Antes de que alguien se acercara a la mesa -tal vez uno de los mesoneros, una familia bulliciosa que acababa de llegar, o incluso Leo o Luis, los dueños del lugar-, Marina se adelantó.
-¿Tienes número de teléfono? -le dijo, como si preguntara cualquier cosa trivial-. Por si... no sé, necesito algún dato o información. Sobre seguridad o... lo que sea.
Él sonrió y le dictó su número mientras ella lo anotaba con los dedos aún húmedos.
-Ahora tienes una línea directa con la ley -bromeó él.
-Y con la tentación -pensó ella, sin decirlo.
La sal aún le picaba en la piel. El viento de la playa, que se colaba entre los pliegues de su vestido húmedo, le había dejado el cabello negro revuelto, pegado al rostro, y con ese aroma a mar que tanto le gustaba. Marina se encontraba en el restaurante de siempre -el de sus amigos Leo y Luis- con la toalla al hombro, las sandalias en la mano y esa sensación deliciosa de libertad que solo se tiene al salir del agua.
Su mirada se perdía por momentos en alguna embarcación lejana, pero pronto volvía a las manos de aquel hombre. Inquieta, bajaba la vista y entrecerraba los párpados; sentía su mirada sobre ella. En un acto de valentía, buscó sus ojos, solo para confirmar lo que ya su piel le gritaba.
El lugar se prestaba para perderse en los paisajes. Era una churuata, pero no una cualquiera. Tenía un techo elaborado con troncos de madera gruesa que sostenían una estructura sólida, cubierta de tejas rústicas color terracota que resaltaban bajo la luz del sol. No tenía paredes, solo la sombra generosa que ofrecía el techo, y un suelo de cerámica terracota que conservaba el calor del día. Estaba justo a la orilla del mar, lo que permitía que el sonido de las olas, el olor a salitre y la brisa marina fueran parte esencial de la experiencia.
Marina eligió una de las mesas más cercanas al borde, donde podía ver el movimiento de las olas y sentir el viento cálido acariciándole la piel. Se sentó sola, como tantas veces. Ese lugar era casi una extensión de su casa, un refugio de rutina donde siempre sabía qué esperar: una comida sabrosa, alguna charla con sus amigos cuando podían sentarse un rato, y su momento de paz frente al mar.
Desde cualquier punto del restaurante se podía ver el océano extendiéndose como una promesa infinita. Embarcaciones de distintas clases y algunos muelles completaban el paisaje. Todo era abierto, natural, envuelto en luz dorada. Solo que esta vez, el paisaje que tanto disfrutaba tenía un primer plano que captaba toda su atención: un hombre, un policía.
Esa tarde, la rutina se rompió.
Apenas unos minutos después de sentarse, mientras aún escurría agua salada sobre la silla de plástico, una sombra se proyectó sobre la mesa. Alzó la vista... y ahí estaba él.
Un hombre alto -altísimo, pensó-, con un uniforme azul impecable y una presencia que hizo que todo el restaurante se apagara por un instante a su alrededor. Le calculó unos dos metros de estatura, quizá un poco más. El uniforme le ajustaba perfectamente al cuerpo: marcaba unos hombros anchos, unos brazos gruesos y velludos, y un porte que parecía sacado de una película. Pero no era ficción. Estaba ahí, frente a ella.
-¿Está ocupado este lugar? -preguntó con voz grave, clara, y un tono respetuoso que la desarmó de inmediato-. Solo quiero tomar algo rápido, si no te molesta.
Marina dudó medio segundo, no por incomodidad, sino por la sorpresa. En tantos años de frecuentar ese restaurante, jamás un desconocido -y mucho menos uno como él- le había pedido sentarse a su mesa. Era una escena nueva. Inesperada. Y profundamente agradable. Sobre todo si el resto de las mesas estaban vacías.
-No, claro que no -respondió con una sonrisa tímida y un nudo curioso en el estómago-. Adelante.