Silencio de Venganza, Paz Encontrada

Silencio de Venganza, Paz Encontrada

Gavin

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El aire de la Ciudad de México era pesado, como mi corazón, mientras luchaba lavando platos para liberar a Sasha, la mujer que amaba. Vendí la finca de mi familia, mi sustento, cada centavo, todo por ella. Un día, mi hermano Patrick, de solo diecisiete años, apareció con el dinero para su fianza, con una palidez que no me gustó. Mi desesperación me cegó, me negué a preguntar cómo lo obtuvo, solo quería a Sasha de vuelta. Pero al llegar a la prisión, escuché su voz, fría y calculadora, hablando con Máximo, un hombre arrogante. "Ya vendió la finca, no le queda nada. Lo importante es que solo nuestro hijo heredará el imperio Ramírez", dijo Sasha, con el vientre abultado, desvelando la grotesca farsa. Ella, Sasha Ramírez, la heredera de un magnate, había fingido su pobreza, su encierro, todo para deshacerse de mí, para que su hijo, con la médula ósea "comprada" de un desconocido, heredara. El "trabajito" de Patrick, el dinero en mis manos, ardía. Corrí a casa, el presentimiento me helaba la sangre, y allí lo encontré: Patrick, muerto, con los labios azules, y una nota que decía "Para Sasha, para que sea libre" junto a un folleto de donación de médula ósea. Mi hermano había entregado su vida en una clínica clandestina, vendido su médula al mejor postor por mi engaño, por la mentira de Sasha. Su sacrificio, su vida, ¿por qué? ¿Para que los verdaderos culpables de su muerte, Sasha y Máximo, aseguraran la vida de su hijo con la médula de mi propio hermano? Con el corazón hecho pedazos, vi sus cenizas, lo único que me quedaba de él, de mi familia, esparcirse por el suelo de nuestro humilde cuarto, pisoteadas por los matones de Máximo. En ese instante, la desesperación se quebró y dio paso a una calma gélida: agarré el cuchillo de mi hermano y supe qué hacer. León Castillo había muerto allí, pero alguien más debía pagar.

Introducción

El aire de la Ciudad de México era pesado, como mi corazón, mientras luchaba lavando platos para liberar a Sasha, la mujer que amaba.

Vendí la finca de mi familia, mi sustento, cada centavo, todo por ella.

Un día, mi hermano Patrick, de solo diecisiete años, apareció con el dinero para su fianza, con una palidez que no me gustó.

Mi desesperación me cegó, me negué a preguntar cómo lo obtuvo, solo quería a Sasha de vuelta.

Pero al llegar a la prisión, escuché su voz, fría y calculadora, hablando con Máximo, un hombre arrogante.

"Ya vendió la finca, no le queda nada. Lo importante es que solo nuestro hijo heredará el imperio Ramírez", dijo Sasha, con el vientre abultado, desvelando la grotesca farsa.

Ella, Sasha Ramírez, la heredera de un magnate, había fingido su pobreza, su encierro, todo para deshacerse de mí, para que su hijo, con la médula ósea "comprada" de un desconocido, heredara.

El "trabajito" de Patrick, el dinero en mis manos, ardía.

Corrí a casa, el presentimiento me helaba la sangre, y allí lo encontré: Patrick, muerto, con los labios azules, y una nota que decía "Para Sasha, para que sea libre" junto a un folleto de donación de médula ósea.

Mi hermano había entregado su vida en una clínica clandestina, vendido su médula al mejor postor por mi engaño, por la mentira de Sasha.

Su sacrificio, su vida, ¿por qué? ¿Para que los verdaderos culpables de su muerte, Sasha y Máximo, aseguraran la vida de su hijo con la médula de mi propio hermano?

Con el corazón hecho pedazos, vi sus cenizas, lo único que me quedaba de él, de mi familia, esparcirse por el suelo de nuestro humilde cuarto, pisoteadas por los matones de Máximo.

En ese instante, la desesperación se quebró y dio paso a una calma gélida: agarré el cuchillo de mi hermano y supe qué hacer.

León Castillo había muerto allí, pero alguien más debía pagar.

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Durante siete años, intenté ser la prometida perfecta para Iván en Buenos Aires, una vida que parecía destinada a la felicidad. Pero un día, mi mundo se desmoronó: Iván, mi prometido, manipuló fotos íntimas y las esparció por toda la ciudad para deshacerse de mí, provocando la muerte de mi padre viticultor de un infarto. En medio de esa humillación y pérdida, Máximo, mi amigo de la infancia supuestamente enamorado de mí, se convirtió en mi único pilar, asumiendo los arreglos del funeral y proponiéndome matrimonio. Tres años después, embarazada de ocho meses, me vi obligada a escuchar la verdad en el aparcamiento de un hospital, una revelación que detuvo mi respiración. Máximo, a quien consideraba mi salvador y el padre de mi hijo, admitió haber orquestado la muerte de mi padre para que su riñón salvara a mi hermanastra Sofía, y se casó conmigo solo para apartarme del camino de su amada. Mi padre no murió de un infarto, fue asesinado. El hombre que decían ser mi salvador era el arquitecto de mi ruina. Con el corazón destrozado, regresé a la consulta del ginecólogo. "Doctora, quiero interrumpir el embarazo", pedí, una decisión inquebrantable para que ese hombre no fuera el padre de mi hijo. Salí del hospital, pálida y sangrando, con un plan macabro fraguándose en mi interior. Compré una caja de madera y coloqué en ella el pequeño cuerpo ensangrentado de mi hijo. Me puse una barriga falsa, una prótesis de silicona que parecía real. Esa noche, cuando Máximo volvió a casa, borracho de malbec y sintiéndose culpable, yo ya estaba lista para entregarle su "regalo", la primera pieza de mi devastadora venganza.

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La música de la fiesta ya había cesado, pero en mi cabeza el zumbido del champán y la creciente sensación de que algo andaba terriblemente mal apenas comenzaban. En el bautizo del primer sobrino de mi flamante esposo, Máximo, mis padres habían honrado la unión con un lujoso regalo que estaba a punto de convertirse en mi peor pesadilla. Cuando el gerente del club deslizó la factura sobre la mesa, el número astronómico me hizo parpadear, pensando que era un error de imprenta, pero la ira ya burbujeaba en mi interior. Mi corazón se aceleró al ver el desglose: diez botellas de tequila "Ley del Diamante", cajas de puros Cohiba Behike, un reloj Rolex... ¿y la "restauración de una obra de arte"? Fue entonces cuando vi la sonrisa triunfante de mi suegra, Yolanda, entre su ruidoso clan, y comprendí que todo había sido una estafa perfectamente orquestada para robarme. Máximo, mi supuesto protector, se arrodilló, con lágrimas falsas, mostrándome pagarés por la deuda que su madre había contraído, diciendo que era una "deuda matrimonial" que debíamos pagar juntos. Yolanda me amenazó: o yo pagaba la deuda de su hijo o cedía mi apartamento, justificándolo como el "deber de una esposa". Mi propia casa se había convertido en mi prisión, rodeada de buitres, y el hombre que juró amarme y protegerme, me había vendido a su madre. La traición me golpeó con la fuerza de un puñetazo, dejándome sin aliento, ¿cómo pude ser tan ciega? En ese momento de máxima humillación y peligro, mientras los parientes de Máximo me rodeaban con ojos llenos de violencia, una fría venganza nació en mí: activé mi plan de contingencia y marqué el 911. Esa noche, cuando la policía irrumpió y detuvo a Máximo junto a su familia, supe que no solo había recuperado mi libertad y dignidad, sino que el verdadero juego apenas comenzaba. Le ofrecí un trato: retiraría los cargos más graves contra su preciosa madre a cambio de un divorcio inmediato, sin condiciones y sin compensación. Ese fue solo el primer paso de un plan meticulosamente trazado, pues mi venganza fría y calculadora apenas estaba comenzando.

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