Tu Traición En Nuestro Gran Día

Tu Traición En Nuestro Gran Día

Gavin

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Capítulo

El sol brillaba con insolencia el día de mi boda, como si el universo conspirara para celebrar mi felicidad. Vestida de blanco, me excusé para tomar un respiro, un último momento como Sofía antes de convertirme en la Sra. de Ricardo. Pero en un rincón apartado del jardín, los encontré: Ricardo, mi prometido, besando apasionadamente a Camila, mi mejor amiga de la infancia. La imagen nítida de sus labios unidos me robó el aliento, tiñendo mi pureza nupcial con la humillante mancha de la traición. Ni siquiera se inmutaron, su sonrisa cínica sellando mi destino. Cuando los confronté, Ricardo lo llamó un "pequeño inconveniente", y Camila, con voz dulzona, lo justificó como un "impulso" por los nervios previos a la boda. ¿Un impulso? ¿Un error? El collar de diamantes con forma de mariposa, el primer regalo que Ricardo me hizo, brillaba en el cuello de Camila, revelando la premeditación de su engaño. "El traidor y la ladrona" , les espeté, el asco superando mi dolor. En el hospital, al borde de la muerte por su "olvido" de mis alergias, Ricardo aún la eligió a ella, llevándole rosas y croissants de almendra a Camila, para quien yo era solo un inconveniente logístico. Su "preocupación" por su cómplice era tan clara como su indiferencia hacia mi vida. Al final, supe que no había sido un error, sino un plan, una manipulación: Camila misma lo admitió, y me grabé. Con el video como mi arma, lo publiqué, haciendo añicos su reputación, mientras mis padres me daban la espalda por "destruir" su negocio. Ricardo, desesperado, me siguió a otro continente, escenificando una patética propuesta pública. Pero ya no era aquella Sofía ingenua. Denuncié su acoso a la policía, me despidí de mis crueles padres y de su amor condicional. Ahora, en una nueva tierra, libre de los restos de su traición, la única promesa que me importaba era amarme a mí misma.

Introducción

El sol brillaba con insolencia el día de mi boda, como si el universo conspirara para celebrar mi felicidad.

Vestida de blanco, me excusé para tomar un respiro, un último momento como Sofía antes de convertirme en la Sra. de Ricardo.

Pero en un rincón apartado del jardín, los encontré: Ricardo, mi prometido, besando apasionadamente a Camila, mi mejor amiga de la infancia.

La imagen nítida de sus labios unidos me robó el aliento, tiñendo mi pureza nupcial con la humillante mancha de la traición.

Ni siquiera se inmutaron, su sonrisa cínica sellando mi destino.

Cuando los confronté, Ricardo lo llamó un "pequeño inconveniente", y Camila, con voz dulzona, lo justificó como un "impulso" por los nervios previos a la boda.

¿Un impulso? ¿Un error? El collar de diamantes con forma de mariposa, el primer regalo que Ricardo me hizo, brillaba en el cuello de Camila, revelando la premeditación de su engaño.

"El traidor y la ladrona" , les espeté, el asco superando mi dolor.

En el hospital, al borde de la muerte por su "olvido" de mis alergias, Ricardo aún la eligió a ella, llevándole rosas y croissants de almendra a Camila, para quien yo era solo un inconveniente logístico.

Su "preocupación" por su cómplice era tan clara como su indiferencia hacia mi vida.

Al final, supe que no había sido un error, sino un plan, una manipulación: Camila misma lo admitió, y me grabé.

Con el video como mi arma, lo publiqué, haciendo añicos su reputación, mientras mis padres me daban la espalda por "destruir" su negocio.

Ricardo, desesperado, me siguió a otro continente, escenificando una patética propuesta pública.

Pero ya no era aquella Sofía ingenua. Denuncié su acoso a la policía, me despidí de mis crueles padres y de su amor condicional.

Ahora, en una nueva tierra, libre de los restos de su traición, la única promesa que me importaba era amarme a mí misma.

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Mi médico suspiró, confirmando lo inevitable: mi leucemia estaba en etapa terminal, y yo solo anhelaba la paz de la muerte. Para mí, morir no era una pena, sino la única liberación de una culpa que nadie, excepto él, entendía. Luego, mi teléfono sonó, y la voz fría de Mateo Ferrari, mi jefe y antiguo amor, me arrastró de nuevo a un purgatorio autoimpuesto. Cinco años atrás, en los viñedos de Mendoza, su hermana y mi mejor amiga, Valeria, me empujó por la ventana para salvarme de unos asaltantes. Su grito y el sonidFmao de un disparo resonaron mientras huía, y cuando la policía me encontró, Mateo me sentenció con un odio helado: "Tú la dejaste morir. Es tu culpa." Desde entonces, cada día ha sido una expiación, una condena silenciosa bajo la crueldad de Mateo. Él me humillaba, me obligaba a beber hasta que mi cuerpo dolía, disfrutando mi sufrimiento como parte de esa penitencia interminable. Mi existencia se consumía bajo su sombra, una lenta autodestrucción en busca del final. La leucemia era solo el último acto de esta tragedia personal, la forma final de un pago que creía deber. ¿Por qué yo había sobrevivido para cargar con esta culpa insoportable y el odio de quienes una vez amé? Solo ansiaba el final, la paz que la vida me había negado, el perdón de Valeria. Una noche, tras una humillación brutal, una hemorragia masiva me llevó al borde de la muerte. Sin embargo, el rostro angustiado de mi amigo Andrés, y la inocencia de una niña que lo acompañaba, Luna, me abrieron una grieta de luz inesperada. ¿Podría haber una promesa más allá de la muerte, una oportunidad para el perdón y una nueva vida que no fuera de expiación?

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