Me Pertenece a Escenario

Me Pertenece a Escenario

Gavin

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Capítulo

La fiesta en la fastuosa finca de Mateo, mi marido, estaba en su apogeo. El aire olía a azahar y a un futuro que ya no me pertenecía. Yo, Elena, su esposa durante nueve largos años, observaba todo desde un rincón, siempre la figura decorativa. De repente, la música se detuvo, como si el destino aguardara mi humillación. Mateo, impasible, se puso en el centro del patio, anunciando ante todos que Sofía, su amante, le daría un heredero. Ella, con una mano en su vientre apenas abultado, sonreía con una suficiencia que me heló la sangre. Los aplausos y felicitaciones llovieron, borrándome de mi existencia. Más tarde, el desprecio se hizo tangible: me ordenó atender a los invitados como una sirvienta, y luego, con la complicidad de Sofía, me echó de mi propia habitación principal. Mientras metía mis pertenencias en una maleta, escuché a Sofía reír: "Es como un perro faldero, hará lo que le digas". Pero la verdadera herida llegó cuando intentó arrebatarme la bata de cola de mi bisabuela, una reliquia de mi familia de Triana, para que Sofía la usara. La seda se rasgó con un sonido horrendo, al igual que algo dentro de mí, desatando una crisis de arritmia que me dejó sin aliento en el suelo. Con mi corazón desbocado y la reliquia rota en mis manos, él me miró con desprecio: "No empieces con tus dramas. Siempre haces lo mismo para llamar la atención". Mi esposo, el padre de mi futuro hijo, me dejó allí, luchando por cada bocanada de aire, solo para llevar a su amante al hospital. ¿Acaso toda mi vida había sido una farsa? ¿Era yo tan insignificante? Pero ese día, tirada en el frío suelo, algo diferente se rompió dentro de mí: no era solo el dolor, era mi sumisión. Marqué, por primera vez en nueve años, el número de Javier. Desde las profundidades de mi prisión, le rogué: "Sácame de aquí, Javier. Me ha encerrado". Esa noche, salté por la ventana, dejando atrás no solo la finca, sino una vida de humillación, lista para renacer.

Introducción

La fiesta en la fastuosa finca de Mateo, mi marido, estaba en su apogeo. El aire olía a azahar y a un futuro que ya no me pertenecía. Yo, Elena, su esposa durante nueve largos años, observaba todo desde un rincón, siempre la figura decorativa.

De repente, la música se detuvo, como si el destino aguardara mi humillación. Mateo, impasible, se puso en el centro del patio, anunciando ante todos que Sofía, su amante, le daría un heredero. Ella, con una mano en su vientre apenas abultado, sonreía con una suficiencia que me heló la sangre.

Los aplausos y felicitaciones llovieron, borrándome de mi existencia. Más tarde, el desprecio se hizo tangible: me ordenó atender a los invitados como una sirvienta, y luego, con la complicidad de Sofía, me echó de mi propia habitación principal. Mientras metía mis pertenencias en una maleta, escuché a Sofía reír: "Es como un perro faldero, hará lo que le digas".

Pero la verdadera herida llegó cuando intentó arrebatarme la bata de cola de mi bisabuela, una reliquia de mi familia de Triana, para que Sofía la usara. La seda se rasgó con un sonido horrendo, al igual que algo dentro de mí, desatando una crisis de arritmia que me dejó sin aliento en el suelo.

Con mi corazón desbocado y la reliquia rota en mis manos, él me miró con desprecio: "No empieces con tus dramas. Siempre haces lo mismo para llamar la atención". Mi esposo, el padre de mi futuro hijo, me dejó allí, luchando por cada bocanada de aire, solo para llevar a su amante al hospital. ¿Acaso toda mi vida había sido una farsa? ¿Era yo tan insignificante?

Pero ese día, tirada en el frío suelo, algo diferente se rompió dentro de mí: no era solo el dolor, era mi sumisión. Marqué, por primera vez en nueve años, el número de Javier. Desde las profundidades de mi prisión, le rogué: "Sácame de aquí, Javier. Me ha encerrado". Esa noche, salté por la ventana, dejando atrás no solo la finca, sino una vida de humillación, lista para renacer.

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