—Ten Marilyn, —Elita me entrega una pequeña bolsa de papel— tu nuevo uniforme.
—¿Pero cabe ahí?, —Extiendo la mano para recogerla— ¡si esa bolsa es muy pequeña!
»¡Pero si esto es...!
—Lo siento Mari, pero el señor vuelve mañana de su viaje de negocios y ha ordenado que te lo entregue, pues a partir de mañana ese será el atuendo que deberás llevar.
—¿Y cómo pretende el señor que yo limpie el polvo o los cristales vestida solamente con esto, Elita? —Saco el minúsculo tanga de hilo negro que viene dentro de la bolsa y se lo muestro.
—Me temo que tus tareas a partir de mañana no van a ser limpiar el polvo o los cristales mi niña, creo que vas a tener que dedicarte a limpiar lo que él tiene entre las piernas. Después de todo, es para lo que te trajo a esta casa, ¿no?
Sí, es cierto, después de dos meses ya casi ni me acordaba.
Había quedado huérfana nada más cumplir la mayoría de edad y, sin casa ni trabajo, lo único que se me ocurrió fue ir a buscar refugio en un prostíbulo.
Allí la madame me recibió con los brazos abiertos, y las prostitutas con comentarios del tipo "¡Vaya, chica nueva! Pues con lo guapa que es seguro que vuelve locos a los clientes" "Nos va a hacer ganar muchísimo dinero" "Pues yo creo que lo que va a hacer es quitarnos los clientes porque es un bombón de niña...".
—¿Eres virgen? —preguntó la madame haciendo que yo dejase de escuchar sus comentarios.
—No. El año pasado tenía un novio y perdí la virginidad con él.
—Lástima, podrías sacar una buena tajada al vender tu virginidad, tengo clientes habituales que se vuelven locos con esas cosas y están dispuestos a pagar una buena suma por desvirgar a una chica tan bonita como tú.
—Lo siento. —Bajé la cabeza avergonzada por no ser virgen, aunque nunca antes había sentido vergüenza por ello.
—No lo sientas Marilyn. Que no seas virgen significa que tienes experiencia y que no te lo voy a tener que enseñar todo desde el principio. ¿Qué sabes hacer?
—Mmm, pues barrer, fregar, cocinar, lavar la ropa, planchar...
—Me refiero en la cama —me interrumpió la madame con una carcajada.
—Ah. Cosas sencillas, supongo.
—¿Alguna vez has hecho una mamada?
—Sí. —Sentí como el rubor teñía mis mejillas.
Sabía que a partir de ese momento, trabajando en un prostíbulo, ese tipo de conversaciones serían muy habituales, pero yo aún no me sentía cómoda admitiendo lo que había hecho en la intimidad de mi cama.
—¿Cómo lo haces?
—¿El qué? —pregunté confundida.
—Las mamadas, que como las haces. ¿Chupas, lames, besas, muerdes...?
—Pues, creo que todo a la vez: primero beso la punta del pene y toda su longitud, después paso la lengua por toda su superficie, la muevo en círculos alrededor del glande y, a veces, meto la punta de la lengua en el pequeñísimo orificio que tiene.
—Eso suele gustar mucho a los hombres.
—Supongo, a mi novio sí que le volvía loco. —Conforme veía la normalidad con que la madame hablaba del tema yo me iba sintiendo más cómoda con la conversación—. Lo siguiente que hago es abrir completamente la boca y abrazar el glande con los labios sin dejar de mover la lengua en círculos. Mientras tanto, pongo una mano en la base del pene y con la otra...
—Espera un momento, ¿por qué no dices polla?