Sangre Curativa: Un Amor Mortal

Sangre Curativa: Un Amor Mortal

Gavin

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Capítulo

El olor a desinfectante y muerte llenaba mis pulmones, un escalofriante recordatorio de mi vida anterior que se negaba a desvanecerse. Sentí el frío de la camilla metálica contra mi piel, el mismo frío que sentí mientras mi propia sangre, la sangre que podía curar, se escapaba de mis venas abiertas. Fue un sacrificio inútil, un acto de crueldad orquestado por el hombre al que había salvado: Ricardo de la Vega. Lo curé de una parálisis que lo había confinado a una silla de ruedas. La familia de la Vega, en su desesperación, había prometido públicamente que quien sanara a su heredero se convertiría en la matriarca de la familia. Así que, cuando logré que Ricardo volviera a caminar, me vi forzada a casarme con él, un hombre al que no amaba y que me despreciaba en secreto. Él amaba a otra, a Camila Torres, su novia de toda la vida. Ella, supuestamente, había escalado el Popocatépetl para buscar una hierba legendaria para él, una prueba de amor que terminó en tragedia. La noticia de nuestro matrimonio forzado la distrajo, cayó por un barranco y su cuerpo desapareció en la nieve. Un año después, encontraron su cuerpo congelado, perfecto y sin vida. Ricardo, loco de dolor y resentimiento, me arrastró hasta ella, me puso un cuchillo en la mano y me ordenó que me cortara las venas, que la reviviera con mi sangre milagrosa. Morí desangrada, viendo cómo mi vida se derramaba sobre el cadáver de mi rival, sin que ella diera la más mínima señal de vida. Pero entonces, abrí los ojos. No estaba en una morgue fría, sino en mi humilde casa en las afueras de la Ciudad de México. Miré el calendario, la fecha me heló la sangre y luego me llenó de una euforia salvaje: era el día exacto en que la familia de la Vega vino a buscarme por primera vez. Había vuelto. Esta vez, las cosas serían diferentes.

Introducción

El olor a desinfectante y muerte llenaba mis pulmones, un escalofriante recordatorio de mi vida anterior que se negaba a desvanecerse.

Sentí el frío de la camilla metálica contra mi piel, el mismo frío que sentí mientras mi propia sangre, la sangre que podía curar, se escapaba de mis venas abiertas.

Fue un sacrificio inútil, un acto de crueldad orquestado por el hombre al que había salvado: Ricardo de la Vega.

Lo curé de una parálisis que lo había confinado a una silla de ruedas.

La familia de la Vega, en su desesperación, había prometido públicamente que quien sanara a su heredero se convertiría en la matriarca de la familia.

Así que, cuando logré que Ricardo volviera a caminar, me vi forzada a casarme con él, un hombre al que no amaba y que me despreciaba en secreto.

Él amaba a otra, a Camila Torres, su novia de toda la vida.

Ella, supuestamente, había escalado el Popocatépetl para buscar una hierba legendaria para él, una prueba de amor que terminó en tragedia.

La noticia de nuestro matrimonio forzado la distrajo, cayó por un barranco y su cuerpo desapareció en la nieve.

Un año después, encontraron su cuerpo congelado, perfecto y sin vida.

Ricardo, loco de dolor y resentimiento, me arrastró hasta ella, me puso un cuchillo en la mano y me ordenó que me cortara las venas, que la reviviera con mi sangre milagrosa.

Morí desangrada, viendo cómo mi vida se derramaba sobre el cadáver de mi rival, sin que ella diera la más mínima señal de vida.

Pero entonces, abrí los ojos.

No estaba en una morgue fría, sino en mi humilde casa en las afueras de la Ciudad de México.

Miré el calendario, la fecha me heló la sangre y luego me llenó de una euforia salvaje: era el día exacto en que la familia de la Vega vino a buscarme por primera vez.

Había vuelto.

Esta vez, las cosas serían diferentes.

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