La mansión Devereaux, situada en lo alto de una colina que dominaba la Costa Azul, era un monumento al lujo y la sofisticación. La estructura, una obra maestra de la arquitectura moderna, combinaba líneas limpias con materiales clásicos como mármol y vidrio, creando un equilibrio perfecto entre el pasado y el presente. El sol de la tarde bañaba la fachada en un cálido resplandor dorado, mientras que los extensos jardines, diseñados meticulosamente, reflejaban una dedicación obsesiva al detalle.
En el interior, las luces de araña de cristal Swarovski brillaban con una intensidad que solo era superada por el resplandor de las joyas que adornaban a los invitados. La mansión era un lugar de reunión para la élite mundial: magnates de los negocios, estrellas de cine, políticos influyentes y figuras de la realeza. Todos habían acudido a la invitación de Isabella Devereaux, una de las mujeres más poderosas y enigmáticas del planeta.
Isabella, la anfitriona de la velada, se movía entre sus invitados con una gracia natural que desmentía el control absoluto que ejercía sobre su entorno. Vestida con un elegante vestido de seda negra que caía en suaves pliegues hasta el suelo, y adornada con un collar de diamantes que parecía capturar cada destello de luz, Isabella era el centro de todas las miradas. Su cabello oscuro, recogido en un moño impecable, dejaba al descubierto un rostro de rasgos delicados pero firmes, con unos ojos verdes que observaban todo a su alrededor con una mezcla de interés y cálculo.
A pesar de la aparente relajación en su porte, Isabella estaba siempre alerta. Su vida, marcada por el éxito y el poder, también estaba llena de secretos que nadie, ni siquiera los más cercanos a ella, conocían por completo. Para la mayoría de los presentes, ella era simplemente la CEO de Devereaux Industries, una de las corporaciones más influyentes del mundo, pero Isabella era mucho más que eso.
Mientras se acercaba a un pequeño grupo de invitados, sus sentidos captaron una conversación en francés que no pudo evitar escuchar. Dos empresarios discutían discretamente sobre una reciente adquisición en el sudeste asiático, un tema que Isabella ya había investigado exhaustivamente. No era su negocio intervenir, pero la información siempre era útil. Isabella saludó al grupo con una sonrisa encantadora y pronto fue recibida con un respeto palpable.
“Isabella, querida, como siempre, tu hogar es una maravilla,” dijo uno de los hombres, un magnate del petróleo de Oriente Medio que la conocía desde hacía años.
“Gracias, Hassan. Me alegra que disfrutes de la velada,” respondió Isabella con un tono cálido, aunque sus ojos ya se habían fijado en otra parte de la sala.
Cruzando la estancia, Isabella notó a Alistair Donovan, un banquero de inversión con quien había tenido múltiples tratos en el pasado. Estaba hablando con una mujer joven y rubia, que claramente estaba tratando de impresionarlo. Isabella sabía que Alistair rara vez asistía a eventos sociales a menos que tuviera un propósito claro, y su presencia esta noche era una señal de que algo importante estaba en juego.
Decidió no acercarse inmediatamente, sino observar desde la distancia. Isabella era una maestra en el arte de la discreción, y sabía que a veces, el mejor movimiento era no hacer ningún movimiento en absoluto. Mientras tanto, continuó su recorrido por la sala, intercambiando sonrisas y palabras amables con cada invitado que encontraba.
El salón principal de la mansión estaba decorado con una sutil elegancia que hablaba de buen gusto y opulencia. Obras de arte de los maestros europeos colgaban en las paredes, y los suelos de mármol reflejaban la luz de los candelabros con un brillo suave. Cada detalle, desde las flores frescas que adornaban las mesas hasta la música en vivo interpretada por un cuarteto de cuerdas, había sido cuidadosamente seleccionado por Isabella para asegurar que la velada fuera inolvidable.
Isabella se detuvo un momento frente a una de las obras de arte, una pintura renacentista que había adquirido en una subasta privada en Roma. Mientras la contemplaba, su mente vagaba por los recuerdos de aquella adquisición, una transacción que había sido más que solo una compra; había sido un movimiento estratégico en un juego mucho mayor, uno que pocos podrían entender.
Un suave susurro interrumpió sus pensamientos. Alguien se había acercado por detrás, con la misma discreción que Isabella apreciaba en los demás. Al girarse, se encontró cara a cara con Marcello Di Luca, un influyente diplomático italiano y uno de sus contactos más valiosos en Europa.
“Isabella,” saludó Marcello, inclinando ligeramente la cabeza en un gesto de respeto. “Siempre es un placer verte.”
“El placer es mío, Marcello,” respondió ella, devolviendo el saludo con una sonrisa que no revelaba nada de lo que realmente pensaba. “¿Qué te trae por aquí esta noche? ¿Negocios o placer?”