El sol de Cancún quemaba mi piel con una calidez que se sentía casi como un abrazo, un contraste perfecto con la brisa marina que me acariciaba el rostro. Hundí los pies en la arena húmeda, disfrutando de la sensación de los granos entre los dedos. El sonido de las olas, un murmullo constante, se mezclaba con la música de Chris Brown que resonaba en mis audífonos. Abrí los ojos y contemplé el paisaje: la playa vibraba con la energía de la gente, familias riendo, niños corriendo, mujeres con trajes de baño que dejaban poco a la imaginación.
Era la postal perfecta de unas vacaciones paradisíacas.
Estaba aquí con mi familia y mis mejores amigos, Alicia y Eduardo. Mis padres habían organizado este viaje como el gran final del verano, una última aventura antes de que mi hermana Alejandra regresara a España. Alicia, Eduardo y yo habíamos decidido quedarnos unos días más en Cancún antes de volver a la rutina en "El Lector Infinito". Alicia, siempre eficiente, como Manager en Jefe, ya estaría planeando las próximas campañas. Eduardo, por su parte, como Editor en Jefe, seguro estaría buscando nuevos talentos entre los escritores emergentes. Y yo, como jefe del departamento de diseño, tendría que ponerme al día con los proyectos pendientes.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro al pensar en Eduardo. Seguramente estaría en la barra del bar de la playa, desplegando todo su encanto con alguna turista desprevenida. Negué con la cabeza, divertido. La música me envolvía y, cerrando los ojos por un instante, me dejé llevar por el ritmo. Sin darme cuenta, comencé a caminar por la orilla, absorto en mis pensamientos. Siempre me pasaba igual: la música me transportaba a un mundo propio, donde podía desconectar de todo. Era mi refugio.
De repente, un golpe me sacó bruscamente de mi ensimismamiento. Caí de espaldas sobre la arena, con el peso de alguien más encima. Abrí los ojos de golpe y me encontré con un par de ojos verdes que me miraban con genuina sorpresa y una pizca de vergüenza. Eran grandes, expresivos, enmarcados por largas pestañas oscuras, y tenían un brillo peculiar, una intensidad que nunca antes había visto. Su cabello oscuro, recogido en una trenza informal, dejaba al descubierto un rostro de facciones delicadas y una piel morena que brillaba bajo el sol.
—Lo siento mucho… —murmuró una voz suave, casi imperceptible a través de la música que vibraba en mis oídos, protegidos por los pequeños audífonos inalámbricos blancos que apenas se veían entre mi cabello.
La joven intentó levantarse, pero tropezó de nuevo, tambaleándose peligrosamente. Instintivamente, extendí mis brazos para evitar que volviera a besar la arena «literalmente», pero su torpeza, combinada con la notable diferencia de alturas «yo con mi metro noventa y ella… bueno, diría que apenas superaba el metro sesenta, aunque ahora mismo, tan cerca, me costaba calcularlo, estaba demasiado ocupado con… otras cosas», conspiró para que terminara apoyando ambas manos justo en mi pecho. Hasta ahí, todo más o menos normal, un rescate playero estándar. El problema fue dónde apoyó el resto de su anatomía, digamos, más allá de las manos. Digamos que hubo un contacto… fortuito… con una parte de mi cuerpo que no esperaba tener tan cerca de una desconocida, especialmente tan… animada. Digamos que mis… joyas de la corona… sintieron la repentina cercanía de… ya saben. Fue como si un pequeño y travieso duendecillo hubiera decidido usar mis pantalones como trampolín, pero sin avisar. Pude percibir el dulce aroma a vainilla de su aliento, un aroma que, en otras circunstancias, habría disfrutado. Pero en estas… digamos que la vainilla competía con una repentina sensación de pánico escénico mezclado con una extraña… ¿excitación? No, no, eso no podía ser. ¡Era pánico! Sí, pánico. Era increíblemente hermosa, sí, pero en este momento, la belleza era lo de menos. Mis neuronas estaban en modo de emergencia, intentando procesar la situación sin que pareciera que me había convertido en una estatua de sal. Sus labios rosados, con el inferior ligeramente más carnoso, me hipnotizaron por un instante, pero mi cerebro estaba demasiado ocupado procesando la situación… allá abajo. Era como si tuviera un reflector apuntando directamente a… la zona sensible. Y para colmo, sentía que me estaba sonrojando.
Sentí un calor súbito subir a mis mejillas, extendiéndose hasta mis orejas. ¡Maldición! ¿Me estaba sonrojando por eso? La sangre me latía con fuerza en las sienes. No me pasaba desde… bueno, desde que tenía quince años y mi prima me pilló viendo… ya saben. Una sensación extraña, una mezcla de nerviosismo, incomodidad y un ligero toque de… ¿vergüenza ajena?, me recorrió el cuerpo. Me sentía torpe, expuesto, como si estuviera bajo un potente reflector que iluminaba justo esa parte. Intenté disimular, apartando la mirada por un segundo, pero la cercanía de su rostro me obligaba a volver a mirarla. Sus ojos verdes brillaban con una mezcla de sorpresa y vergüenza, totalmente ajena a la crisis que se estaba desatando en mis pantalones. Y yo, atrapado en su mirada, me sentía cada vez más nervioso. La situación era… íntima, demasiado íntima para un encuentro casual en la playa. Y demasiado… apretada.
Pero entonces, se movió. No supe bien qué fue, tal vez la forma en que ladeó la cabeza, como intentando evaluar la situación, o cómo sus manos se aferraron un poco más a mi pecho, como buscando estabilidad en medio del caos que había provocado. Pero algo en su movimiento, quizás un ligero roce más… persistente, me pareció… peligrosamente inapropiado. Una oleada de incomodidad, casi pánico, me invadió. Era como si de repente la situación se hubiera vuelto demasiado íntima, demasiado rápido. Sentí que algo dentro de mí se tensaba, despertando sensaciones que no quería reconocer, pensamientos que prefería mantener enterrados bajo siete llaves. Sin pensarlo, con un movimiento brusco, casi violento, la aparté de mí, como si quemara. Necesitaba espacio. Necesitaba aire. Necesitaba huir de esa cercanía que me estaba desestabilizando a niveles estratosféricos.
Su expresión cambió al instante. La sorpresa y la vergüenza se evaporaron, reemplazadas por una furia que me heló la sangre. Sus ojos verdes, que antes brillaban con timidez, ahora me fulminaban con una intensidad que me hizo retroceder instintivamente. Sus labios, que momentos antes me habían parecido tan suaves, se tensaron en una fina línea. Antes de que pudiera siquiera parpadear, su mano se estampó contra mi mejilla con una fuerza que me hizo girar la cabeza. El golpe resonó en el silencio que se había creado entre el sonido de las olas y la música que aún, aunque ahora lejana, resonaba en mis audífonos. El ardor en mi mejilla era casi tan intenso como el pánico que me recorría el cuerpo. Maldición. Me había abofeteado. Y con ganas.
Estaba sentado en la arena, arrastrándome torpemente hacia atrás para crear algo de espacio entre nosotros, intentando procesar el caos que acababa de ocurrir. Ya estamos bien, Jason, me repetía mentalmente, intentando calmar los nervios que me recorrían el cuerpo. Pero no, nada estaba bien. Ella seguía ahí, tumbada en la arena, con una expresión que prometía tormenta. Me incorporé de un salto, sintiéndome culpable y terriblemente torpe.