Mi vida no era un desastre, pero tampoco era algo digno de admiración. Me había resignado a la rutina: levantarme temprano, trabajar largas horas en el pequeño café de la esquina, y regresar a un diminuto apartamento donde el eco de mi soledad parecía burlarse de mí cada noche. No tenía grandes sueños porque hacía mucho que aprender a sobrevivir se convirtió en mi único objetivo.
Ese martes por la mañana comenzó como cualquier otro. La cafetera chisporroteaba con el primer lote del día, y yo intentaba recordar si había apagado el calentador de mi apartamento antes de salir. El aroma del café llenaba el aire, mezclándose con las risas de los estudiantes universitarios que ocupaban las mesas del fondo y el murmullo de los clientes habituales que hojeaban el periódico.
Entonces, él entró.
La puerta se abrió, dejando entrar una ráfaga de aire frío que recorrió el café como un anuncio de su llegada. Mis ojos se alzaron casi por instinto, y allí estaba: un hombre alto, de traje oscuro y corte impecable, con una mirada que podía cortar el aire. Su rostro era severo, como si sonreír fuera un acto indigno de su tiempo. Sus ojos, grises como el acero, escanearon el lugar antes de detenerse en mí.
Sentí que el aire me abandonaba por un segundo, pero rápidamente aparté la mirada, concentrándome en limpiar la barra con un trapo que de pronto me parecía demasiado interesante. Él no era el tipo de persona que entraba a lugares como este. Era el tipo de hombre que se reunía en restaurantes de lujo o despachos de cristal, no en cafeterías modestas con mesas cojas.
-¿Me puede atender? -su voz me sacó de mis pensamientos. Era profunda, firme, y tan fría como su expresión.
Asentí rápidamente, sintiéndome torpe mientras me acercaba a la caja registradora.
-¿Qué va a llevar? -pregunté, intentando sonar profesional.
-Un café negro. Sin azúcar.
Por supuesto. El hombre más intimidante que había visto en mi vida no podía tomar otra cosa que no fuera algo tan simple y contundente. Preparé su pedido mientras sentía el peso de su mirada en mi nuca. Cuando finalmente le entregué el vaso, sus dedos rozaron los míos, y por un instante, sentí un escalofrío que nada tenía que ver con el frío de afuera.
-Gracias -murmuró, y luego, en lugar de irse, se quedó allí, apoyado contra la barra mientras tomaba un sorbo de su café.
Intenté ignorarlo, pero su presencia era imposible de ignorar. Cada vez que levantaba la vista, allí estaba él, observándome con una intensidad que me ponía nerviosa. Finalmente, no pude soportarlo más.
-¿Algo más en lo que pueda ayudarle? -pregunté, tratando de mantener la compostura.
Él esbozó algo que podría haber sido una sonrisa, aunque en su rostro parecía más una mueca.
-Sí, en realidad. Necesito hablar contigo.
Mi ceño se frunció.
-¿Conmigo?
-Sí. ¿Tienes algún lugar donde podamos hablar en privado?
Mis instintos me gritaron que dijera que no, que lo ignorara y siguiera con mi día. Pero había algo en su tono, en su presencia, que me hizo asentir lentamente.
-Puedo tomar mi descanso en diez minutos -dije, señalando una pequeña puerta al fondo del café que daba a un almacén vacío.
-Perfecto. Te espero.
Y así lo hice. Diez minutos después, me encontré frente a él en ese pequeño almacén, rodeados de cajas de cartón y el aroma a café molido. Crucé los brazos, tratando de parecer más segura de lo que me sentía.
-¿Qué quiere?
Él se presentó como Gabriel Montenegro, un nombre que resonaba con poder y riqueza. Era dueño de una de las empresas más grandes del país, y por alguna razón que aún no comprendía, estaba en ese café hablando conmigo.
-Sé que tienes problemas financieros -dijo sin rodeos, como si estuviera leyendo un informe.
Mi cuerpo se tensó. ¿Cómo sabía eso?