La Jugadora Nunca Derrota

La Jugadora Nunca Derrota

Gavin

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Capítulo

El olor a levadura y a pan recién hecho era el único consuelo de mi vida. Nuestra panadería, el legado de mis padres, era mi mundo, un santuario de trabajo duro y esperanza. Pero esa noche, mi hermano Mateo, destrozado, me dijo que lo había perdido todo en una partida de truco contra Ricardo, "El Gallo". Veinte mil dólares: los ahorros de mamá, el aguinaldo, el préstamo para el horno. El silencio en la cocina se volvió un hueco, un abismo que tragó nuestra esperanza. El futuro, que antes olía a pan caliente, ahora apestaba a ceniza. Habíamos perdido la casa, el sudor de papá, nuestro porvenir. Mateo sollozaba, suplicando que huyéramos. "¡Se reirá de nosotros!", decía. Sentí un frío antiguo, no del suelo, sino de un pasado olvidado. ¿Cómo podía un hombre destruirnos tanto? Tomé los últimos quinientos dólares y los papeles de la propiedad. Con una calma gélida que asustó a mi hermano más que un grito. "Llévame con Ricardo", le ordené. Porque la panadera estaba a punto de recordar la daga helada en su alma.

Introducción

El olor a levadura y a pan recién hecho era el único consuelo de mi vida. Nuestra panadería, el legado de mis padres, era mi mundo, un santuario de trabajo duro y esperanza.

Pero esa noche, mi hermano Mateo, destrozado, me dijo que lo había perdido todo en una partida de truco contra Ricardo, "El Gallo". Veinte mil dólares: los ahorros de mamá, el aguinaldo, el préstamo para el horno.

El silencio en la cocina se volvió un hueco, un abismo que tragó nuestra esperanza. El futuro, que antes olía a pan caliente, ahora apestaba a ceniza. Habíamos perdido la casa, el sudor de papá, nuestro porvenir.

Mateo sollozaba, suplicando que huyéramos. "¡Se reirá de nosotros!", decía. Sentí un frío antiguo, no del suelo, sino de un pasado olvidado. ¿Cómo podía un hombre destruirnos tanto?

Tomé los últimos quinientos dólares y los papeles de la propiedad. Con una calma gélida que asustó a mi hermano más que un grito. "Llévame con Ricardo", le ordené. Porque la panadera estaba a punto de recordar la daga helada en su alma.

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El aroma familiar del mole, promesa de un futuro brillante y una beca codiciada, llenaba la cocina de la escuela mientras Sofía Romero se preparaba para el examen final. Justo entonces, un empujón brutal de Daniela Vargas la lanzó contra la estufa, escaldándole el brazo y destrozando su plato. "¿Qué crees que haces, gata arrimada?", espetó Daniela, acusándola de ladrona y de robar la receta ancestral de su familia, la misma que había sido la tradición de los Romero por generaciones. Ignorando a Don Manuel, el viejo ayudante que conocía el pacto secreto, Daniela hundió el preciado cucharón familiar de Sofía en su mole, tirándolo al suelo con desprecio, mientras sus amigas se burlaban de Sofía por "coquetear" con Ricardo Vargas. La humillación culminó en una agresión salvaje: Daniela, con la ayuda de sus cómplices, la tiró al suelo, y con un crujido nauseabundo, le rompió la mano con el tacón. El dolor era insoportable, pero la traición de saber que Armando, el mayordomo que conocía la verdad del pacto que ligaba el destino de los Vargas a su familia, se puso de lado de Daniela, fue aún peor. La advertencia de Sofía, "Están acabando con su propia fortuna", se cernía sobre ellos, pero Daniela solo aumentó la humillación, cubriéndola de harina. En ese instante de abrumadora desesperación y abandono, un pensamiento le dio fuerza: Ricardo Vargas. Ricardo llegó, interponiéndose entre Sofía y su familia, llevándola al hospital y revelando que él conocía el pacto ancestral. "El pacto no está roto, Sofía", le dijo. "Solo está buscando un nuevo ancla. Un nuevo pacto. Entre tu familia y la mía. Mi rama de la familia." Con la decisión de Ricardo de protegerla y establecer un nuevo pacto, Sofía, la chica de origen humilde, se levantaría de las cenizas.

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El sonido de mi guitarra, mi pasión, resonaba hueco en la hacienda que por diez años llamé hogar, un desafío silencioso a Diego, el hombre al que entregué mi alma y mi genio para construir su imperio de tequila. Pero su respuesta fue una traición helada: "Ximena, deja de hacer numeritos y sube a mi despacho. Ahora" . Y allí, sentado tras su imponente escritorio de caoba, me soltó la humillación más grande: "Quiero que tú y tu mariachi toquen en mi boda" . La boda que me había prometido a mí. No solo me descartaba por otra mujer, Sofía, sino que me exigía ponerle banda sonora a mi propia aniquilación, a mi propia traición. El golpe más cruel llegó en un susurro venenoso desde el pasillo, de boca de su lugarteniente, "El Chato", pero con las frías palabras de Diego resonando: "Ximena es buena para el negocio, para la guerra, para la calle. Pero para casarme, necesito algo… más puro. Una niña bien, educada, limpia. Ximena ya está muy corrida, muy vivida" . Cada palabra era un puñal que me desgarraba: "Sucia", "corrida", "vivida". Así me veía el hombre a quien le había dado todo, solo una herramienta para desechar cuando ya no le servía, valiendo menos que la inocencia fabricada de una desconocida. El dolor fue insoportable, pero en el fondo de ese abismo, algo se encendió: la rabia. La humillación se transformó en una determinación inquebrantable. Me levanté, la cabeza alta, y con una sonrisa forzada le dije: "Claro, Diego. Será un honor tocar en tu boda" . Pero esa no era Ximena, la víctima; era Ximena, la guerrera, a punto de desatar su venganza.

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