Elena Norato daba vueltas alrededor de un árbol en el patio de la casa del brujo Julián. Esa era la única forma que tenía para mantener bajo control a sus nervios.
Ariana, su prima, la observaba con cierta satisfacción desde la mecedora donde se balanceaba, arrinconada en un costado de la estancia, bajo la sombra de un naranjo. Le divertía la mala leche de la otra. Obligarla a estar allí era su manera de vengarse por todo lo que Elena le había arrancado de las manos.
—Maldita sea, ¿por qué tardará tanto? —expresó Elena con evidente molestia al detenerse para mirar iracunda la casa del brujo.
Ariana suspiró con agotamiento y disimuló una sonrisa mientras veía la postura encolerizada de su prima. Elena parecía un soldado, con las manos cerradas en puños apoyadas en las caderas y las piernas un poco abiertas.
—¿A qué se deben tantos nervios, prima?
—No estoy nerviosa, estoy ansiosa. Me desespera la lentitud de Julián. No debimos venir, sabía que esto sería una mala idea.
Ariana alzó con mofa una de sus delineadas cejas para no responderle con un duro sarcasmo que iniciara una pelea entre ellas.
Odiaba a Elena, pero tuvo que llevarla casi a la fuerza a esa reunión ya que esa fue la única exigencia que hizo el brujo para aceptar el trabajo.
Requería con ansiedad de la información que Julián pudiera facilitarle para comenzar a resarcir la rabia que tenía cocida al alma.
Se retorció en la silla procurando ignorar la presencia de su prima. Elena era una mujer común, con una larga cabellera negra que aprisionaba en una vulgar cola, grandes ojos castaños que mantenían una mirada tosca y altiva y un cuerpo delgado, con uno que otro atributo, que disfrazaba bajo ropas simples y masculinas.
Se valía de una absurda imagen de chica temeraria para aparentar lo que no era. Lo peor del asunto, era que fracasaba de forma rotunda, causándole celos a Ariana.
Elena, sin proponérselo ni desearlo, obtenía la atención que muchas veces ella anhelaba.
Recostó la cabeza en la mecedora dejando caer sus lisos cabellos castaños sobre la madera y dirigió su atención al cielo estrellado, escenario poco común en la ciudad costera de Maracay para la penúltima semana de agosto, cuando era habitual que la lluvia tomara el control del cielo. Quiso cerrar los ojos, pero la aparición del brujo llamó su atención.
Julián, un hombre alto y robusto, de piel negra y ojos oscuros, salió de la casa por la puerta trasera con un paño de lino blanco colgándole del hombro.
En las manos traía un libro de tapa desgastada y un caldero con agua. Colocó cada artículo en una silla ubicada en el centro del patio y luego se dispuso a organizarlas con meticulosidad sobre una mesa.
Elena esperó muy quieta a que el hombre terminara su labor. Tenía cada fibra del cuerpo en tensión.
A pesar de no haber estado al principio de acuerdo con la propuesta de su prima, luego entendió que aquello podría servirle de algo.
Buscaba sin descanso a su hermano Raúl, desaparecido hacía un mes. Ella sospechaba que él había muerto, pero necesitaba confirmar esa teoría y localizar su cuerpo.
Estaba siendo amenazada por gente peligrosa que la vigilaba día y noche para hallar algo que él supuestamente había robado.
Se valió de todos los medios posibles para ubicarlo sin obtener resultados, por eso, se dejó convencer por Ariana de visitar a Julián.
El voluminoso hombre era un brujo famoso, muchas personas viajaban desde interior del país en busca de sus eficaces trabajos. Poseía el don de la clarividencia, con el que podía apreciar, a través del agua, el estado del alma de una persona y determinar si aún estaba atada a un cuerpo humano o era una sustancia etérea.
Elena no creía en esas cosas, pero de alguna manera debía encontrar una pista qué seguir.
Julián estaba listo para iniciar el trabajo. Elena se ubicó frente a él, atenta a cada movimiento. Ariana prefirió continuar recostada en la mecedora y ocultar un bostezo con su blanca y delgada mano.
El mulato entrecerró los ojos y comenzó a entonar salmos y cánticos. Se balanceaba hacia los lados mientras el cuerpo se le estremecía y los ojos se le tornaban blancos.
Una centena de collares, con diversidad de piedras y semillas de colores, se le agitaban en el pecho.
Sacó del bolsillo trasero del pantalón una botella chata de licor y bebió un profundo trago antes de abrir el libro para leer algunas oraciones en un idioma desconocido.
Elena estaba a punto de perder la paciencia. Tanto protocolo la inquietaba. Cada vez se convencía más de que había sido un error contratar los servicios de ese hombre.
Pero de pronto Julián soltó el libro para pasar las manos temblorosas por encima del caldero, repitiendo con mayor ahínco las oraciones. A los pocos segundos quedó inmóvil y observaba el agua con los ojos tan abiertos que parecían salírsele de sus órbitas.
Elena se inclinó hacia la fuente para ver lo que había impactado al brujo. No distinguió nada fuera de lo normal.
Julián entonces, dirigió su rostro aterrado hacia ella, inquietándola con su mirada.
—¿Qué? —indagó la chica.