La mentira que borró mi vida
ista de Br
real que el latido de mi cuerpo maltratado. Se había ido, y con él, los últimos vestigios de mi ingenua creencia en la inocencia de Damián. No quedaba nada que perder, n
a. Comencé a registrar metódicamente los confines de mi pequeña prisión, no en busca de una escapatoria, sino de cualquier cosa que pudiera ser reutilizada. Un viejo y olvidado uniforme de servicio en un
tro generalmente un tapiz de miedo y servilismo-. El señor Rivas... pregunta por usted. Quiere que vaya al es
ble, pero la amabilidad en esta casa era un bien
sto. Casandra no perdería la oportunidad de regodearse, de retorcer el cuchillo. Pero un destello de algo en los ojos de María, una súplic
ulento, con paneles oscuros, apestando a dinero viejo y poder. Damián estaba de pie junto a la enorme chimenea, de espaldas a nosotros, su
e ti. -Señaló la mesa de café. Una sola hoja de papel yacía allí, de un blanco cr
plana, desprovista de
abes lo que es, Brisa. Es hora de hacer las cosas oficiales. -Su
rte inferior. La firma de Damián, audaz y decisiva, ya llenaba la línea. Un pavor frío se filtró en mis huesos. Lo habí
nas un susurro. La pregunta era retóri
ctivo-. Ya era hora. Ahora firma t
nazaba con consumirme. -No -dije, mi voz ganando fuerza-. No. No lo
una carga, una vergüenza. Ahora tiene una familia. Una familia de verdad. -Se puso de pie, su comportam
cara -insistí, cruzando los brazos, un desafío que
s nada, zorra patética! -Su mano salió disparada, una bofetada punzante en mi cara.
a. Una oleada de furia, caliente y desenfrenada, me recorrió. Me abalancé sobre ella, sin importarme l
espalda. Era Damián, su rostro una nube de tormenta. Me empujó con fuerza, enviándome a trompicones hacia la gran
ier cosa para amortiguar mi caída. Mis dedos rasparon el cristal frío, luego encontraron agarre en las pesadas cortinas de terci
la tela
través de mi cuerpo cuando golpeé la piedra implacable. Mi cabeza se estrelló contra el suelo, un sonido agudo y nauseabundo. La oscuridad mordis
esó mi abdomen inferior. Jadeé, un sonido ronco y estrangulado, mientras una ola de carmesí se extendía debajo
torpes pero urgentes. Intenté hablar, gritar, pero solo un suave gemido escapó de mis labios. A través de la neblina de dolor, vi a
s yo yacía sangrando, muriendo, olvidada en las frías piedras de su patio. La ironía era un sabor amargo en mi boca. Le creyó. Siempre le creyó. Y
centímetro gritando en protesta. Un grueso vendaje envolvía mi cabeza, y mi brazo izquierdo estaba en un cabestrillo. Pero el
era sacarina, pero sus ojos, llenos de un triunfo escalofriante, no pretendían nada. -¿Ya despierta, Brisa? -gorjeó, acerca
a. Mi garganta estaba en carne viva,
uó, palmeando su vientre plano con una sonrisa de autosatisfacción-. Per
ujó. Pero no podía hablar, no podía acusar. ¿Quié
nuestro bebé. Pero es un hombre fuerte. Lo superará. Especialmente conmigo a su lado. -Se inclinó, su voz bajó a un
o una bandeja con un tazón de sopa. -Hora de
é de que te trajeran algo especial. ¿Tu favorito, creo? Crema de camarones.
rgica a los camarones. Había sido una de las primeras cosas que Damián aprend
tazón con mi mano buena. -No, grac
rías, necesitas tus fuerzas. Damián quiere que te rec
sa -dijo, su voz fría-. Come tu sopa. Necesitas ponerte bie
ualquier destello de reconocimiento, cualquier recuer
Brisa, honestamente, tus teatros son agotadores. Estás tratando de manipularme de nuevo,
, que me había llevado corriendo a urgencias cuando accidentalmente ingerí un pequeño trozo de camarón, ahora estaba ante mí, preparado para