Capítulo 1 - Calma rota
Su boca era un infierno dedicado solo a ella.
Leah se aferró a las sábanas , sus nudillos blancos, mientras el mundo se desintegraba en un único punto de placer insoportable. Max estaba arrodillado entre sus piernas, su pelo negro rozándole la parte interior de los muslos, su lengua experta trazando círculos de fuego líquido sobre su piel. No era un beso, era una adoración. Una reclamación brutalmente tierna que la estaba deshaciendo desde dentro.
Él levantó la vista por un instante, sus ojos oscuros brillando en la penumbra con una posesión salvaje.
-Max... por favor... -jadeó, su cuerpo arqueándose, buscando más de esa tortura exquisita.
Él levantó la vista por un instante, sus ojos oscuros brillando en la penumbra con una posesión salvaje.
-¿Por favor, qué, angelito? -su voz, un gruñido bajo que vibraba contra su carne sensible-. Dímelo. Quiero oírte suplicar.
El último vestigio de su antigua vergüenza se hizo cenizas. Lo miró, sus ojos verdes ardiendo con una necesidad que ya no podía ocultar.
-Más de ti -susurró, su voz rota por el deseo-. A ti.
La confesión fue su perdición y la de él. Con un rugido ahogado, volvió a ella, su boca reclamándola con una ferocidad que la hizo gritar su nombre. Se rindió por completo, haciéndose pedazos para él, un universo colapsando en un único y devastador punto de placer.
Cuando la tormenta pasó, él subió lentamente por su cuerpo tembloroso hasta tumbarse a su lado. La atrajo hacia sí, su boca buscando la de ella para robarle un beso profundo que sabía a ella, a su entrega absoluta.
-Eres tan jodidamente dulce -murmuró contra sus labios, su voz ronca de emoción-. Y completamente mía.
Leah, en lugar de apartarse, lo atrajo con más fuerza. Sus ojos, oscuros por el deseo, lo encontraron en la penumbra. No apartó la mirada. Al contrario, enredó sus piernas en la cintura de él, una invitación silenciosa y absoluta. La antigua Leah habría luchado. La nueva Leah solo se aferraba más fuerte.
Él entendió. Cuando entró en ella, no fue una invasión, sino un regreso a casa. Un encaje perfecto de dos piezas rotas que solo tenían sentido juntas. Se movió con una lentitud deliberada, observando cada reacción en el rostro de ella, cada jadeo, cada temblor. Era un lenguaje que ambos entendían a la perfección. Él marcaba su territorio y ella, por fin, lo dejaba reclamarlo.
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En el silencio denso y satisfactorio que siguió, con la cabeza de Leah apoyada en el pecho de Max, repasó las últimas dos semanas. Habían pasado un día entero navegando en el yate, solos en la inmensidad del mar turquesa. Él le había enseñado a tomar el timón, sus manos grandes y firmes cubriendo las de ella, su voz un murmullo grave en su oído mientras le explicaba el viento y las corrientes. Por un momento, parecían una pareja normal, guiando un barco bajo el sol. Habían cenado en playas desiertas bajo un manto de estrellas, bebido tequila hasta reír sin motivo y hecho el amor en cada rincón de la lujosa villa. En esos momentos, Leah veía destellos del hombre que se escondía tras la bestia. Y se encontró, para su terror y deleite, cayendo por él.
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La luz de la mañana se colaba por las cortinas de lino, pintando la piel de Leah de un tono dorado. Max despertó primero. Se quedó inmóvil, observándola dormir. Su rostro, habitualmente una máscara de poder y control, estaba relajado, casi inocente. Sintió una punzada en el pecho, una emoción extraña y posesiva que era más profunda que el simple deseo. Era suya, de una forma que iba más allá de cualquier contrato o juramento.
Cuando los ojos de Leah se abrieron lentamente, lo encontraron mirándola. Él le sonrió, una sonrisa perezosa y genuina.
-Buenos días, angelito.
Una sonrisa nunca vista se extendió por el rostro de Leah. No era tímida ni forzada. Era abierta, llena de una luz que lo desarmó por completo.
-Buenos días, esposo -respondió, su voz suave y cálida-. ¿Has dormido bien?
La respuesta, tan simple y doméstica, lo golpeó con una fuerza inesperada. Se inclinó y la besó, un beso lento, tierno, un contraste absoluto con la ferocidad de la noche anterior. Era una promesa silenciosa en la calma de la mañana.
Más tarde, en la terraza, mientras Leah leía, él se acercó por detrás.
-Me gusta esta calma -admitió él, abrazándola.
-A mí también -respondió ella.
Él besó la curva de su cuello.
-Pero no te acostumbres. La calma es solo una tregua.
Las palabras fueron proféticas. Justo en ese momento, su teléfono comenzó a sonar. Al ver el nombre de Marco, el hombre se evaporó, dejando solo al capo.
-Dime.
-Jefe, algo va mal en los puertos. La mercancía no llega. Tres cargamentos han desaparecido. Los contenedores llegan vacíos. El nombre de Vasil Krakov empieza a sonar.
-¡Ese hijo de puta ruso! -siseó Max-. ¡Averigua lo que pasa! ¡Ahora!
Colgó con un golpe seco, su rostro era una máscara de furia fría. Se giró hacia Leah.
-Se acabó la luna de miel.
Leah dejó caer el libro, el corazón encogiéndosele. La paz se había evaporado.
-¿Qué ha pasado? -preguntó, su voz era un susurro tenso.
-Krakov -dijo él, la palabra era un veneno en su boca-. Nos está provocando. Hay que volver.
Ella asintió, sin más preguntas. La tregua, en efecto, había terminado.
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De vuelta en el despacho de la mansión, el ambiente era gélido. Max caminaba de un lado a otro como un lobo enjaulado mientras Marco presentaba la información en la gran pantalla.
-Krakov ha estado moviendo su gente. Ha reforzado su seguridad y ha estado en contacto con varias facciones menores que te guardan rencor -explicó Marco-. Ha desviado nuestros tres últimos cargamentos. Es una provocación directa, jefe. Quiere tu cabeza.
-Eso no pasará -gruñó Max-. Prepara a los hombres. Esta noche le haremos una visita a su almacén principal en el Bronx. Vamos a quemarlo hasta los cimientos.
Leah, que había estado observando en silencio desde un sillón, se puso de pie.
-No.
La palabra, pronunciada con una calma helada, detuvo a Max en seco. Se giró hacia ella, sus ojos oscuros brillando con incredulidad y una advertencia.