Esposa Olvidada, Reina Temida

Esposa Olvidada, Reina Temida

Gavin

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Capítulo

La noticia del accidente de Alejandro llegó en el peor momento, justo al cerrar el trato más importante para mi nueva colección. Mi asistente se acercó, pálida, temblándole la mano. "Señora Rojas, es el señor Durán." Tomé el teléfono con una calma que helaba la sangre, escuchando los detalles. No sentí angustia, nuestro matrimonio era una alianza estratégica; Alejandro no era un esposo amado, sino un socio, y su accidente, solo una crisis de negocios. "El amor es un lujo, el poder una necesidad", recordaba las palabras de mi padre. Esta filosofía se había arraigado en mí, convirtiéndome en una fortaleza en el despiadado mundo de la moda. Pero al llegar al hospital, no fue Alejandro quien capturó mi atención, sino la mujer a su lado: Xochitl, con su mirada salvaje y una intimidad inapropiada. "Somos almas gemelas", siseó, "el destino nos ha unido, y tú, debes ceder tu lugar". Sentí un escalofrío: no eran celos, sino el instinto de una depredadora ante otra en su territorio. Alejandro, aturdido, la miraba con adoración hipnótica. La verdadera crisis no era el accidente, sino esta mujer, esta "curandera" que buscaba mi estatus. La guerra estaba declarada, y yo no pensaba perderla. Xochitl se mudó a mi mansión, descalza y con su caos. Arrojaba comida "muerta", cocinaba hierbas pestilentes, arruinaba alfombras persas en sus "rituales de purificación". Alejandro, bajo su hechizo, aplaudía cada excentricidad, convencido de que ella "estaba conectada con algo profundo". Mis suegros, guardianes de la reputación Durán, estaban furiosos, amenazando el futuro de nuestro imperio. Esta mujer estaba destruyendo todo lo que había construido. En secreto, mi equipo de seguridad documentaba cada uno de sus movimientos. Xochitl, ajena a la gravedad, comenzó a vender tónicos de fertilidad, pócimas de hierbas que podían provocar abortos. Era el momento de actuar, la cena familiar era el escenario perfecto. "Estás vendiendo una sustancia peligrosa, lo que es un delito federal", revelé, mostrando las pruebas. Xochitl se derrumbó, gritando, con su fachada de "guía espiritual" desvaneciéndose. La policía llegó, la humillación fue pública. Miré a Xochitl, y algo me inquietó: una oscuridad antigua, retorcida, no solo ambición. Había algo más en juego, algo que aún no entendía. El escándalo fue contenido, Xochitl se convirtió en un fantasma, ignorada por todos. Pero sus palabras resonaban: "¡No entiendes las fuerzas con las que estás jugando!". Entonces, la bomba: Xochitl estaba embarazada. Alejandro, obsesionado con la idea del heredero, volvió a caer bajo su influjo. "Un hijo es el arma definitiva en esta guerra", exclamó mi amiga Renata. Pero para mí, era solo una nueva variable en el tablero. Si un hijo era el precio del poder, yo también entraría en la puja. Xochitl recuperó su arrogancia, pavoneándose con su vientre, provocándome en el desayuno: "Un hijo nacido del amor, es algo que el dinero no puede comprar, ¿verdad?". "La biología es más simple que tus fantasías, Xochitl, y aquí hay reglas", respondí con frialdad. Alejandro, débil, cedía a todos sus caprichos. Vi mi oportunidad. Esa noche, en un vestido de noche que realzaba mi figura, lo esperé. "No olvdes por qué estamos casados. La familia Durán necesita un heredero legítimo, un heredero que una a nuestras familias". Mis palabras fueron una propuesta de negocios que él, pragmático, no pudo rechazar. Fue un acto frío, mecánico, un movimiento perfecto en mi tablero. Un mes después, el resultado llegó: estaba embarazada. Sentí una profunda satisfacción, no alegría, sino la de un trato exitoso. Mi hijo, mi proyecto más importante, un futuro que me pertenecería solo a mí. Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios. El juego se había vuelto mucho más interesante. La noticia de mi embarazo aún no era pública, pero Alejandro lo sabía. "Xochitl está muy sensible, creo que sería mejor si mantenemos distancia", me pidió, sin atreverse a mirarme. Sentí ira, pero la convertí en oportunidad. "Por supuesto, la salud de los bebés es lo primero", respondí con falsa comprensión. Al día siguiente, durante el almuerzo con mi suegra, "confesé" la petición de Alejandro con una tristeza perfectamente actuada. "Alejandro me pidió que me mantuviera alejada", dije, "lo entiendo, aunque sea difícil para mí, estando también embarazada". El efecto fue devastador: yo era la víctima, la esposa legítima y embarazada, relegada por una advenediza. Las matriarcas de la alta sociedad le declararon una guerra silenciosa a Xochitl. Mientras, yo disfrutaba de una paz inesperada, trabajando en mi imperio. El amor era una debilidad, una distracción. Yo, Sofía Rojas, estaba a punto de tenerlo todo. Mi embarazo era oficial, pero lo mantuve en secreto, dejando que Xochitl se consumiera. Pero Xochitl, sintiendo el control desvanecerse, me confrontó en mi estudio. "Así que es verdad, tú también estás esperando un hijo", me siseó. "No te hagas la inocente, sé lo que haces, pero te equivocas, mi hijo es del amor, el tuyo es un contrato", me atacó. "Te sobreestimas, Xochitl, eres una molestia temporal. No te acerques a mí ni a mi hijo", respondí con frialdad. Ella intentó simular un desmayo. "Marta, llama una ambulancia, y un chequeo completo, toxicología, todo", ordené. Al oír "toxicología", se enderezó, pálida. "No, no es necesario, ya me siento mejor". Salió corriendo, humillada, pero dejó una última pulla: "Nunca serás libre, siempre serás prisionera en tu jaula de oro". ¿Prisionera? No, yo era la arquitecta de mi propia jaula, una que me protegía del caos. La verdadera libertad era elegir tus propias cadenas, y yo las había elegido con precisión. La crisis estalló una noche: gritos, cosas rompiéndose. Encontré a Xochitl retorciéndose, sangrando. El médico confirmó: había perdido al bebé, por el consumo de una hierba abortiva. Alejandro, fuera de sí, me gritó: "¡Tú! ¡Esto es tu culpa! ¡Te deshiciste de mi hijo!". "No seas ridículo, yo no tuve nada que ver con esto", respondí con frialdad. Alejandro huyó, incapaz de asumir su responsabilidad. Entré en la habitación de Xochitl, que me miraba con odio. "No te confundas, Xochitl, tú misma te destruiste, tu ignorancia y tu arrogancia te costaron lo único que te daba valor. Ahora no eres nada". "Quiero una investigación completa, no volverás a ser un problema para nadie", le advertí. Ordené a mi jefe de seguridad interrogar a todo el personal. Mi hijo, mi verdadero heredero, estaba a salvo. La tormenta había pasado, y yo seguía en pie. La pérdida del bebé dejó a Xochitl sola; Alejandro, avergonzado, la evitaba. Fue entonces cuando mi embarazo se hizo oficial, y Alejandro volcó toda su atención en mí. Mi suegra, antes recelosa, me colmaba de atenciones. Delegué responsabilidades, creando una red de aliadas leales a mí. Dos de mis aliadas también anunciaron sus embarazos, llenando la casa de conversaciones de bebés, excluyendo a Xochitl. Desesperada, Xochitl recurrió a sus "artes": danzas "sensuales", pociones de amor, lecturas de tarot. Pero Alejandro la veía como lo que era: un error de juicio. Observaba sus patéticos intentos desde la distancia. "Se está ahogando, y busca a quién culpar, sin darse cuenta que la única responsable es ella misma", le dije a Renata. Sabía cómo terminaría: Xochitl cometería un último y fatal error, y yo estaría allí, esperando. La desesperación de Xochitl la llevó a su último intento: la manipulación. Interrumpió a Alejandro, derramando lágrimas, recordándole "su amor verdadero". Él, en un momento de debilidad, la abrazó. Xochitl recuperó su arrogancia y se aferró a él. En una cena de negocios crucial, Alejandro la atendió, ignorando a todos. La incomodidad era palpable, la alarma sonó para mí: Alejandro era un riesgo incontrolable. Esa noche, examiné un costoso brazalete que él me había regalado. Dentro del broche, encontré un polvo blanquecino: veneno. Alejandro, influenciado por Xochitl o su propia paranoia, había intentado envenenarme. Quería deshacerse de mí y del heredero legítimo. Guardé el polvo en mi caja fuerte: era mi prueba, mi arma para la batalla final. Alejandro había cruzado la línea. No esperaría el ataque, lo provocaría, en mis propios términos. El ataque llegó, un incendio en mi dormitorio. Pero yo no estaba, había tomado precauciones, mis cosas valiosas estaban a salvo. Al ver las llamas devorar mi hogar, sentí desapego: era solo un edificio, lo importante éramos mi hijo y yo. Alejandro corrió hacia mí, con una máscara de falso alivio. "¡Tú!", me dijo Xochitl, con triunfo en los ojos. "Lástima que tu plan no funcionara, deberías haberte asegurado de que estuviera dentro", le susurré. "Esto fue provocado, quiero una investigación exhaustiva", declaré a los bomberos. "Prepara mis cosas, nos vamos", ordené a mi jefe de seguridad. "¿A dónde irás?", preguntó Alejandro desesperado. "A un lugar seguro", respondí. Me mudé a mi penthouse en Polanco, una fortaleza inexpugnable. Corté toda comunicación con Alejandro, excepto a través de mis abogados. El incendio, en vez de tragedia, fue mi liberación. Me concentré en mi embarazo, rodeada de mi personal, Renata y mi padre. Sabía que Alejandro se destruiría a sí mismo; era cuestión de tiempo. Mientras tanto, cuidaba a mi futuro rey, la razón de la guerra que estaba a punto de ganar. Semanas después, Alejandro me pidió verme. Su desesperación era palpable. "Tenemos que arreglar esto, por el bebé", dijo, sorprendido al verme tan embarazada. "No hay nada que arreglar, Alejandro, tú tomaste tus decisiones", respondí. "¡Fue Xochitl!", exclamó él. "¿Y tú eres un niño al que se puede convencer de asesinar a su esposa y a su hijo?", repliqué. Xochitl irrumpió, revelando la verdad: el incendio, el plan para tomar el control de las empresas Durán. "¡Le conté todo a tu padre, Alejandro! ¡Si me hundes, te hundiré contigo!", amenazó en su rabia. Pero Sofía ya no la escuchaba, había puesto en marcha su propio plan final en el momento en que Xochitl entró por la puerta, con un simple mensaje de texto, había alertado a su suegro, no sobre la traición de Alejandro, sino sobre la amenaza inminente de Xochitl. "Es demasiado tarde para amenazas, Xochitl", dije con calma. Mientras tanto, la vida de Alejandro se desmoronaba; sin mí, sus socios perdían la confianza. Xochitl, al ver a Alejandro hundirse, perdió el control. Sus gritos se volvieron la banda sonora de la mansión. El juego había terminado. Yo había retirado mi pieza del tablero, y ahora solo tenía que esperar a que los demás se destruyeran. El declive de Alejandro fue brutal: un derrame cerebral lo dejó en estado vegetativo. Su padre se recluyó, su madre estaba destrozada. Xochitl se quedó con él, no por lealtad, sino porque no tenía a dónde ir. Fue entonces cuando hice mi última jugada. "Es hora de que cumplas tu destino, alma gemela", le envié a Xochitl, "ve y cuida de tu hombre". Despedí a todo el personal, dejándola sola con Alejandro. Sabía lo que pasaría. Dos días después, Xochitl llamó a la policía confesando haberlo asfixiado. "Lo liberé, y me liberé a mí misma", dijo con calma. Fue declarada demente y encerrada. Esa misma noche, mientras las noticias llenaban los titulares, entré en labor de parto. Fue un parto difícil, un eco de la batalla. Al amanecer, con los primeros rayos de sol, di a luz a un niño sano. Al verlo, sentí una emoción abrumadora: no poder, no victoria, sino un amor protector y feroz. "Mateo", susurré, "Mateo Rojas". Su hijo llevaría mi nombre, el nombre de la sobreviviente, de la reina. Había nacido una nueva dinastía. El funeral de Alejandro fue sombrío y tenso, la muerte del heredero desató una tormenta. Asistí con elegancia, Mateo, mi bebé, seguro en casa. Me mantuve como una viuda digna, pero en privado, cada momento era para mi hijo. Sentía una paz que nunca antes había conocido. Una noche, Nicolás de la Vega, un amigo del pasado, un banquero poderoso, se presentó. "Lamento la razón de mi visita", dijo, "has manejado una situación imposible con gracia admirable". No hablamos del escándalo, nuestro mundo entendía sin palabras. "El imperio Durán está a la deriva", me dijo, "necesitan un líder, y ese líder eres tú". "Soy una Rojas, no una Durán", repliqué. "Eres la madre del único heredero, Mateo, el poder es tuyo si lo reclamas." Me ofreció una alianza, su familia me daría el respaldo financiero y político. Una oportunidad para construir un conglomerado invencible. Un recuerdo me asaltó: Nicolás, en París, invitándome a construir algo juntos, pero elegí el deber. Ahora, el destino me ofrecía una segunda oportunidad, no de amor, sino de poder absoluto. "Acepto", dije finalmente, "pero con mis condiciones". La partida de ajedrez más importante de mi vida estaba a punto de comenzar.

Introducción

La noticia del accidente de Alejandro llegó en el peor momento, justo al cerrar el trato más importante para mi nueva colección.

Mi asistente se acercó, pálida, temblándole la mano. "Señora Rojas, es el señor Durán."

Tomé el teléfono con una calma que helaba la sangre, escuchando los detalles.

No sentí angustia, nuestro matrimonio era una alianza estratégica; Alejandro no era un esposo amado, sino un socio, y su accidente, solo una crisis de negocios.

"El amor es un lujo, el poder una necesidad", recordaba las palabras de mi padre.

Esta filosofía se había arraigado en mí, convirtiéndome en una fortaleza en el despiadado mundo de la moda.

Pero al llegar al hospital, no fue Alejandro quien capturó mi atención, sino la mujer a su lado: Xochitl, con su mirada salvaje y una intimidad inapropiada.

"Somos almas gemelas", siseó, "el destino nos ha unido, y tú, debes ceder tu lugar".

Sentí un escalofrío: no eran celos, sino el instinto de una depredadora ante otra en su territorio.

Alejandro, aturdido, la miraba con adoración hipnótica.

La verdadera crisis no era el accidente, sino esta mujer, esta "curandera" que buscaba mi estatus.

La guerra estaba declarada, y yo no pensaba perderla.

Xochitl se mudó a mi mansión, descalza y con su caos.

Arrojaba comida "muerta", cocinaba hierbas pestilentes, arruinaba alfombras persas en sus "rituales de purificación".

Alejandro, bajo su hechizo, aplaudía cada excentricidad, convencido de que ella "estaba conectada con algo profundo".

Mis suegros, guardianes de la reputación Durán, estaban furiosos, amenazando el futuro de nuestro imperio.

Esta mujer estaba destruyendo todo lo que había construido.

En secreto, mi equipo de seguridad documentaba cada uno de sus movimientos.

Xochitl, ajena a la gravedad, comenzó a vender tónicos de fertilidad, pócimas de hierbas que podían provocar abortos.

Era el momento de actuar, la cena familiar era el escenario perfecto.

"Estás vendiendo una sustancia peligrosa, lo que es un delito federal", revelé, mostrando las pruebas.

Xochitl se derrumbó, gritando, con su fachada de "guía espiritual" desvaneciéndose.

La policía llegó, la humillación fue pública.

Miré a Xochitl, y algo me inquietó: una oscuridad antigua, retorcida, no solo ambición.

Había algo más en juego, algo que aún no entendía.

El escándalo fue contenido, Xochitl se convirtió en un fantasma, ignorada por todos.

Pero sus palabras resonaban: "¡No entiendes las fuerzas con las que estás jugando!".

Entonces, la bomba: Xochitl estaba embarazada.

Alejandro, obsesionado con la idea del heredero, volvió a caer bajo su influjo.

"Un hijo es el arma definitiva en esta guerra", exclamó mi amiga Renata.

Pero para mí, era solo una nueva variable en el tablero.

Si un hijo era el precio del poder, yo también entraría en la puja.

Xochitl recuperó su arrogancia, pavoneándose con su vientre, provocándome en el desayuno: "Un hijo nacido del amor, es algo que el dinero no puede comprar, ¿verdad?".

"La biología es más simple que tus fantasías, Xochitl, y aquí hay reglas", respondí con frialdad.

Alejandro, débil, cedía a todos sus caprichos.

Vi mi oportunidad.

Esa noche, en un vestido de noche que realzaba mi figura, lo esperé.

"No olvdes por qué estamos casados. La familia Durán necesita un heredero legítimo, un heredero que una a nuestras familias".

Mis palabras fueron una propuesta de negocios que él, pragmático, no pudo rechazar.

Fue un acto frío, mecánico, un movimiento perfecto en mi tablero.

Un mes después, el resultado llegó: estaba embarazada.

Sentí una profunda satisfacción, no alegría, sino la de un trato exitoso.

Mi hijo, mi proyecto más importante, un futuro que me pertenecería solo a mí.

Una pequeña sonrisa se dibujó en mis labios.

El juego se había vuelto mucho más interesante.

La noticia de mi embarazo aún no era pública, pero Alejandro lo sabía.

"Xochitl está muy sensible, creo que sería mejor si mantenemos distancia", me pidió, sin atreverse a mirarme.

Sentí ira, pero la convertí en oportunidad.

"Por supuesto, la salud de los bebés es lo primero", respondí con falsa comprensión.

Al día siguiente, durante el almuerzo con mi suegra, "confesé" la petición de Alejandro con una tristeza perfectamente actuada.

"Alejandro me pidió que me mantuviera alejada", dije, "lo entiendo, aunque sea difícil para mí, estando también embarazada".

El efecto fue devastador: yo era la víctima, la esposa legítima y embarazada, relegada por una advenediza.

Las matriarcas de la alta sociedad le declararon una guerra silenciosa a Xochitl.

Mientras, yo disfrutaba de una paz inesperada, trabajando en mi imperio.

El amor era una debilidad, una distracción.

Yo, Sofía Rojas, estaba a punto de tenerlo todo.

Mi embarazo era oficial, pero lo mantuve en secreto, dejando que Xochitl se consumiera.

Pero Xochitl, sintiendo el control desvanecerse, me confrontó en mi estudio.

"Así que es verdad, tú también estás esperando un hijo", me siseó.

"No te hagas la inocente, sé lo que haces, pero te equivocas, mi hijo es del amor, el tuyo es un contrato", me atacó.

"Te sobreestimas, Xochitl, eres una molestia temporal. No te acerques a mí ni a mi hijo", respondí con frialdad.

Ella intentó simular un desmayo.

"Marta, llama una ambulancia, y un chequeo completo, toxicología, todo", ordené.

Al oír "toxicología", se enderezó, pálida.

"No, no es necesario, ya me siento mejor".

Salió corriendo, humillada, pero dejó una última pulla: "Nunca serás libre, siempre serás prisionera en tu jaula de oro".

¿Prisionera?

No, yo era la arquitecta de mi propia jaula, una que me protegía del caos.

La verdadera libertad era elegir tus propias cadenas, y yo las había elegido con precisión.

La crisis estalló una noche: gritos, cosas rompiéndose.

Encontré a Xochitl retorciéndose, sangrando.

El médico confirmó: había perdido al bebé, por el consumo de una hierba abortiva.

Alejandro, fuera de sí, me gritó: "¡Tú! ¡Esto es tu culpa! ¡Te deshiciste de mi hijo!".

"No seas ridículo, yo no tuve nada que ver con esto", respondí con frialdad.

Alejandro huyó, incapaz de asumir su responsabilidad.

Entré en la habitación de Xochitl, que me miraba con odio.

"No te confundas, Xochitl, tú misma te destruiste, tu ignorancia y tu arrogancia te costaron lo único que te daba valor. Ahora no eres nada".

"Quiero una investigación completa, no volverás a ser un problema para nadie", le advertí.

Ordené a mi jefe de seguridad interrogar a todo el personal.

Mi hijo, mi verdadero heredero, estaba a salvo.

La tormenta había pasado, y yo seguía en pie.

La pérdida del bebé dejó a Xochitl sola; Alejandro, avergonzado, la evitaba.

Fue entonces cuando mi embarazo se hizo oficial, y Alejandro volcó toda su atención en mí.

Mi suegra, antes recelosa, me colmaba de atenciones.

Delegué responsabilidades, creando una red de aliadas leales a mí.

Dos de mis aliadas también anunciaron sus embarazos, llenando la casa de conversaciones de bebés, excluyendo a Xochitl.

Desesperada, Xochitl recurrió a sus "artes": danzas "sensuales", pociones de amor, lecturas de tarot.

Pero Alejandro la veía como lo que era: un error de juicio.

Observaba sus patéticos intentos desde la distancia.

"Se está ahogando, y busca a quién culpar, sin darse cuenta que la única responsable es ella misma", le dije a Renata.

Sabía cómo terminaría: Xochitl cometería un último y fatal error, y yo estaría allí, esperando.

La desesperación de Xochitl la llevó a su último intento: la manipulación.

Interrumpió a Alejandro, derramando lágrimas, recordándole "su amor verdadero".

Él, en un momento de debilidad, la abrazó.

Xochitl recuperó su arrogancia y se aferró a él.

En una cena de negocios crucial, Alejandro la atendió, ignorando a todos.

La incomodidad era palpable, la alarma sonó para mí: Alejandro era un riesgo incontrolable.

Esa noche, examiné un costoso brazalete que él me había regalado.

Dentro del broche, encontré un polvo blanquecino: veneno.

Alejandro, influenciado por Xochitl o su propia paranoia, había intentado envenenarme.

Quería deshacerse de mí y del heredero legítimo.

Guardé el polvo en mi caja fuerte: era mi prueba, mi arma para la batalla final.

Alejandro había cruzado la línea.

No esperaría el ataque, lo provocaría, en mis propios términos.

El ataque llegó, un incendio en mi dormitorio.

Pero yo no estaba, había tomado precauciones, mis cosas valiosas estaban a salvo.

Al ver las llamas devorar mi hogar, sentí desapego: era solo un edificio, lo importante éramos mi hijo y yo.

Alejandro corrió hacia mí, con una máscara de falso alivio.

"¡Tú!", me dijo Xochitl, con triunfo en los ojos.

"Lástima que tu plan no funcionara, deberías haberte asegurado de que estuviera dentro", le susurré.

"Esto fue provocado, quiero una investigación exhaustiva", declaré a los bomberos.

"Prepara mis cosas, nos vamos", ordené a mi jefe de seguridad.

"¿A dónde irás?", preguntó Alejandro desesperado.

"A un lugar seguro", respondí.

Me mudé a mi penthouse en Polanco, una fortaleza inexpugnable.

Corté toda comunicación con Alejandro, excepto a través de mis abogados.

El incendio, en vez de tragedia, fue mi liberación.

Me concentré en mi embarazo, rodeada de mi personal, Renata y mi padre.

Sabía que Alejandro se destruiría a sí mismo; era cuestión de tiempo.

Mientras tanto, cuidaba a mi futuro rey, la razón de la guerra que estaba a punto de ganar.

Semanas después, Alejandro me pidió verme.

Su desesperación era palpable.

"Tenemos que arreglar esto, por el bebé", dijo, sorprendido al verme tan embarazada.

"No hay nada que arreglar, Alejandro, tú tomaste tus decisiones", respondí.

"¡Fue Xochitl!", exclamó él.

"¿Y tú eres un niño al que se puede convencer de asesinar a su esposa y a su hijo?", repliqué.

Xochitl irrumpió, revelando la verdad: el incendio, el plan para tomar el control de las empresas Durán.

"¡Le conté todo a tu padre, Alejandro! ¡Si me hundes, te hundiré contigo!", amenazó en su rabia.

Pero Sofía ya no la escuchaba, había puesto en marcha su propio plan final en el momento en que Xochitl entró por la puerta, con un simple mensaje de texto, había alertado a su suegro, no sobre la traición de Alejandro, sino sobre la amenaza inminente de Xochitl.

"Es demasiado tarde para amenazas, Xochitl", dije con calma.

Mientras tanto, la vida de Alejandro se desmoronaba; sin mí, sus socios perdían la confianza.

Xochitl, al ver a Alejandro hundirse, perdió el control.

Sus gritos se volvieron la banda sonora de la mansión.

El juego había terminado. Yo había retirado mi pieza del tablero, y ahora solo tenía que esperar a que los demás se destruyeran.

El declive de Alejandro fue brutal: un derrame cerebral lo dejó en estado vegetativo.

Su padre se recluyó, su madre estaba destrozada.

Xochitl se quedó con él, no por lealtad, sino porque no tenía a dónde ir.

Fue entonces cuando hice mi última jugada.

"Es hora de que cumplas tu destino, alma gemela", le envié a Xochitl, "ve y cuida de tu hombre".

Despedí a todo el personal, dejándola sola con Alejandro.

Sabía lo que pasaría.

Dos días después, Xochitl llamó a la policía confesando haberlo asfixiado.

"Lo liberé, y me liberé a mí misma", dijo con calma.

Fue declarada demente y encerrada.

Esa misma noche, mientras las noticias llenaban los titulares, entré en labor de parto.

Fue un parto difícil, un eco de la batalla.

Al amanecer, con los primeros rayos de sol, di a luz a un niño sano.

Al verlo, sentí una emoción abrumadora: no poder, no victoria, sino un amor protector y feroz.

"Mateo", susurré, "Mateo Rojas".

Su hijo llevaría mi nombre, el nombre de la sobreviviente, de la reina.

Había nacido una nueva dinastía.

El funeral de Alejandro fue sombrío y tenso, la muerte del heredero desató una tormenta.

Asistí con elegancia, Mateo, mi bebé, seguro en casa.

Me mantuve como una viuda digna, pero en privado, cada momento era para mi hijo.

Sentía una paz que nunca antes había conocido.

Una noche, Nicolás de la Vega, un amigo del pasado, un banquero poderoso, se presentó.

"Lamento la razón de mi visita", dijo, "has manejado una situación imposible con gracia admirable".

No hablamos del escándalo, nuestro mundo entendía sin palabras.

"El imperio Durán está a la deriva", me dijo, "necesitan un líder, y ese líder eres tú".

"Soy una Rojas, no una Durán", repliqué.

"Eres la madre del único heredero, Mateo, el poder es tuyo si lo reclamas."

Me ofreció una alianza, su familia me daría el respaldo financiero y político.

Una oportunidad para construir un conglomerado invencible.

Un recuerdo me asaltó: Nicolás, en París, invitándome a construir algo juntos, pero elegí el deber.

Ahora, el destino me ofrecía una segunda oportunidad, no de amor, sino de poder absoluto.

"Acepto", dije finalmente, "pero con mis condiciones".

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Cuentos

5.0

Corrí por los pasillos estériles del hospital, con el corazón desbocado. Después de semanas de oscuridad, Ricardo, el amor de mi vida, por fin había despertado. Al llegar a su puerta, grité su nombre, las lágrimas de felicidad nublando mi vista. Pero en la habitación, junto a mi prometido, estaba Isabel, la hija de una de las familias más ricas de la ciudad, con una sonrisa de triunfo. «¿Quién eres tú?», me soltó Ricardo, con una voz helada que no reconocí. Luego de 15 años juntos, me miraba con mis propios ojos, los ojos que le doné para que pudiera volver a ver. «Mi prometida está aquí, aléjate», añadió, y mi mundo se vino abajo. Isabel, con falsa compasión, me dijo: «Sé que siempre te ha gustado Ricardo, pero eres solo una sirvienta de nuestra casa. Por favor, no lo molestes». «¿Sirvienta?», susurré, confundida. Su madre, con una risa cruel, sentenció: «Mi hijo jamás se comprometería con alguien como tú. Isabel es su prometida, ella le donó las córneas». La hermana de Ricardo añadió: «Eres una trepadora. Pensaste que con el accidente podrías aprovecharte. La gente como tú siempre tiene su lugar. Y el tuyo no es aquí». La humillación me quemaba. Me habían robado a mi hombre, mi sacrificio, mi identidad. «¡No! ¡Eso es mentira! ¡Yo le doné mis ojos! ¡Ricardo, tienes que recordarme!», grité. Pero su madre ordenó a seguridad que me sacaran al grito de: «¡Vuelve a la mansión ahora mismo! ¡Tienes que preparar la cena! ¡Es lo único para lo que sirves!». Él solo me miró con indiferencia mientras me arrastraban fuera, rompiéndome el corazón. Atrapada en esa mansión, me obligaron a cocinar para los que me habían destruido. Un día, Isabel derramó té caliente sobre mí y Laura, su hermana, me empujó contra la estufa. Yo, con la piel ardiendo, susurré: «Por favor, necesito algo para la quemadura». Laura se rio: «Deberías estar agradecida de tener un techo. Limpia ese desastre. Ricardo tiene hambre». «Por favor, solo déjame hablar con él. Él me escuchará», supliqué. Entonces, Laura me empujó de nuevo, y mi mano chocó con la olla caliente. «¡Ya basta!», gritó una voz, era Ricardo, con el ceño fruncido. Isabel y Laura mintieron, diciendo que me había quemado sola y que estaba obsesionada. Él se acercó y, sin dudarlo, me soltó: «No sé quién eres, pero ya me cansé de tus mentiras y tu escándalo. Isabel es la mujer que amo. Tú no eres nadie». Me agarró el brazo herido. «No vuelvas a molestar a mi familia». Me soltó con un empujón. El hombre que me prometió amor eterno, me trataba como basura. Ese día, mientras limpiaba, vi cómo desenterraban los cactus, el símbolo de nuestro amor. «¡No! ¡Deténganse! ¡Son míos!», grité, defendiéndolos. Isabel se burló: «Nada en esta casa es tuyo. Eres una empleada. Quítate o te despido». Ricardo apareció y, con rabia, empezó a arrancar los cactus con sus propias manos. Me lanzó uno, las espinas se incrustaron en mi brazo. «¡No quiero volver a ver tu cara en esta casa!», me gritó. «Lárgate. Estás despedida», sentenció Isabel. Me arrojaron mis cosas a la calle. Me quedé allí, en la acera, arrodillada, mi vida reducida a cenizas y espinas. ¿Cómo pude perderlo todo por la amnesia de él y la malicia de ellos? Debería haber muerto en ese terremoto. Un día mi esposo me amó, me adoró, y al día siguiente me golpeó y me echó a la calle. Me encontró Eduardo, el primo de Ricardo. Me miró con compasión, curó mis heridas. «Cásate conmigo», me dijo. «Te protegeré. Nadie volverá a lastimarte». Asentí, sin entender aún por qué. Pero esa noche, Ricardo encontró algo que podría cambiarlo todo: un viejo álbum lleno de fotos nuestras.

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