que no necesitaba sonreír para imponer respeto. Podía sentir su aura antes incluso de escuchar su voz: autoridad, control, poder. Doce años mayor, exfutbolista con una carrera interrumpida por un accidente, y ahora entrenador en la universidad. Y yo, apenas con dieciocho años, me sentí de golpe diminuta frente a él.
-Así que esta es la famosa invitada -dijo, su voz grave, dejándome sin habla.
Intenté mantener la calma. Sonreí débilmente, consciente de que no era suficiente. Él me observaba como si evaluara cada detalle de mí: postura, gesto, aire. Cada segundo de su mirada era un juicio silencioso. Y yo me sentía muy mal, en especial porque no quería ser una obra de caridad en sus vidas.
-Hola... -susurré, y mi voz sonó aún más pequeña de lo que había imaginado.
-Hola -respondió, sin mover un músculo de su expresión rígida-. Soy Octavio. Y supongo que vivirás aquí un tiempo.
Mi corazón latía desbocado. La sorpresa se mezclaba con algo más oscuro, un miedo primitivo a no encajar, a sentirme vigilada en cada movimiento, a convertirme en un estorbo. No era solo su presencia; era la autoridad que emanaba, como si un simple error de mi parte pudiera desatar su desaprobación.
-Sí... soy Virginia -dije, intentando recordar que todavía podía respirar.
Él arqueó una ceja y dio un paso hacia mí, acortando la distancia sin siquiera mirarme directamente. Cada centímetro que avanzaba parecía aumentar mi ansiedad. El miedo y la curiosidad se mezclaban: ¿cómo podía alguien tener tanta presencia? ¿Por qué sentía un calor extraño en el pecho a pesar de la tensión?
-Bien -dijo finalmente, cruzando los brazos-. Hay algunas reglas en esta casa. No interrumpiré tu estancia, pero necesito que sepas que no toleraré... comportamientos inmaduros.
-¿Comportamientos inmaduros? -pregunté, indignada, sintiendo que la ira comenzaba a burbujear dentro de mí. Era imposible no reaccionar frente a alguien que te trataba como una niña incapaz.
-Exacto -contestó, imperturbable. Su tono no admitía réplica. Era un desafío, una advertencia y un recordatorio de quién tenía el control en este lugar.
Ni siquiera había sacado la ropa de mis maletas y ya tenía ganas de salir corriendo de allí. El primer choque de miradas fue eléctrico. Un fuego que no podía nombrar se formaba entre nosotros, mezclando irritación con una atracción que me incomodaba y confundía. Quise mirar hacia otro lado, huir de esa intensidad, pero era imposible. Sus ojos no dejaban espacio para escapar, y cada músculo de mi cuerpo se tensaba bajo su evaluación silenciosa.
Mariana, sin notar la corriente que se había formado entre nosotros, se rio y dijo:
-Virginia, déjame mostrarte tu habitación, ya está lista -interrumpió, intentando aliviar la tensión, pero yo apenas escuché sus palabras.
Caminé tras ella, intentando ignorar la presencia de Octavio a mis espaldas, pero era inútil. Cada vez que creía que el espacio entre nosotros era suficiente, sentía un calor, un roce mínimo de su aura, que me recordaba que estaba allí. Una mezcla de miedo, deseo y desafío se instaló en mi pecho.