Te Odio, Para Siempre

Te Odio, Para Siempre

Gavin

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Hoy se cumplen cinco años. Cinco años desde que mi mundo se convirtió en cenizas. El aire en la finca Vargas era pesado, olía a tierra seca y a la promesa de una tormenta de verano. Debería haber sido el día más feliz de mi vida, mi boda con Mateo, la unión de dos familias, los Vargas y los Romero, bajo el sol de Sevilla. Pero en un instante, todo se desmoronó. Un accidente brutal, provocado por la trágica imprudencia de mis padres, no solo aniquiló a su familia entera, sino que destrozó el orgullo y el futuro del linaje Vargas. El amor de Mateo, ese que una vez me sostuvo, se transmutó en un odio implacable que me consumió. Me condenó a cinco años de tormento inimaginable, prisionera en su finca. Cada día era un calvario, avivado por la crueldad de Isabel, su "Isa", la bailaora de ojos feroces, quien me humillaba sin piedad. Isabel no se detuvo ante nada: me empujó, fingió una lesión que me costó uno de mis riñones, y culminó su sadismo matando a mi perro Río para, luego, forzarme a consumir sus cenizas cucharada tras cucharada. Mi último intento desesperado por reconquistar a Mateo con un capote bordado con nuestros recuerdos fue destrozado ante mis ojos, aniquilando mi última esperanza. ¿Cómo podía sobrevivir a tanta desesperación? Cada día era un golpe, cada respiración una agonía. No había escapatoria para la hija de los Romero, la culpable de una desgracia que había pagado con mi cuerpo y mi alma. La paz seguía siendo un anhelo inalcanzable, una sombra burlona en el horizonte, mientras el odio me consumía. Sin nada más por lo que vivir, me lancé a las frías aguas del Guadalquivir, buscando el olvido. La muerte me abrazó, pero no para siempre. Abrí los ojos y me encontré de vuelta en el día anterior a mi boda. Un milagro, sí, pero el terror se apoderó de mí: Mateo también recordaba cada lágrima, cada herida. Y ella, Isabel, ¿también había renacido? ¿Podríamos cambiar un destino tan cruel, o estábamos condenados a revivir este infierno una y otra vez?

Protagonista

: Sofía Romero y Mateo Vargas

Introducción

Hoy se cumplen cinco años. Cinco años desde que mi mundo se convirtió en cenizas. El aire en la finca Vargas era pesado, olía a tierra seca y a la promesa de una tormenta de verano. Debería haber sido el día más feliz de mi vida, mi boda con Mateo, la unión de dos familias, los Vargas y los Romero, bajo el sol de Sevilla.

Pero en un instante, todo se desmoronó. Un accidente brutal, provocado por la trágica imprudencia de mis padres, no solo aniquiló a su familia entera, sino que destrozó el orgullo y el futuro del linaje Vargas. El amor de Mateo, ese que una vez me sostuvo, se transmutó en un odio implacable que me consumió.

Me condenó a cinco años de tormento inimaginable, prisionera en su finca. Cada día era un calvario, avivado por la crueldad de Isabel, su "Isa", la bailaora de ojos feroces, quien me humillaba sin piedad. Isabel no se detuvo ante nada: me empujó, fingió una lesión que me costó uno de mis riñones, y culminó su sadismo matando a mi perro Río para, luego, forzarme a consumir sus cenizas cucharada tras cucharada. Mi último intento desesperado por reconquistar a Mateo con un capote bordado con nuestros recuerdos fue destrozado ante mis ojos, aniquilando mi última esperanza.

¿Cómo podía sobrevivir a tanta desesperación? Cada día era un golpe, cada respiración una agonía. No había escapatoria para la hija de los Romero, la culpable de una desgracia que había pagado con mi cuerpo y mi alma. La paz seguía siendo un anhelo inalcanzable, una sombra burlona en el horizonte, mientras el odio me consumía.

Sin nada más por lo que vivir, me lancé a las frías aguas del Guadalquivir, buscando el olvido. La muerte me abrazó, pero no para siempre. Abrí los ojos y me encontré de vuelta en el día anterior a mi boda. Un milagro, sí, pero el terror se apoderó de mí: Mateo también recordaba cada lágrima, cada herida. Y ella, Isabel, ¿también había renacido? ¿Podríamos cambiar un destino tan cruel, o estábamos condenados a revivir este infierno una y otra vez?

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El aroma familiar del mole, promesa de un futuro brillante y una beca codiciada, llenaba la cocina de la escuela mientras Sofía Romero se preparaba para el examen final. Justo entonces, un empujón brutal de Daniela Vargas la lanzó contra la estufa, escaldándole el brazo y destrozando su plato. "¿Qué crees que haces, gata arrimada?", espetó Daniela, acusándola de ladrona y de robar la receta ancestral de su familia, la misma que había sido la tradición de los Romero por generaciones. Ignorando a Don Manuel, el viejo ayudante que conocía el pacto secreto, Daniela hundió el preciado cucharón familiar de Sofía en su mole, tirándolo al suelo con desprecio, mientras sus amigas se burlaban de Sofía por "coquetear" con Ricardo Vargas. La humillación culminó en una agresión salvaje: Daniela, con la ayuda de sus cómplices, la tiró al suelo, y con un crujido nauseabundo, le rompió la mano con el tacón. El dolor era insoportable, pero la traición de saber que Armando, el mayordomo que conocía la verdad del pacto que ligaba el destino de los Vargas a su familia, se puso de lado de Daniela, fue aún peor. La advertencia de Sofía, "Están acabando con su propia fortuna", se cernía sobre ellos, pero Daniela solo aumentó la humillación, cubriéndola de harina. En ese instante de abrumadora desesperación y abandono, un pensamiento le dio fuerza: Ricardo Vargas. Ricardo llegó, interponiéndose entre Sofía y su familia, llevándola al hospital y revelando que él conocía el pacto ancestral. "El pacto no está roto, Sofía", le dijo. "Solo está buscando un nuevo ancla. Un nuevo pacto. Entre tu familia y la mía. Mi rama de la familia." Con la decisión de Ricardo de protegerla y establecer un nuevo pacto, Sofía, la chica de origen humilde, se levantaría de las cenizas.

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El sonido de mi guitarra, mi pasión, resonaba hueco en la hacienda que por diez años llamé hogar, un desafío silencioso a Diego, el hombre al que entregué mi alma y mi genio para construir su imperio de tequila. Pero su respuesta fue una traición helada: "Ximena, deja de hacer numeritos y sube a mi despacho. Ahora" . Y allí, sentado tras su imponente escritorio de caoba, me soltó la humillación más grande: "Quiero que tú y tu mariachi toquen en mi boda" . La boda que me había prometido a mí. No solo me descartaba por otra mujer, Sofía, sino que me exigía ponerle banda sonora a mi propia aniquilación, a mi propia traición. El golpe más cruel llegó en un susurro venenoso desde el pasillo, de boca de su lugarteniente, "El Chato", pero con las frías palabras de Diego resonando: "Ximena es buena para el negocio, para la guerra, para la calle. Pero para casarme, necesito algo… más puro. Una niña bien, educada, limpia. Ximena ya está muy corrida, muy vivida" . Cada palabra era un puñal que me desgarraba: "Sucia", "corrida", "vivida". Así me veía el hombre a quien le había dado todo, solo una herramienta para desechar cuando ya no le servía, valiendo menos que la inocencia fabricada de una desconocida. El dolor fue insoportable, pero en el fondo de ese abismo, algo se encendió: la rabia. La humillación se transformó en una determinación inquebrantable. Me levanté, la cabeza alta, y con una sonrisa forzada le dije: "Claro, Diego. Será un honor tocar en tu boda" . Pero esa no era Ximena, la víctima; era Ximena, la guerrera, a punto de desatar su venganza.

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