Mi Hermana, Mi Pesadilla

Mi Hermana, Mi Pesadilla

Gavin

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Capítulo

El dulce aroma a almendras tostadas llenaba mi pastelería, un santuario de paz. Durante cinco años, Javier, mi novio guapo y el guía turístico del pueblo, y yo, la pastelera, habíamos sido la pareja perfecta, un ensueño andaluz. Pero esa noche, su teléfono vibró en el mostrador, boca abajo, mostrando el mensaje de una tal "Chloe": "Extraño tus explicaciones... y tu sonrisa. ¿Cuándo nos volveremos a ver?", seguido de un emoji de beso. La confrontación estalló, amarga y predecible. Necesitaba espacio, lejos de sus excusas y mis acusaciones. Decidí pasar la noche en la casa de mi abuela, un refugio solitario. "Claro, cariño. Tómate tu tiempo", dijo Javier, aparentemente aliviado. Ninguno de los dos sabía que esa decisión sería el primer escalón hacia el infierno. A la mañana siguiente, el trueno de su voz me despertó. "¡Sofía! ¿¡Qué demonios has hecho!? ¡Mira tu teléfono ahora mismo!". Abrí las redes sociales y vi un vídeo. Explícito. De mí. O de alguien idéntica a mí, riendo, bebiendo, y besando a varios hombres casados del pueblo. Se había vuelto viral. Javier, sin dudarlo, me colgó: "Se acabó. No quiero volver a verte. Para mí, estás muerta". Mi mundo se derrumbó. Los mensajes de insultos y amenazas llovían, mi reputación, construida con años de sudor y dulzura, hecha añicos. Incluso la mirada de mis padres, aunque intentaban creerme, estaba cargada de vergüenza. "¡No soy yo! ¡Es un montaje! ¡Estuve en casa de la abuela toda la noche, lo juro!", grité desesperada. Pero las pruebas se apilaban: el propietario de la casa rural, un viejo enemigo de mi padre, presentó un registro con mi firma. Y luego, el golpe final: el ADN encontrado en la habitación coincidía con el mío. Todo, el vídeo, la firma, el ADN, apuntaba a mí. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser esto tan real si yo no estuve allí? La tortura de los interrogatorios continuó. "Todas las pruebas dicen lo contrario", dijo el sargento. Pero en medio de la humillación, una pequeña luz: mi firma. "Esa no es mi firma actual", dije, una oleada de adrenalina barriendo mi desesperación. "Hace un año, una quemadura en mi mano derecha cambió mi forma de firmar. Solo mi banco y yo lo sabemos". Esta ínfima cicatriz, esta minúscula inconsistencia, era mi única esperanza. Una esperanza que, sin saberlo, revelaría una verdad mucho más oscura y personal de lo que jamás pude imaginar.

Introducción

El dulce aroma a almendras tostadas llenaba mi pastelería, un santuario de paz. Durante cinco años, Javier, mi novio guapo y el guía turístico del pueblo, y yo, la pastelera, habíamos sido la pareja perfecta, un ensueño andaluz. Pero esa noche, su teléfono vibró en el mostrador, boca abajo, mostrando el mensaje de una tal "Chloe": "Extraño tus explicaciones... y tu sonrisa. ¿Cuándo nos volveremos a ver?", seguido de un emoji de beso.

La confrontación estalló, amarga y predecible. Necesitaba espacio, lejos de sus excusas y mis acusaciones. Decidí pasar la noche en la casa de mi abuela, un refugio solitario. "Claro, cariño. Tómate tu tiempo", dijo Javier, aparentemente aliviado. Ninguno de los dos sabía que esa decisión sería el primer escalón hacia el infierno.

A la mañana siguiente, el trueno de su voz me despertó. "¡Sofía! ¿¡Qué demonios has hecho!? ¡Mira tu teléfono ahora mismo!". Abrí las redes sociales y vi un vídeo. Explícito. De mí. O de alguien idéntica a mí, riendo, bebiendo, y besando a varios hombres casados del pueblo. Se había vuelto viral. Javier, sin dudarlo, me colgó: "Se acabó. No quiero volver a verte. Para mí, estás muerta". Mi mundo se derrumbó. Los mensajes de insultos y amenazas llovían, mi reputación, construida con años de sudor y dulzura, hecha añicos. Incluso la mirada de mis padres, aunque intentaban creerme, estaba cargada de vergüenza.

"¡No soy yo! ¡Es un montaje! ¡Estuve en casa de la abuela toda la noche, lo juro!", grité desesperada. Pero las pruebas se apilaban: el propietario de la casa rural, un viejo enemigo de mi padre, presentó un registro con mi firma. Y luego, el golpe final: el ADN encontrado en la habitación coincidía con el mío. Todo, el vídeo, la firma, el ADN, apuntaba a mí. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser esto tan real si yo no estuve allí?

La tortura de los interrogatorios continuó. "Todas las pruebas dicen lo contrario", dijo el sargento. Pero en medio de la humillación, una pequeña luz: mi firma. "Esa no es mi firma actual", dije, una oleada de adrenalina barriendo mi desesperación. "Hace un año, una quemadura en mi mano derecha cambió mi forma de firmar. Solo mi banco y yo lo sabemos". Esta ínfima cicatriz, esta minúscula inconsistencia, era mi única esperanza. Una esperanza que, sin saberlo, revelaría una verdad mucho más oscura y personal de lo que jamás pude imaginar.

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5.0

El aire denso y sofocante de la habitación de hotel barata me asfixiaba. Frente al espejo manchado, la joven de ojos vacíos que me devolvía la mirada era casi una extraña. Pero el montón de billetes en la mesita de noche era real, sucio, tangible. Cien mil pesos. El precio, me convencía, de la vida de Alejandro. Por él, todo valía la pena; incluso la pureza que había sacrificado. Con el corazón latiéndome entre la esperanza y el pánico, corrí al hospital, el olor familiar a antiséptico prometiendo un nuevo comienzo. Pero al doblar la esquina, risas. No, no risas de alivio, sino carcajadas burlonas; la voz de Valeria, mi detestable rival, seguida por la de Alejandro. "¿En serio te creíste que esa tonta iba a conseguir la lana?" , dijo Valeria. "Claro que sí, mi amor. Sofía es tan ingenua... Le monté el numerito del enfermo terminal y se lo tragó enterito. Ya debe estar vendiendo hasta el alma para juntar el dinero" , respondió Alejandro. El suelo bajo mis pies se derrumbó. Su enfermedad, nuestro amor, todo era una farsa cruel. Una elaborada venganza por una beca que yo gané con mi esfuerzo. "Cuando traiga el dinero, la grabaré... Será la humillación de su vida" , susurró Alejandro, su voz conspiradora. Ahogué un sollozo, el dolor físico y emocional era insoportable. Me habían golpeado, manipulado, usado para el entretenimiento de una audiencia cruel. ¿Por qué? ¿Por qué esta maldad? En medio de mi desesperación, el teléfono sonó. Una llamada de Londres. La inoportuna noticia de un abuelo al que creía muerto para mí. Pero en ese instante de quiebre, una idea. Una única y afilada oportunidad para escapar. Decidí que no me destruirían. Esta vez, se acabó la Sofía ingenua. Ahora solo quedaba una Sofía decidida a contraatacar. Y ellos, mis torturadores, pagarían.

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