Todas las noches soñaba con él haciéndome suya, disfrutando de sus besos y caricias, entregada a la pasión, sumida en la inconsciencia, oyendo campanadas celestiales y melodías encantadas y mágicas, sintiéndome en un oasis paradisiaco, de mucho encanto y poesía, rodeada de luces, flores y golondrinas de rasante vuelo.
Y es que lo amaba intensamente, ansiaba sus labios con locura y desenfreno, deseaba con frenesí sus besos, embriagarme con su boca y dejar que sus manos toscas y ásperas vayan por toda mi piel, recorriendo, afanoso mis curvas, mis quebradas y se deleite con la tersura de mi piel, provocando mis suspiros y gemidos y lo mejor de mis sollozos enamorados. Cada noche me era un suplicio pensándolo, imaginándolo llegar hasta mi alcoba, como un caballero errante de botas y sombrero, tomándome de los brazos y besándome con encono, con pasión y emoción, desatando mis cascadas cristalinas, haciendo que mi corazón tamborilee frenético y eufórico en mi busto, haciendo que cierre los ojos y menee la cabeza eclipsada y obnubilada, extraviada en el limbo, gozando con su ímpetu viril, dominándome por completo y dejándome sin defensas, haciéndome, finalmente, suya sin resistencia alguna.
Todas las noches era lo mismo. Lo soñaba así, dominante y varonil, tomándome y besándome con embeleso, embriagándose con mis labios, haciendo que me percibiera la mujer más sexy y sensual del mundo, desnudándome con la precisión de un cirujano, dejándome completamente a su merced. Me encantaba pensarlo estrujando mis pechos, lamiéndolos con vehemencia, convirtiéndolos en un helado sabroso y delicado y sumergiéndose en el canalillo de mi busto. Eso me provocaba más y más suspiros porque lo imaginaba mío y eso hacía que mi feminidad explote como un gran petardo de dinamita.
Y cuando iniciaba la invasión de mis entrañas, igual a un tórrido y caudaloso río, avanzando febril hacia mis íntimos vacíos, le suplicaba entre sollozos y gemidos que le hiciera, fuerte, muy fuerte y que taladrara mis profundidades sin compasión, porque eso me excitaba aún más, me convertía en una gran bola de fuego que me calcinaba por completo, hasta el último átomo de mi ser. La candela me incendiaba totalmente y el fuego chisporroteaba por todos mis poros. Exhalaba llamas en mi aliento mientras él llegaba a parajes muy distantes, inhóspitos y extraviados de mis máximas fronteras, llevándome, literalmente al éxtasis absoluto.
En sus brazos y bajo los edredones, yo deliraba soñándole haciéndome suya. No dejaba de gemir, esa música tan erótica y adorable que me provocaba más candela en mis entrañas. Y ya les digo, todas las noches era lo mismo. Yo era una gran antorcha, una enorme tea, envuelta en fuegos, calcinándome y volviéndome en una pila de carbón humeante.
También sentía que él llegaba al clímax, sometiéndome a su virilidad y eso era una excitación aún mayor. Yo quedaba entonces, exánime, agotada, excitada y duchada en sudor, echando humo de mis narices, mordiéndome los labios, frotando los muslos, extasiada de mi amante después de haber cabalgado por mis deliciosos valles, dejándome impreso sus deseos en todos los límites de mi deliciosa anatomía. Sentía aún sus manos como un tatuaje en mis quebradas y redondeces, porque él llegaba a todos mis rincones, sin dejar pedacito alguno sin lamer ni besar ni acariciar.
Pero yo no conocía a ese hombre que me desquiciaba y me tenía enloquecida, anhelando sus besos, sus caricias y ansiando que me haga suya. No lo había visto jamás ni sabía quién era, simplemente lo imaginaba hermoso, muy masculino, enorme como un cerro, con sus brazos grandes, sus piernas gigantes igual a los troncos de los árboles, su pecho amplio parecido a un tractor, alfombrado de vellos y sus músculos y bíceps igual a colinas que me excitaban y me hacía morder, impetuosa, mi lengua queriéndolo, ansiándolo, deseándolo, amándolo con todas mis fuerzas.
Yo sabía que él era perfecto, lo intuía, en realidad. Lo sabía arrasador y dominante como un orgulloso y altivo soldado romano y lo imaginaba bello y poético como una divinidad helénica. Eso me hacía sentir extraviada en el limbo, rodeada de luces y colores, queriendo tenerlo entre mis brazos y comérmelo, también, a besos.
Todo esa locura empezó cuando entré a un portal de poesía que encontré en la web. Soy muy romántica y me encantan los versos, me gustan mucho los poemas que hablan de amor, de belleza y me seducen los poetas que son audaces, intrépidos y atrevidos. Ese tipo de versos encienden mis fuegos y me imagino ser una musa al que los autores le cantan sus rimas rendidos a su magia y encanto.
Entre tantos autores que escribían en ese portal, me atrajo, de inmediato, un poeta que firmaba como "Tornado". Creo que fue el destino o quizás un flechazo de Cupido que me dio de lleno en el corazón e hizo que me fijara en los versos de ese sujeto. No sé por qué, aún no llego a entenderlo. Habían tantos poemas, todos buenos, sugerentes, súper románticos, sin embargo me imantó ese poema que se llamaba "Tu amor", incluso la musa que inspiraba a "Tornado" se llamaba igual que yo, Patricia. Qué raro. Era demasiado coincidencia, como un imán que captaba mis sentidos Entonces empecé a leer ávida los versos, golpeando mis rodillas, jalando mis pelos y juntando mis dientes y de pronto ya estaba demasiado excitada, ardiendo en fuego, convertida en una antorcha, suspirando por aquel ignoto autor que me había enamorado.
-Te amo tanto, Patricia,
que eres tú mi vida
y no sé qué sería de mí sin ti.