La Generosidad De La Madre

La Generosidad De La Madre

Gavin

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Capítulo

A mis 30 años, era dueña de una marca de ropa exitosa y vivía en un penthouse de lujo en Polanco, pero un diagnóstico de enfermedad renal terminal lo cambió todo. Me quedaban tres días de vida y el único riñón compatible que podría haberme salvado fue entregado a mi hermanastra Camila por mi padrastro, Ricardo Pérez. ¿La razón? El «frágil» cuerpo de Camila necesitaba fortalecerse por un simple resfriado. Nadie en mi familia, ni siquiera mi prometido Mateo Vargas o mi pequeño hijo Pedrito, se opuso a esta decisión. Me miraban con aprobación por mi "generosidad", como si finalmente hubiera hecho algo bien. En mi "generosidad", les entregué mi marca de ropa, mi penthouse, mis inversiones. Les di todo. Observé cómo mi madre, Elena, colmaba a Camila de atenciones, mientras yo, su hija biológica y moribunda, era tratada como una intrusa. Mi hijo, la llamó: "Mamá Cami." No entendía cómo podían ser tan ciegos. ¿Tan insignificante era yo para ellos? ¿Cómo podían celebrar con mi verdugo mientras yo me desvanecía? Pero una paz fría se instaló en mi corazón. Toda su avaricia y ceguera me habían despojado de la carga del amor. Era hora del acto final, un plan B que ni siquiera la muerte podría desmantelar.

Introducción

A mis 30 años, era dueña de una marca de ropa exitosa y vivía en un penthouse de lujo en Polanco, pero un diagnóstico de enfermedad renal terminal lo cambió todo.

Me quedaban tres días de vida y el único riñón compatible que podría haberme salvado fue entregado a mi hermanastra Camila por mi padrastro, Ricardo Pérez. ¿La razón? El «frágil» cuerpo de Camila necesitaba fortalecerse por un simple resfriado.

Nadie en mi familia, ni siquiera mi prometido Mateo Vargas o mi pequeño hijo Pedrito, se opuso a esta decisión. Me miraban con aprobación por mi "generosidad", como si finalmente hubiera hecho algo bien.

En mi "generosidad", les entregué mi marca de ropa, mi penthouse, mis inversiones. Les di todo. Observé cómo mi madre, Elena, colmaba a Camila de atenciones, mientras yo, su hija biológica y moribunda, era tratada como una intrusa. Mi hijo, la llamó: "Mamá Cami."

No entendía cómo podían ser tan ciegos. ¿Tan insignificante era yo para ellos? ¿Cómo podían celebrar con mi verdugo mientras yo me desvanecía?

Pero una paz fría se instaló en mi corazón. Toda su avaricia y ceguera me habían despojado de la carga del amor. Era hora del acto final, un plan B que ni siquiera la muerte podría desmantelar.

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El dolor me partió el abdomen en dos. Era mi cumpleaños, y Alejandro, a quien había criado con el amor de una madre por diez años, me sonreía. Acababa de regalarme un licuado de fresa, una bebida que ahora quemaba mis entrañas. Pero el ardor no era solo físico; era la amarga verdad que susurró: "Siempre te he odiado, Sofía. Te odio porque cada vez que te veo, veo la cara de mi madre." Luego, la mancha carmesí en mi vestido blanco: mi bebé, el hijo de Ricardo, mi prometido. Mi prometido, que llegó para consolarme, para decirme que era un "aborto espontáneo" y que Alejandro "solo bromeaba". Luego me miró con asco y dijo: "Estás hecha un desastre. Hueles a enfermedad". En mi lecho de dolor, vi la película silenciosa de mi vida: diez años entregados a la promesa hecha a mi padre. Diez años cuidando de una familia que no era mía, de una empresa que yo manejaba mientras ellos ponían el nombre. Incluso mi propia madre, al enterarse de mi compromiso, solo llamó para asegurar su pensión, susurrándome que no fuera "egoísta". ¿Egoísta yo? La que había sacrificado su juventud por todos. Mi cuerpo dolía, mi corazón estaba roto, pero una rabia fría y dura como el acero me inundó. "¿Qué quieres, Sofía?", me preguntó Ricardo el hipócrita. "¿Dinero? ¿Joyas? ¿O quieres que formalicemos el matrimonio? Puedo llamar al juez mañana mismo." ¡El matrimonio era el premio de consolación por mi sumisión! Con una calma aterradora, tomé un trozo de cristal de un jarrón roto. Debía romper el lazo, destruir el símbolo que me ataba a su odio. "¡Sofía, no!" , gritó Ricardo, pero era demasiado tarde. Con un movimiento rápido, arrastré el cristal por mi mejilla izquierda. El dolor era liberador. Ya no era la Sofía que conocían, la que odiaban, la que usaban. Y en medio del horror en sus rostros, me eché a reír. Esa risa, que estalló como dinamita, me liberó de una cárcel de diez años. Y así, ensangrentada, pero con el alma libre, crucé la puerta, dejando atrás el veneno y el dolor. No había vuelta atrás.

El Aroma del Adiós

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La oficina de mi jefe olía a café viejo, un aroma que solía darme seguridad, pero que ahora solo me recordaba el sacrificio de años. Mi vida, la que había construido con mi esposa Clara, se desmoronaba. "Quiero el divorcio", le dije al Dr. Morales, mi voz firme ocultando un temblor interno. Los rumores del complejo ya lo sabían: Clara y Marcos Durán, antes de que yo estuviera dispuesto a aceptarlo. La encontré en nuestra sala, no sola, Marcos tenía su mano en la cintura de Clara, riendo de una manera que nunca compartió conmigo. Mi voz, un gruñido, apenas pudo preguntar: "¿Qué está pasando aquí, Clara?". Ella, de cálida a una máscara de fría indignación, mientras Marcos sonreía con arrogancia. "¡Estás loco! ¡Paranoico y celoso!", gritó ella, intentando voltear la situación, como siempre. Esta vez no funcionó. "Se acabó, Clara", dije, mi voz mortalmente tranquila. "Quiero el divorcio". Su rostro palideció, pero su pánico se convirtió en rabia: "¡No te atrevas! ¡No vas a arruinar mi vida!". Justo entonces, el timbre de la puerta sonó, y dos policías uniformados entraron. "Mi esposo... se puso violento, me amenazó, tengo miedo", dijo Clara, con lágrimas falsas. Me helé, la traición descarada me robó el aliento. Caí en su trampa, y me llevaron de mi propia casa. Esa noche en la celda apestaba a desinfectante y desesperación, y me di cuenta de que mi dolor no era nuevo, sino la culminación de años de ser ignorado. Pero algo cambió esa noche; la resignación se convirtió en una inquebrantable resolución: no más. A la mañana siguiente, el Dr. Morales pagó mi fianza, mirándome con decepción, no hacia mí, sino hacia la situación misma. "Ve a casa, empaca tus cosas y sal de ahí", me dijo, "Yo me encargaré de los abogados, esto no se quedará así". Cada objeto que empaqué era un recordatorio de un amor fallido, y las palabras de la señora Carmen, mi vecina, lo confirmaron: "Esa mujer no te merece, lo vi entrar a la casa en cuanto tú te ibas a trabajar". La realidad era un golpe brutal, validando cada una de mis sospechas. Recordé el día en que había rechazado una prestigiosa beca de investigación en el extranjero por Clara, sacrificando mi sueño por una farsa. Colgué el teléfono, sin ira, solo una abrumadora certeza: mi decisión era la correcta. Me dirigí al lago solo, y el último rayo de sol desapareció en el horizonte. Ya no me sentía abandonado, me sentía libre. El peso de años finalmente se había levantado de mis hombros, y el camino por delante estaba despejado, solo para mí.

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