"Trae a la doctora para que la inspeccione ahora mismo. No quiero contagiarme de alguna enfermedad por culpa de ella"
Aquella frase de Benedict retumba en la cabeza de Isabella mientras observa con los ojos llorosos la explanada de la mansión Arrabal desde la ventana del último piso. Su estómago está hecho nudos, no solo por el hambre que siente, sino por la forma que oyó, como se refería a ella más temprano, como si fuera una mercancía a la cual verificar su fecha de caducidad. ¿Qué clase de mujer cree es? ¿Una de esas prostitutas que se mete en su cama?
De pronto la puerta se abre e Isabella pega un brinco, su corazón se acelera, tiene los nervios destrozados. Dos mujeres y dos hombres entran en la habitación. Uno de ellos es él, su esposo. Aunque nunca antes se vieron, alguna vez vio una foto suya en una revista empresarial, y por supuesto ha oído innumerables versiones sobre él. En el juzgado tampoco se encontraron. Isabella estuvo en una sala totalmente sola por varios minutos, hasta que un juez vino con el acta que ella debía firmar, luego de que lo hizo, de nuevo la dejaron sola por varias horas. Incluso llegó a pensar que se habían olvidado de ella, pero entonces, dos hombres, ambos de aspecto desagradable, la trajeron hasta aquí.
Isabella ni siquiera se atreve a levantar la vista. No tiene que ser muy inteligente para darse cuenta de que a Benedict no le gusta ser desacatado, el aura que emana de él en estos momentos, es tan poderosa que la asfixia.
-Acuéstese, señora, la doctora va a inspeccionarla.
El otro hombre, mano derecha de Benedict, es quien ordena. Isabella lo reconoce al instante, es el mismo que fue a hacer el trato con su tío para su boda con Alessia hace tres meses.
Ella se aferra con fuerza a su vestido blanco, aquel que le pertenecía a su abuela y que le dieron para usar este día.
Con un temblor evidente en su cuerpo, camina hasta la cama y se sienta. Benedict la empuja y levanta su vestido bruscamente para dejarla expuesta frente a todos. Ella emite un pequeño jadeo ante la vergüenza. A través de sus ojos medio cerrados, Isabella todavía puede ver su rostro, esbozando una sonrisa maliciosa. La está humillando y le gusta hacerlo. Todo indica que su vida no será mejor aquí que en la casa de su tío.
-¿Acaso te avergüenza que te veamos así? -pregunta con tono de burla-. ¿No me digas que la hija única de Ricardo Murano todavía sigue pura?
Isabella se agarra de las sábanas como si fueran su última salvación. Las palabras de advertencia de su tío resuenan en su cabeza. Debe soportar, es su deber. Todo el bienestar y el honor de la familia depende ahora de ella, no puede fallarles de esa forma.
La doctora se coloca a su lado y abre sus piernas para inspeccionarla, ella gime bajo por el picor en su parte íntima. Durante unos minutos, mira, anota algo en su recetario, luego se levanta.
-Señor Arrabal, como lo sospechaba, ella ya no es virgen. Estoy llevando muestras al laboratorio para hacer algunos exámenes. Lo más seguro es que tenga alguna enfermedad de transmisión sexual, cuando tengamos el resultado, deberá seguir tratamiento. También programaré una cita para ella en la clínica para exámenes generales. Es mejor descartar todas las enfermedades posibles para evitar problemas futuros.