Traición de Tacos y el Torero

Traición de Tacos y el Torero

Gavin

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El aroma a mole poblano, la esencia misma de mi herencia, llenaba la casa en nuestro aniversario. Ricardo "El Toro" Sánchez, el torero que domó bestias, ahora picaba chiles para su Sofía. Pero el orgullo se me volvió bilis al ver una foto: Sofía sonriendo, riendo a carcajadas con un tal Mateo "El Charro", su nuevo asistente, la mano de él peligrosamente cerca. Ella lo llamaba "jefa", una palabra que aborrecía, y él le había traído tacos. Tacos. Mi mole, mi esfuerzo de ocho horas, ¿despreciado por unos tacos callejeros? La vi defender a ese oportunista frente a mí, frente a todos, llamándome "dramático", "intenso". Y cuando, consumido por el dolor y la humillación, le arranqué el teléfono y la confronté, ella... ella me abofeteó. El golpe dolió, sí, pero más dolió la puñalada en el corazón: limpió la salsa de la cara de su asistente, mientras mi mejilla ardía. "O él se va, o me voy yo", le dije, dándole cinco segundos. Cinco. Cuatro. Tres. Su silencio fue mi respuesta. Salí de esa casa, pero la guerra apenas empezaba. No era solo un pleito de celos, era una afrenta a mi historia, a mi honor. Y ella aún no sabía que "El Toro" no solo domina toros, sino también el arte de la estrategia y la vengancia. Ella iba a probar el sabor agridulce de sus elecciones.

Introducción

El aroma a mole poblano, la esencia misma de mi herencia, llenaba la casa en nuestro aniversario.

Ricardo "El Toro" Sánchez, el torero que domó bestias, ahora picaba chiles para su Sofía.

Pero el orgullo se me volvió bilis al ver una foto: Sofía sonriendo, riendo a carcajadas con un tal Mateo "El Charro", su nuevo asistente, la mano de él peligrosamente cerca.

Ella lo llamaba "jefa", una palabra que aborrecía, y él le había traído tacos.

Tacos.

Mi mole, mi esfuerzo de ocho horas, ¿despreciado por unos tacos callejeros?

La vi defender a ese oportunista frente a mí, frente a todos, llamándome "dramático", "intenso".

Y cuando, consumido por el dolor y la humillación, le arranqué el teléfono y la confronté, ella... ella me abofeteó.

El golpe dolió, sí, pero más dolió la puñalada en el corazón: limpió la salsa de la cara de su asistente, mientras mi mejilla ardía.

"O él se va, o me voy yo", le dije, dándole cinco segundos.

Cinco.

Cuatro.

Tres.

Su silencio fue mi respuesta.

Salí de esa casa, pero la guerra apenas empezaba.

No era solo un pleito de celos, era una afrenta a mi historia, a mi honor.

Y ella aún no sabía que "El Toro" no solo domina toros, sino también el arte de la estrategia y la vengancia.

Ella iba a probar el sabor agridulce de sus elecciones.

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Fantasía

5.0

El grito de Sofía resonó en la lujosa sala, un sonido agudo y lleno de rabia que cortó el aire. Mi xoloitzcuintle, "El Guardián", gimió suavemente a mis pies, ajeno a la farsa. De repente, un impacto brutal y seco me paralizó: Sofía, con un tacón de aguja, había destrozado la vida de El Guardián. Un aullido ahogado, un cuerpo convulsionado, y luego el silencio, sólo roto por el oscuro charco de sangre que se extendía en el suelo de mármol. Mi fiel compañero, el legado de mi abuelo, yacía inerte, mientras la mujer a la que amaba sonreía con cruel satisfacción. "¡Tú… lo mataste!", logré decir, la voz desgarrada por el horror y la incredulidad, pero su risa fría devoró mis palabras. Sin piedad, Sofía ordenó a sus hombres que me arrastraran al sótano, un lugar húmedo y maloliente, donde la oscuridad me envolvió. Escuché su voz gélida: "Suéltenlos", y entonces sentí unos gruñidos bajos y guturales. Dos siluetas enormes y musculosas, dos pitbulls de pelea cuyos ojos brillaban en la penumbra, descendían las escaleras. "¡Sofía, no! ¡Por favor, no hagas esto!", supliqué, el corazón latiéndome a punto de estallar. Pero su cruel melodía resonó desde arriba: "¡Demasiado tarde, mi amor! ¡A ver quién entrena a quién ahora!". Los perros se lanzaron sobre mí, sus fauces goteando saliva, sus dientes destrozando mi carne, mis propios gritos ahogados en mi sangre. Fui devorado, solo un espíritu de dolor y confusión flotando en el frío y húmedo sótano, un testigo impotente de mi propia aniquilación. Arriba, Sofía negaba mi muerte, manipulaba la historia y planificaba profanar la memoria de "El Guardián" por el capricho de Rodrigo. Mi alma gritaba en silencio, viendo cómo la farsa de Rodrigo continuaba, una realidad tan grotesca que me rompía por dentro. No era solo la crueldad de Sofía, sino la completa ceguera y la profunda locura lo que me atormentaba. Pero, ¿quién era realmente Rodrigo? Y, ¿por qué Sofía se había convertido en este monstruo? Desde la oscuridad de mi tumba sin nombre, mi espíritu juró que la verdad saldría a la luz.

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El aroma a mole de olla recién hecho llenaba "Corazón de Maíz", mi restaurante con estrella Michelin. Esa noche, el éxito era más dulce por el secreto en mi bolsillo: dos boletos a París para celebrar cinco años con Sofía, mi esposa, a quien creía "estéril" por un diagnóstico devastador. Llegué a su apartamento parisino con un ramo de peonías, soñando con su cara de sorpresa. Pero la sorpresa fue mía: Sofía estaba ahí, con una máscara de pánico y un vientre ¡de seis meses de embarazo! "¿Armando? ¿Qué... qué haces aquí?", susurró, y mi mundo se derrumbó con el ruidoso golpe de las flores al caer. "¿Estás embarazada? ¿Mi esposa estéril?", espeté, pateando las flores en el pasillo mientras ella confirmaba lo impensable. "Nunca fui estéril. Falsifiqué el diagnóstico. No quería hijos, mi carrera despegaba." Cada palabra era un puñal. Y el bebé no era mío. Era de un tal Ricardo Mendoza, un torero, un exnovio. "¿Altruismo? ¡Estás loca! ¡Estás gestando el hijo de otro!", intenté gritarle, pero la rabia me ahogaba. Su argumento de "acto noble" me revolvió las entrañas, mientras mi cerebro intentaba procesar la monumental traición de los últimos cinco años. "O te deshaces de ese niño ahora, o nos divorciamos. Elige", solté, y su pánico se hizo evidente. De repente, un ruido metálico en la puerta: una llave, y apareció Ricardo, el torero, besando su vientre y luego sus labios. "¿Qué haces aquí, Robles? ¿Viniste a prepararnos la cena?", me dijo, con arrogancia, como si yo no existiera. La furia me cegó. "¡Voy a matarte, hijo de puta!", grité, y en ese instante, Sofía me empujó, ¡protegiéndolo a él! Mi puño se estrelló contra su mandíbula. El caos estalló. Él, el "enfermo terminal", me amenazó con hundirme. Justo cuando estaba a punto de golpearlo de nuevo, la policía irrumpió. Ricardo y Sofía, actuando como víctimas, me arrojaron a la cárcel. "Él es mi esposo, pero Ricardo y yo estamos juntos. Armando se volvió loco", declaró Sofía, y me convertí en el villano de su historia. En la celda, una idea se forjó: el verdadero poder no era el dinero ni la fama, sino quienes los controlaban. Había una pieza clave que ellos no esperaban. "No voy a pagarle ni un centavo", le dije al detective. Estaba harto de ser el perdedor. "Lo siento, Armando. Todo se salió de control", me dijo Sofía al día siguiente, pálida y arrepentida. "¿Se salió de control? ¿O simplemente siguió el guion que ustedes escribieron?", le espeté. Pero luego, una sonrisa fría: "Necesitamos hablar. Los tres. En un lugar neutral. Mañana." Ricardo, con aire de magnate, me ofreció un cheque con ceros infinitos para que desapareciera. Lo rompí en pedazos. "Qué generoso para un hombre que se está muriendo", le dije. "Nos falta una persona. La más importante, la que realmente tiene el poder aquí. La que paga por tus cigarros cubanos, Ricardo." Y justo entonces, la puerta de la suite se abrió, revelando a Isabella Vargas, la esposa de Ricardo, "La Viuda Negra".

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