Mi Guardaespaldas, Mi Verdugo

Mi Guardaespaldas, Mi Verdugo

Gavin

5.0
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Capítulo

Durante tres años, amé en silencio a mi guardaespaldas, Alejandro. Él era mi roca inquebrantable, la única figura constante en mi solitaria vida tras la muerte de mi madre. Intenté de todo, pero siempre mantuvo un muro de profesionalismo. Una noche, mi mundo se desmoronó. Lo escuché hablar por teléfono, su voz llena de ternura... pero no para mí. "Sofía es solo una niña mimada y vulgar", confesó. "Camila es un ángel". El desprecio en su tono fue un golpe físico. Él había amado a mi hermanastra, mi supuesto "ángel", durante años, confundiéndola con la chica que salvó un quetzal. Desde ese instante, su devoción a Camila fue humillación constante. En una subasta, usó la fortuna de su padre para comprar todos los lotes para Camila, aplastándome públicamente. Días después, cuando un perro salvaje me atacó, él la protegió a ella primero. Mi pierna sangraba en el suelo mientras él consolaba a Camila. No satisfecho, para vengar la "marca" que le dejé, él orquestó una brutal golpiza: noventa y nueve latigazos que casi me matan. ¿Cómo pudo hacerme esto? ¿Cómo fui tan ciega? Mi dolor ardía. La amarga verdad me golpeó: Mi madre no murió de "complicaciones"; Camila la envenenó lentamente. Y yo, un mero estorbo. Fue entonces cuando lo decidí. Durante mi partida hacia un matrimonio arreglado en España, me aseguré de que él escuchara la verdad de los labios de su "ángel": "Alejandro es un perro faldero, un idiota útil". Mi escape a la libertad era solo el principio de su despertar y de mi silenciosa venganza.

Introducción

Durante tres años, amé en silencio a mi guardaespaldas, Alejandro. Él era mi roca inquebrantable, la única figura constante en mi solitaria vida tras la muerte de mi madre. Intenté de todo, pero siempre mantuvo un muro de profesionalismo.

Una noche, mi mundo se desmoronó. Lo escuché hablar por teléfono, su voz llena de ternura... pero no para mí. "Sofía es solo una niña mimada y vulgar", confesó. "Camila es un ángel". El desprecio en su tono fue un golpe físico. Él había amado a mi hermanastra, mi supuesto "ángel", durante años, confundiéndola con la chica que salvó un quetzal.

Desde ese instante, su devoción a Camila fue humillación constante. En una subasta, usó la fortuna de su padre para comprar todos los lotes para Camila, aplastándome públicamente. Días después, cuando un perro salvaje me atacó, él la protegió a ella primero. Mi pierna sangraba en el suelo mientras él consolaba a Camila. No satisfecho, para vengar la "marca" que le dejé, él orquestó una brutal golpiza: noventa y nueve latigazos que casi me matan.

¿Cómo pudo hacerme esto? ¿Cómo fui tan ciega? Mi dolor ardía. La amarga verdad me golpeó: Mi madre no murió de "complicaciones"; Camila la envenenó lentamente. Y yo, un mero estorbo.

Fue entonces cuando lo decidí. Durante mi partida hacia un matrimonio arreglado en España, me aseguré de que él escuchara la verdad de los labios de su "ángel": "Alejandro es un perro faldero, un idiota útil". Mi escape a la libertad era solo el principio de su despertar y de mi silenciosa venganza.

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El resultado positivo de la prueba de embarazo temblaba en mis manos. Llevaba tres años casada con Mateo y este bebé era la pieza que nos faltaba. Decidí que era el momento de decirle la verdad: yo era Sofía Alarcón, la hija del magnate de los medios más poderoso de México, Don Ricardo. Mi padre, por mi insistencia, invertiría en su empresa para salvarla. Pero todo se desmoronó con un mensaje. Una foto. Mateo abrazando a su socia, Isabella. "Celebrando nuestro futuro juntos. Te amo, mi vida." Mi corazón se detuvo. Y luego él entró. "Quiero el divorcio," soltó. No solo me dejaba, sino que se casaría con Isabella, porque según él, ella era hija del Senador Ramírez. "¿Estás escuchando la locura que dices?" le grité. La rabia me consumió. Mi mano se movió. ¡PLAF! Le di una bofetada. En medio de la discusión, me empujó. Caí. Un dolor agudo. La sangre. Estaba perdiendo a mi bebé. Desperté en el hospital, mi madre a mi lado, sus lágrimas confirmando mis peores miedos. "Lo siento mucho, mi amor. El bebé…" Él me lo quitó. Él y esa mujer. Me arrebataron a mi hijo. "Van a pagar. Se lo juro. Voy a destruirles." Y así, con el dolor aún fresco, les envié un mensaje. "Estoy lista para firmar el divorcio. Encontrémonos en el registro civil en una hora. Trae a tu socia. Quiero que todo quede claro." Llegaron radiantes, ella embarazada. Mateo me reclamó: "¿Y el bebé?" "Lo perdí." "¡Sabías lo importante que era ese niño para mí! ¡¿Cómo pudiste ser tan descuidada?!" La ironía me quemaba. Firmamos los papeles. Y diez minutos después, se disponían a casarse. "Disculpe, señorita," dijo la funcionaria a Isabella. "Hay un problema con su acta de nacimiento. Aquí dice que su padre es Ricardo… Ricardo A." Yo sonreí. "Qué extraño. Mi padre también se llama Ricardo Alarcón. Y recuerdo que una vez mencionó haber puesto a la hija de una empleada en su registro para ayudarla. Una niña llamada Isabella… Isabella García." El pánico en sus ojos fue mi primera victoria. Y la venganza, apenas comenzaba.

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En tres años de matrimonio, mi esposo Ricardo me engañó 187 veces. Llevaba la cuenta, no por masoquismo, sino como un recordatorio constante de la farsa de mi vida. Con nueve meses de embarazo, el peso de mi vientre era casi tan abrumador como mi desilusión. Ricardo me arrastró a una reunión de negocios, exigiéndome ser la "esposa perfecta" . Allí, bajo presión y con su aliento a alcohol en mi oído, me obligó a beber un tequila, a pesar de mi avanzado estado. "No pasa nada por un trago, mujer. No exageres", siseó. Inmediatamente, un calambre agudo y violento me recorrió el vientre. El parto se adelantó. Nueve horas de labor, sola. Ricardo me abandonó en la entrada de urgencias para "cerrar el trato" . Cuando nació mi hijo, pequeño y frágil, fue directo a la incubadora. Y Ricardo no estaba. A la mañana siguiente, mi suegra, Doña Carmen, entró a mi habitación. "Prendí la televisión. Arrestaron a Ricardo con otra mujer en una redada" . Esa fue la confirmación número 188. "Doña Carmen", dije con una calma que no sabía que poseía. "Quiero el divorcio". Ella me miró, y no encontró ninguna duda en mi rostro. "Te ayudaré", dijo finalmente, con la voz firme. En los días siguientes, apenas miré a mi hijo en la incubadora. No podía permitirme amarlo. Él era la llave para salir de esa jaula de oro. Yo me iría sin nada, como llegué a este mundo. Cuando Ricardo apareció, en lugar de preguntar por el bebé, exigió una prueba de paternidad. Fue entonces que abrí los ojos. No iba a llorar, ni a gritar. Solo iba a ser libre.

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El dolor me partió el abdomen en dos. Era mi cumpleaños, y Alejandro, a quien había criado con el amor de una madre por diez años, me sonreía. Acababa de regalarme un licuado de fresa, una bebida que ahora quemaba mis entrañas. Pero el ardor no era solo físico; era la amarga verdad que susurró: "Siempre te he odiado, Sofía. Te odio porque cada vez que te veo, veo la cara de mi madre." Luego, la mancha carmesí en mi vestido blanco: mi bebé, el hijo de Ricardo, mi prometido. Mi prometido, que llegó para consolarme, para decirme que era un "aborto espontáneo" y que Alejandro "solo bromeaba". Luego me miró con asco y dijo: "Estás hecha un desastre. Hueles a enfermedad". En mi lecho de dolor, vi la película silenciosa de mi vida: diez años entregados a la promesa hecha a mi padre. Diez años cuidando de una familia que no era mía, de una empresa que yo manejaba mientras ellos ponían el nombre. Incluso mi propia madre, al enterarse de mi compromiso, solo llamó para asegurar su pensión, susurrándome que no fuera "egoísta". ¿Egoísta yo? La que había sacrificado su juventud por todos. Mi cuerpo dolía, mi corazón estaba roto, pero una rabia fría y dura como el acero me inundó. "¿Qué quieres, Sofía?", me preguntó Ricardo el hipócrita. "¿Dinero? ¿Joyas? ¿O quieres que formalicemos el matrimonio? Puedo llamar al juez mañana mismo." ¡El matrimonio era el premio de consolación por mi sumisión! Con una calma aterradora, tomé un trozo de cristal de un jarrón roto. Debía romper el lazo, destruir el símbolo que me ataba a su odio. "¡Sofía, no!" , gritó Ricardo, pero era demasiado tarde. Con un movimiento rápido, arrastré el cristal por mi mejilla izquierda. El dolor era liberador. Ya no era la Sofía que conocían, la que odiaban, la que usaban. Y en medio del horror en sus rostros, me eché a reír. Esa risa, que estalló como dinamita, me liberó de una cárcel de diez años. Y así, ensangrentada, pero con el alma libre, crucé la puerta, dejando atrás el veneno y el dolor. No había vuelta atrás.

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