Pov Fernando.
¿Quién soy yo? Fernando Laureti, como dice mi madre: la alegría de la familia, él que habitualmente tiene una sonrisa que dar o un chiste que contar, pero la realidad es otra muy diferente, y la razón es: el monstruo sexual en el que ella me convirtió. Conocí a Astrid en un viaje de negocios, me enamoré de ella y me convertí en su objeto de placer, hasta ese maldito día que me dijo que no me amaba, que yo era un juguete para satisfacerse, y que se casaría con mi hermano. Desde ese día, tengo un lema claro en mi mente; no te enamores, no confíes en esas preciosas perlas de cabellos largos y piernas ardientes, disfruta de ellas y aléjate lo más que puedas.
—¿Vas a subir? —pregunta Reana, una de mis once sumisas y con la que más me gusta disfrutar y descargar mis más cochinos deseos.
La miro con una sonrisa de lado, al ver sus grandes glúteos morenos moverse al compás de su caminata.
Relamo mis labios y me pongo de pie saliendo de mis tontos pensamientos.
Constantemente hay un vacío en mí
que me ahoga, algo que no logro llenar y que me embarga por completo, pero, aun así, intento descubrir qué es.
Me pongo de pie y como el niño obediente que no soy, la sigo hasta mi cuarto de juegos. Cuando estoy ahí me siento el hombre más poderoso del mundo, me siento invencible, como si nada pudiera pasarme jamás, y eso definitivamente me encanta.
—Quita todos los pendientes que cubren tu cuerpo —ordeno con voz ronca.
La excitación en mi cuerpo hierve como fuego en la chimenea. Aún no logro entender como jamás logro saciarme con nada, es como si fuera un pervertido que ninguna mujer logra apagar el calor que emana de mi cuerpo.
Veo a Reana quitarse su ropa, nerviosa. Está asustada, sabe que aquí no soy el Fernando, dulce que suelo ser siempre, sabe que aquí soy el puto amo que domara su cuerpo hasta saciarse, y que ella tendrá que obedecerme porque así lo dispuso ella.
La tomo con delicadeza de su mano y la coloco en unas de mis máquinas, una de las más favoritas, mi Berkeley Horse, una máquina donde su cuello al igual que su rostro queda expuesto para mí, sus manos a los lados de sus hombros, sin movilidad, sin posibilidad de que pueda escapar.
Camino para mirarla. Su trasero está expuesto para mí, pero mi lujuria me grita ver marcas en él, no follarlo, aún.
Me muevo a paso rápido hasta una de las gavetas, y busco un látigo de multi cola, para no dejar una marca en ella tan fuerte, aunque es lo que deseo, no la lastimaré más de los que soporte su cuerpo.
Miro sus glúteos brillantes y los acaricio con el látigo. La veo removerse, incómoda al sentir mis movimientos. Su respiración entrecortada porque sabe lo que viene me prende más, estoy listo y es ahí cuando golpeó sus nalgas, una, dos, tres veces.
Siento algo que me llena por completo. Aspiro profundamente para observar sus nalgas marcadas. Sonrío complacido y me pongo delante de ella. La veo relamer sus labios porque está cerca de mi pene. Sé que le gusta el tamaño, sé que le gusta que folle su boca hasta hacerla llorar, y que sus mejillas ardan de dolor.
Acaricio sus labios y pongo la punta de mi cabeza en su boca. Ella comienza a abrir sus labios, y yo a meter mi miembro entero dentro de su boca jugosa.
—¡Ahhh! —gimo de placer enterrando todo mi largo pene en su boca y comenzando a follar de ella con fuerza.
Sus lágrimas caen por sus mejillas. Sé que le duele, sé que siente que está ahogada, y eso le gusta, pero a mí definitivamente me gusta mucho más.
Me separo de ella y la veo toser ahogada. Sus ojos me miran con miedo y eso me complace.
Sé que le gustaría que le devuelva el favor con mi lengua, pero jamás he besado los pliegues de una mujer, no aún, no sé lo que se siente y no sé si algún día lo sepa.
La saco de la máquina, y toco su pequeña vagina. Está tan húmeda que mi pene entraría tan fácil en ella
—Fóllame ya —súplica con las piernas temblorosas.
—Silencio —le ordeno suavemente, tan suave como un rayo silencioso que no le gusta repetir las cosas más de una vez.
La arrastro hasta otra de mis máquinas. Sí, mi cuarto de juegos es inmenso, tiene alrededor de nueve máquinas importadas, grandes y muchas pequeñas que he perdido la cuenta. Lo sé, estoy completamente loco, pero esto es lo único que me mantiene vivo cada día de mi triste vida.
La acomodo entre los grilletes y tiro de ellos con el control remoto. La vagina de Reana está tan expuesta que no hay nada que no pueda ver de ella. Mi boca se humedece de solo verla y todo mi cuerpo se prende.
Sonrió para mis adentros y corro a buscar un vibrador. Ella abre los ojos de par en par, quiere mi pene, lo sé, pero no se lo daré tan fácilmente.
Pongo el aparato en su clítoris y la veo removerse.
Mi cuerpo se llena de espasmo al verla removerse con intensidad, su mirada me suplica que no pare, y como buen amo aumento la velocidad.
—¡Amo! —grita sintiendo el orgasmo recorrer su cuerpo y yo me tenso con brusquedad al verla.
Veo como un líquido blanco sale de su cuerpo y como ella tiembla sin poder moverse. Sí, me encanta complacer a mis sumisas, me llena torturarlas y darle el mayor placer, y el mayor dolor que sus cuerpos soportan, porque sé que luego de eso, será mi turno de satisfacción.
Aparto el vibrador y busco un huevo anal que introduzco sin previo aviso en ella, para luego penetrarla. No me importa si está exhausta, el monstruo que llevo dentro no lo está, y estoy seguro de que no lo estará hasta dentro de un par de horas, porque, esto es lo que es, el gran Fernando Laureti, un monstruo insaciable.
…
Miro la hora en el reloj de pared y tomo la copa de vino tinto que tengo en mi mano. Este sentimiento de soledad después de una dosis tan fuerte de sexo no se me quita con nada.
Aspiro el aroma del despacho de mi departamento, para luego limpiar una lágrima en mi mejilla, que quiere salir.
—¿Vas a dormir conmigo hoy? —pregunta Reana fuera del despacho.
Siempre que la follo son esas sus preguntas, pero mi respuesta es la misma.