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Grasse, Francia, La Fiesta del Jazmín, hace 5 años.
Edmond.
La ciudad baila, ríe, agasajada bajo de los jazmines que adornan la plaza. Turistas y pueblerinos disfrutan la fiesta, la música que se mezcla con el aroma de las flores. Este era un acontecimiento local que amaba desde niño, soñaba con ser uno de sus mayores exponentes, y hoy lo soy; los arreglos florales, los aromas que se esparcen como olas por estas callejuelas estrechas y laberínticas son mías, llevan la marca: “Arnaud”, mi apellido, el cual gobierna el mundo del perfume. Sí, siento orgullo, pero no me complace, tengo la necesidad de algo más, mi vida aclama algo nuevo. Tal vez sea la razón por la que me encuentro sentado en uno de los reservados de este palacete, teniendo mi sexta cita con la mujer que se acerca ofreciéndome una amplia sonrisa.
Karine Dufour, la hija mayor de una de las familias más influyentes de Francia; hermosa, y ambiciosa, perfecta para reinar a mi lado en el mundo de la perfumería. Llevamos tres meses de noviazgo, donde los encuentros físicos han sido escasos, las conversaciones predecibles y los besos desabridos. Todos me recuerdan que es la ideal, pero las dudas me asaltan cada vez que abre la boca.
—Me tomé la libertad de traerte tu favorito —extiende la copa donde un vino tinto resplandece—. Es de la última cosecha Carosi, sé que lo amas —lo deja frente a mí antes de sentarse.
—Gracias, no tenías porqué; pensé que solo ibas al baño.
—Ya sabes, tengo la costumbre de querer hacerte feliz, te siento desanimado y la noche está hermosa. ¿No vas a probarlo? —señala el trago y asiento.
Bebo el primer sorbo bajo su atenta mirada, el cuerpo del vino es fuerte, su sabor revolotea en mi boca, como elixir de uvas fuera de este mundo. Sigo bebiendo mientras ella habla, me pierdo en el movimiento lento de sus labios, su discurso de porqué deberíamos casarnos pronto se lo traga el ritmo de la música. Siento calor, las gotas de sudor se escurren por mi cuello, mis dedos flotan al tacto contra el cristal de la copa. Las luces son demasiado brillantes, marean mi vista. El corazón repiquetea más fuerte de lo normal, no sé qué me pasa.
—Karine, este vino…
—¿Quieres que pida la botella entera? —interrumpe ella acariciando el dorso de mi mano—. Podríamos beberla en mi habitación.
—No, necesito tomar aire fresco.
Me pongo de pie y salgo del lugar. Escucho sus gritos aclamando mi nombre, choco con varias personas, no sé a dónde me dirijo. Al cabo de un rato llego al medio de la plaza, la música está en su apogeo, la multitud se divierte, el aroma a jazmín es una constante en el ambiente. Tomo asiento en el borde de la fuente adornada por lucesillas de varios colores, mirarlas es una molestia. Lavo mi cara con el agua que destila la misma. Agradezco su frescor, pero la sensación extraña que azota mi cuerpo no merma.
Respiro profundo intentando bajar el centellaso de adrenalina que recorre mis venas. Un aroma diferente no tarda en llegar a mí, es una fragancia suave, con notas frutales, algo que mi olfato nunca había percibido. Me resulta extraño que resalte ante la avalancha de jazmines, por lo que miro alrededor. Justo al lado izquierdo, colocándose una corona de flores en su cabeza hay una mujer. No tardo en ponerme de pie e ir donde ella; el aroma delicioso le pertenece, está enredado en su cuerpo, en los cabellos castaños que ondulan sobre sus hombros. Ella no repara en mí, regala sonrisas al vendedor y acepta cuando este le pide rociarla con agua perfumada.
—Será en vano —le digo, sus grandes ojos pardos chocan con los míos—. Por las notas frutales del perfume que traes, el agua de jazmín no podrá ocultarlas.
—Notas del corazón, señor —responde ella—, quién sabe, tal vez cree una fragancia mejor.
Vuelve a girarse hacia el vendedor y este la rocía, ella cierra los ojos aceptando las gotas contra su piel. Su semblante delata felicidad, se ve tan natural, luminosa como ese efluvio intruso que trae con ella.
—Sabes de perfumería —afirmo, ella vuelve su atención a mí después de pagar al señor.
—Lo suficiente que se pueda aprender en un taller local y gratuito —se encoge de hombros—. Me gusta experimentar con esencias, es todo.
—Son la cuna de la perfumería en Grasse, parte de nuestra cultura.
—Y sin dudas tú sí sabes mucho de perfumes, ¿no? —dice antes de comenzar a caminar.
Siento la pregunta como una invitación a acompañarla. Los mareos han cesado, las luces se ven más pintorescas. Me siento alegre, curioso por la persona que va a mi lado, ya que desconoce rotundamente quién soy, o eso quiero creer.
—Digamos, que sé lo suficiente como para deducir que tu perfume es una mezcla entre frutos rojos y algún cítrico, se percibe rústico, pero el resultado es atrayente, dan ganas de vivir.
—Gracias, esa era la idea, transmitir vitalidad, deseos.
Se detiene viéndome directo a los ojos, como si quisiera perderse en ellos. Es bonita, sus mejillas no han dejado de estar sonrojadas. Los dedos juegan con su cabello, a la vez que me regala un a sonrisa tímida. No le soy indiferente, esta mujer me gusta.
—¿Y cuáles son tus deseos? —me acerco más, ella no retrocede.
Vuelvo a aspirar su aroma, quiero dejarlo grabado en mi mente, tal vez está siendo precipitado, pero es lo que mi cuerpo exige, aproximarme a ella, hacerla mi aventura, dejar su olor en mi cama, y lo haré.
—¿Ahora mismo?, pues… bailar.
Su respuesta tarda en llegar unos segundos, noto timidez en ella, por lo que la tomo de la mano llevándola a la pista más cercana. Danzamos, reímos, hablamos, no sé por cuánto tiempo, pero disfruto la forma en la que su cuerpo reacciona cuando mis manos lo tocan. Acoplamos a la perfección, como notas de fondo del mejor perfume. No tardo en besarla, empujado por el impulso y las ganas que se apoderan de mí. Tomo sus labios, es lo mejor que he probado en la vida, dulce, suave, dispuesta, mía.
El sol de la mañana golpea mi rostro, mis ojos se niegan a abrirse, pero la fragancia que siento me obliga a hacerlo. Es extraña, frutal, suave, como si quisiera desvanecerse en el aire. Miro a mi alrededor, estoy en mi habitación de hotel. No recuerdo cómo llegué aquí. El dolor taladra mi cabeza. Pequeños fragmentos atormentan mis recuerdos, música, calor, jazmines, sonrojos, besos, mi cama, ganas, gemidos… todo es muy borroso. Siento un movimiento a mi lado, la boca se me seca por la mujer que yace allí, su cuerpo desnudo está a la vista, lleva una corona de flores en la cabeza y me sonríe con picardía.
—Buenos días, mi amor —dice Karine mostrándome en su anular izquierdo el anillo de compromiso.
Simone.
Nueve meses después de La Fiesta del Jazmín.
Su llanto es incesante, hermoso, ruega por mí, y yo porque la pongan en mis brazos. Me siento débil, adolorida hasta la muerte, pero tan feliz que las lágrimas no han cesado. La enfermera se acerca con mi bebé. La coloca cerca de mi pecho, no tarda en tomarlo y succionar, sonrío a pesar de la sensación algo incómoda, lo supe desde el momento en que descubrí que estaba embarazada, que sería capaz de dar la vida por ella, de amarla con locura. Bebe de mí, aprovecho el momento para olerla, su aroma me extasía; es tan perfecto como ella, posee notas dulces, suaves, amorosas; me recuerdan a primavera, a campos florecidos, a un manzano repleto de frutos.
—Algún día haré un perfume con tu nombre, Flavia —le susurro y comienzo a arrullarle esa canción que mamá siempre me cantaba cuando estaba triste.
Pienso en ella, en lo feliz que hubiera sido siendo abuela de tal preciosura, si la muerte no se la hubiera llevado, mi vida sería diferente. No tendría que ocultar mi apellido, hubiera estudiado en una academia de prestigio, mi hija tuviera un padre… El recuerdo de ese hombre viene a mi mente, sus ojos casi dorados, su sonrisa ancha, filosa. Mi piel se eriza, no me arrepiento, pero sin dudas él fue un error. Me dejé llevar, olvidé de mis miedos y fantasmas, quise sentir, pero todo se desmoronó cuando supe quién era, que pronto se casaría, y así fue. Un emperador no reconoce bastardos de pueblerinas, por ello no he revelado el apellido que debería llevar mi bebé, fue mi error, por lo que asumiré sola toda responsabilidad.
La enfermera la retira de mis brazos cuando queda dormida, me recomienda que descanse. Ha sido muy amable conmigo, se ofreció a llamar a mi abuela pues las contracciones comenzaron mientras trabajaba, me trasladaron al hospital público y no pude avisarle. Estará tan feliz de ver lo hermosa y saludable que está su bisnieta. Cierro los ojos, el sueño me toma, y doy gracias por merecer tan hermoso regalo, siento que todo es diferente ahora.
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