Si me pagaran por cada propuesta absurda que he recibido desde que mi carrera de escritora se fue al demonio... probablemente seguiría pobre. Pero al menos tendría una excusa más divertida para explicarlo en terapia.
El edificio era tan elegante que me dolieron los los pies solo de entrar.
La entrevista, para empezar, no tenía sentido desde el principio. El correo era vago, la dirección demasiado elegante, y la recepcionista que me recibió tenía una sonrisa como salida de una serie de culto sobre cultos.
Ella me sonrió como si estuviera viendo algo adorablemente patético. Y bueno... no la culpo. Había usado mi último vestido decente, planchado con la esperanza de que un CEO misterioso me ofreciera algo más que agua y una palmada en la espalda.
Pero no esperaba encontrarme con él.
Gael Devereux. Lo había googleado antes de venir. CEO de Devereux Holdings.
Multimillonario, soltero, con rumores de demandas enterradas y tratos confidenciales. Básicamente, el sueño húmedo de los medios financieros... y la pesadilla de cualquier mujer con instinto de supervivencia.
"
-Daphne Ávalos-dijo, sin siquiera mirar el CV que nunca me pidió.
-Presente,-contesté. El sarcasmo es mi escudo. Él no se inmutó.
Se dio vuelta. Alto. Elegante. Guapo de forma perturbadora. Como si hubieran diseñado a un CEO en el infierno y lo hubieran soltado en Wall Street.
-Usted quiere una historia. Yo también.
Usted escribe bien, aunque últimamente no ha vendido nada.
-Gracias por recordarme que estoy en bancarrota.
-Eso puede cambiar.
Puso un sobre negro sobre la mesa de cristal. Lo abrí y empecé a leer. El contrato tenía mi nombre. Y el suyo. Y muchas cláusulas absurdas. Como mudarme a su residencia mientras escribía. O no poder abandonar el proyecto sin su aprobación.
El contrato era real. Legal. Extenso. Perturbador.
Condiciones:
– Escribir su biografía desde su propia mansión.
– Acceso completo a su vida (y secretos).
– Confidencialidad absoluta.
– Renuncia temporal a mi libertad creativa... y física.
-¿Esto es una broma?- pregunté.
-¿Tú pareces alguien que puede pagar sus cuentas como para rechazar esto?-replicó él, sin pestañear.
Me levanté. Lo miré con todo el desprecio que una mujer endeudada y sarcástica podía reunir.
-Gracias, pero no. No vendo mi alma. Ni por seis ceros.
-Eso dijiste. Hoy.
-¿Perdón?
-Nada. Estás libre de irte. Por ahora.
Pero qué imbécil, osea, ni siquiera me miró a la cara, maldito arrogante infeliz ¿que se cree?
La verdad es que llevaba meses sin poder encontrar un trabajo, como escritora, tenía un maldito bloqueo creativo y sin ideas nuevas no había forma de seguir escribiendo, de eso vivía de mis escritos.
Pero no vendería mi alma de esa forma. Y además ese tío se cree la gran cosa, patán.
Horas después...
Mi apartamento era un horno, mi heladera un desierto, y mi dignidad... un recuerdo borroso.
Encendí la laptop para buscar trabajos mediocres y comer arroz frío.
No supe cuándo me quedé dormida.
Lo siguiente fue el ardor en la nariz. Cloroformo.
Desperté en movimiento. Boca seca. Mano atada.
Luces fuera de foco. Olor a cuero. Un auto. Silencio.
Una nota en el asiento a mi lado:
Lo lamento, eres difícil de convencer, pero te dije que era hoy. Bienvenida a tu verdadero contrato.– G. D.
Me habría reído si no estuviera tan cerca del colapso nervioso.
Mi madre siempre dijo que tenía talento para meterme en problemas.
Pero ni en sus peores pesadillas me imaginó despertando en una cama tamaño imperio, con sábanas de hilo egipcio y cámaras apuntando a cada rincón.
¿El lado bueno? No estaba muerta.
¿El malo? Estaba secuestrada por un CEO sexy con tendencias dictatoriales y demasiado dinero.
Me incorporé de golpe, ignorando el mareo. Todo era... elegante. Frío. Impecable. Como un catálogo de lujo en el infierno.
La puerta se abrió. Por supuesto.