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Las 99 Marcas de mi Libertad

Las 99 Marcas de mi Libertad

Gavin

5.0
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11
Capítulo

Javier era la estrella del tablao de Isabela, su baile flamenco, puro alma y fuego. Durante cinco años, su dedicación había forjado su lugar, un lugar ganado y mantenido por una "deuda" impuesta que lo ataba a Isabela, y que él diligentemente pagaba. Pero entonces, Mateo, el antiguo amor de Isabela, regresó de la nada, y con él, la verdad de su existencia en ese lugar se torció brutalmente. Isabela, cegada por la nostalgia, lo elevó instantáneamente, relegándolo a la sombra, a un mero acompañamiento. Su dignidad se desmoronaba con cada paso que daba en el fondo del escenario, mientras Mateo robaba el aplauso que una vez fue suyo. No contento con eso, destruyó lo único que le quedaba de su abuelo, su medalla de plata, como si pulverizara su último vínculo con el pasado. La noche del estreno, en un oscuro callejón, dos sombras lo inmovilizaron y un crujido espantoso anunció el fin de su carrera: su tobillo, destrozado, yacía en un ángulo antinatural. Y justo cuando el dolor lo ahogaba, Isabela apareció, solo para elegir la pantomima de ataque de pánico de Mateo sobre la agonía real de él. ¿Por qué él, que le había dado todo, que había soportado 99 heridas en nombre de una gratitud mal entendida, era tan fácilmente desechable? ¿Cómo pudo ser ella tan ciega, tan cruel, tan ajena a la verdad de su propia historia? Mientras la soledad lo envolvía en aquel callejón, dibujó la última marca en su cuaderno: la número 99. La deuda estaba saldada. Su cuerpo roto, su orgullo pisoteado, pero por fin, era libre. Dejó el cuaderno y una nota de "Deuda saldada" en su escritorio, y cojeando, se marchó para no volver jamás.

Introducción

Javier era la estrella del tablao de Isabela, su baile flamenco, puro alma y fuego.

Durante cinco años, su dedicación había forjado su lugar, un lugar ganado y mantenido por una "deuda" impuesta que lo ataba a Isabela, y que él diligentemente pagaba.

Pero entonces, Mateo, el antiguo amor de Isabela, regresó de la nada, y con él, la verdad de su existencia en ese lugar se torció brutalmente.

Isabela, cegada por la nostalgia, lo elevó instantáneamente, relegándolo a la sombra, a un mero acompañamiento.

Su dignidad se desmoronaba con cada paso que daba en el fondo del escenario, mientras Mateo robaba el aplauso que una vez fue suyo.

No contento con eso, destruyó lo único que le quedaba de su abuelo, su medalla de plata, como si pulverizara su último vínculo con el pasado.

La noche del estreno, en un oscuro callejón, dos sombras lo inmovilizaron y un crujido espantoso anunció el fin de su carrera: su tobillo, destrozado, yacía en un ángulo antinatural.

Y justo cuando el dolor lo ahogaba, Isabela apareció, solo para elegir la pantomima de ataque de pánico de Mateo sobre la agonía real de él.

¿Por qué él, que le había dado todo, que había soportado 99 heridas en nombre de una gratitud mal entendida, era tan fácilmente desechable?

¿Cómo pudo ser ella tan ciega, tan cruel, tan ajena a la verdad de su propia historia?

Mientras la soledad lo envolvía en aquel callejón, dibujó la última marca en su cuaderno: la número 99.

La deuda estaba saldada.

Su cuerpo roto, su orgullo pisoteado, pero por fin, era libre.

Dejó el cuaderno y una nota de "Deuda saldada" en su escritorio, y cojeando, se marchó para no volver jamás.

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Estaba en el Ayuntamiento de Sevilla, lista para casarme con Javier, el torero del momento, cuya carrera había financiado durante años, esperando que al fin me amara. Pero en ese preciso instante, un niño irrumpió gritando "¡Papá!", seguido por una mujer, Isabel, la cantaora que fue su antigua amante. Javier, con una sonrisa cínica, me anunció que se casaría con ella "por honor" al haber descubierto que el niño era su hijo. Me dijo que nuestro amor no cambiaría, que su matrimonio sería una farsa, y que en un par de años volveríamos a nuestros planes. Lo vi entrar al Ayuntamiento con ella, y mi mundo no se rompió, solo sentí un frío absoluto. Esa misma noche, regresé a mi carmen, el hogar que había decorado con tanto cariño para él, y lo encontré saqueado. Isabel usaba mi kimono de seda, su hijo destrozaba mi guitarra, y mi mantón de Manila, una joya, estaba manchado de chocolate. Los encontré a ambos en mi cama, desnudos, y luego Isabel me envió una foto con un mensaje burlón: "Gracias por la casa, pardilla. Y por el marido." Al día siguiente, volví con seguridad para echarlos, pero mi hogar se había transformado en una ruidosa orgía de toreros y periodistas. Estaban bebiendo mi vino, sus cenizas manchaban mis alfombras persas, y mi valiosa escultura de bronce yacía rota en el suelo. Javier me llamó su "ex loca" y celosa, mientras una mujer me derramaba vino tinto en la blusa, y me empujaban hasta caer al suelo. Me sentí rodeada, humillada, como un animal herido, mientras todos se reían de mí. ¿Cómo había sido tan ciega, tan tonta, creyendo que podía comprar el amor con mi dinero? Mi corazón se hundió en la desesperación, preguntándome cómo iba a salir de esta pesadilla, si el matrimonio de verdad ya no era posible. Fue entonces, en mi punto más bajo, cuando mi voz apenas salió: "Estoy esperando a mi novio. Nos vamos a casar." Y justo en ese momento, un Mercedes negro se detuvo, y Mateo bajó, ignorando a todos, con un ramo de azahares entre las manos, listo para casarse conmigo.

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