En su lujosa oficina del piso 45 de la Torre Moore, Antonio Villanueva revisaba los últimos informes de la empresa. Los números proyectaban un constante crecimiento, pero para él, nunca era suficiente. Siempre había algo más que alcanzar, un nuevo objetivo que conquistar.
La puerta de su despacho se abrió sin previo aviso. Martín Rodríguez entró apresurado, con la respiración entrecortada.
-Señor, la hemos encontrado -anunció, tratando de controlar su agitación-. Nuestros detectives han confirmado su ubicación.
Antonio se quedó inmóvil por un instante. Había esperado esa noticia durante años, pero ahora que finalmente la escuchaba, sentía un vértigo extraño.
-¿Estás seguro? -preguntó con voz firme, sin apartar la mirada de su asistente.
-Sí, señor. Me han informado que ya vienen en camino...
Antonio se levantó de su asiento y se ajustó el traje con calma calculada.
-Llévala a la mansión -ordenó sin titubeos-. Debo prepararme.
Martín asintió y salió con la misma prisa con la que había entrado.
Antonio caminó hacia el ventanal que cubría toda la pared de su oficina y contempló la ciudad iluminada bajo sus pies. Sabía que este momento llegaría tarde o temprano, pero eso no hacía que fuera menos trascendental.
¿Recordaría ella? ¿Lo reconocería?
Antonio condujo rápidamente hacia la mansión. Sabía que este momento marcaría un antes y un después en su vida. No la veía desde que la habían apartado de él hacía tantos años.
Al llegar, se dio una ducha rápida y se puso ropa limpia. Su reflejo en el espejo le devolvió una mirada intensa, llena de una mezcla de ansiedad y determinación. Bajó al salón principal, pero aún no había llegado.
Impaciente, sacó su teléfono y llamó a Martín.
-¿Qué sucede? -preguntó con voz tensa.
-Señor Antonio, hemos tenido un contratiempo -respondió Martín con cautela-. La señorita ha empezado a gritar y golpear el vehículo. Se ha lastimado. Llamamos a un médico y la está examinando, pero nos aconseja que no viaje en estas condiciones.
El silencio de Antonio fue breve pero cargado.
-Enviame tu ubicación. Voy para allá.
Martín dudó un segundo antes de responder.
-Sí, señor.
Antonio cortó la llamada y salió de inmediato. No esperaba que su reencuentro fuera así, pero en el fondo, algo en él temía que no sería fácil.
Mientras conducía, su mente lo llevó de vuelta a ese día fatídico. Aún recordaba la desesperación en su mirada cuando su padre la había arrancado de su lado. La impotencia, la furia... y la promesa silenciosa de que la encontraría.
Y ahora, después de tantos años, ese momento había llegado.
Lo que no sabía era si ella aún lo recordaba... o si lo odiaba.
Antonio llegó al lugar indicado por Martín, una carretera apartada en las afueras de la ciudad. El vehículo en el que la trasladaban estaba estacionado a un lado, rodeado de hombres de seguridad. La noche era oscura, y el único sonido era el de los grillos y el murmullo de los guardias, que hablaban en voz baja.
Al bajar del auto, Antonio se dirigió de inmediato hacia Martín, quien lo esperaba con el rostro tenso.
-¿Dónde está? -preguntó con voz controlada, pero su ansiedad era evidente.
-En el interior del vehículo, señor. El médico la ha atendido, pero... sigue alterada.
Antonio asintió y avanzó con paso firme. Los guardias abrieron la puerta trasera, y por primera vez en años, la vio.
Ella estaba sentada en el asiento, con la mirada baja y un vendaje en el brazo. Su respiración aún era agitada, pero lo que más le impactó fue su expresión: no había reconocimiento en sus ojos.
Antonio sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Ella lo miró, parpadeó un par de veces y luego frunció el ceño.
-¿Quién eres? -preguntó con voz tensa.
El golpe fue brutal.
Antonio sintió cómo el suelo se desmoronaba bajo sus pies.
-Soy yo -dijo, casi en un susurro, incapaz de aceptar lo que estaba ocurriendo.
Ella lo observó con una mezcla de desconfianza y confusión.
-No sé quién eres -replicó, con una dureza que lo atravesó como un cuchillo-. ¿Qué quieren de mí?