Ese príncipe es una chica: La compañera esclava cautiva del malvado rey
Mi esposo millonario: Felices para siempre
El arrepentimiento de mi exesposo
Novia del Señor Millonario
No me dejes, mi pareja
Extraño, cásate con mi mamá
Diamante disfrazado: Ahora mírame brillar
Renacida: me casé con el enemigo de mi ex-marido
El réquiem de un corazón roto
Destinada a mi gran cuñado
Prefacio
Como la primera vez
Yo suspiraba mientras esperaba que las horas de aquel reloj avanzaran. No había podido llegar a tiempo, por lo que estaba en una situación verdaderamente complicada. Ahora solo podía esperar y confiar en que la suerte estuviese de mi lado, de lo contrario la situación bien que se podía complicar para mí.
Estaba de pie con aquella falda que hacía lucir mi cuerpo esbelto. Mi cabello iba recogido en esa cola de caballo que tanto me gustaba y llevaba unos anteojos que solo servían de protección para mi vista. Nada me hacía sentir que resaltaba en aquel lugar, sin embargo, sus ojos se vinieron sobre mí, apenas me vio en aquel lugar.
A mi lado estaba aquella rubia melindrosa que se había regodeado en sus placeres, sin medir en lo absoluto la soberbia de sus palabras. Ahora estaba sucumbiendo de manera humillante ante la que era una derrota en todo el sentido de la expresión. El sujeto poderoso e imponente caminó hacia donde yo me encontraba y sin mirar nada más, me dirigió la palabra; una sola frase que fue suficiente para que mi mundo quedase rendido a sus pies. Una sola frase fue dicha y, aun así, la rubia no se contuvo a pesar de que todo quedó en claro con aquella petición.
―Sé mía ―me dijo aquel sujeto que me desmoronaba con el simple hecho de existir. Mis seguridades quedaron a su merced cuando sus labios sedosos pronunciaron aquello con un dejo de provocación. En esa simple frase se encerraba un mundo repleto de deseo y pasión, un mundo ante el que resultaba imposible contenerme sin ceder con locura. Yo era una simple chica que no podía hacer nada ante los embates de seducción de un hombre como ese; sin embargo, la rubia aún tenía mucho que decir antes de que mi idilio pudiese ser consumado.
― ¡Cristian, tu esposa soy yo! ―le gritó Rebeca sin medir el tono de su voz. La locura de esa mujer no conocía de límites, ya ante la indiferencia de su marido, ella solo encontró motivos para desbocarse en improperios en mi contra, a pesar de que yo ni siquiera le prestaba un mínimo de atención a sus reproches―… esta infeliz solo es una intrusa… mírame a mí ¡Mírame a mí!
Los gritos de Rebeca hacían que la estancia en aquel lugar resultase insoportable. Yo estuve a punto de darme la vuelta para salir de ahí, pero fue el mismo Cristian quien tomó cartas en el asunto y no permitió que aquello se saliese de control.