Capítulo 1: El Callejón
Las calles de Palermo respiraban una mezcla de lujo y peligro cuando caía la noche. La ciudad tenía dos rostros: el de la elegancia y el de la oscuridad. En los barrios iluminados, la vida nocturna vibraba con risas y copas de vino; pero en los callejones apartados, como el que Carla Rossi acababa de elegir, la historia era otra.
La joven caminaba con prisa, el corazón aún latiéndole con fuerza por la discusión con su madre.
-No tienes derecho a preguntar por él, Carla. No después de todo lo que hizo.
Pero ella sí tenía derecho. Lo sentía en cada fibra de su ser. Durante diecisiete años, su madre se había negado a decirle la verdad sobre su padre. ¿Por qué tanto misterio? ¿Qué tan malo podía haber sido para que ni siquiera mencionara su nombre?
Necesitaba despejar su mente. Sacó un cigarro y lo encendió con manos temblorosas.
El primer suspiro de humo la calmó un poco.
Entonces, escuchó un ruido.
Un quejido bajo.
Su cuerpo se tensó al instante.
A unos metros de ella, en el suelo, había un hombre.
No era un indigente ni alguien ebrio. Su traje negro, aunque desarreglado, era de alta costura. Su camisa blanca estaba empapada de algo oscuro y espeso.
Sangre.
Carla sintió un escalofrío recorrer su espalda.
El hombre respiraba con dificultad, su pecho subía y bajaba de forma errática. Su mandíbula estaba apretada, como si luchara contra un dolor insoportable.
Pero lo que más la impactó fueron sus manos.
Tatuadas.
Líneas gruesas, símbolos oscuros, letras que parecían contar una historia de violencia y poder.
Quiso correr. Su instinto le gritaba que huyera. Pero sus pies no respondieron.
Se obligó a hablar.
-Señor... ¿está bien?
El hombre apenas logró abrir los ojos. Eran oscuros, tormentosos, intensos.
-Mi teléfono... -murmuró, su voz rota por el dolor-. Franco... llama a Franco.
Carla tragó saliva. ¿Quién diablos era este tipo?
Dudó un segundo, pero la urgencia en su mirada la obligó a moverse. Buscó en los bolsillos del hombre hasta dar con su teléfono. La pantalla estaba manchada de sangre. Lo encendió y vio que el último contacto registrado era Franco.
Marcó.
La llamada apenas sonó dos veces antes de que una voz grave respondiera.
-¿Dónde estás?
Carla abrió la boca, pero su voz salió temblorosa.
-H-hay un hombre herido... dijo que lo llamara.
Silencio.
Luego, un tono más frío.
-¿Quién eres?
-Me llamo Carla. Lo encontré en un callejón... está sangrando mucho.
Franco maldijo en voz baja.
-Dime la dirección exacta.
Carla miró a su alrededor y tartamudeó el nombre de la calle.
-Voy en diez minutos. No te muevas.
La llamada se cortó.
Diez minutos.
Carla bajó la vista al hombre herido. Diez minutos podrían ser demasiado.
Se arrodilló a su lado sin pensar y le tocó la mejilla suavemente. Estaba sudando, su respiración cada vez más pesada.
-Oiga... tiene que aguantar -le dijo, con una voz más firme de lo que esperaba-. Respire. No se muera en mis brazos.
Él abrió los ojos con esfuerzo. Una sombra de arrogancia brilló en su mirada, incluso en ese estado.
-No soy tan fácil de matar, piccola...
Carla sintió que su pecho se apretaba ante ese tono de voz, bajo y peligroso. Pero el miedo no la dejó moverse.
Lo vio parpadear varias veces, su cuerpo temblar levemente.
-¡No! -exclamó, sacudiéndolo un poco-. No se duerma. ¡Manténgase despierto!
El hombre soltó un suspiro pesado y sonrió apenas.
-Eres mandona...
Carla entrecerró los ojos.
-¡Cállese y respire!
El sonido de un motor interrumpió la escena.
Un coche negro apareció al final del callejón. Los faros iluminaron a Carla y al hombre herido como si fueran los únicos dos habitantes del mundo.
La puerta trasera se abrió, y de él salió un hombre alto, vestido de traje, con una expresión severa.
Franco.
Sus ojos pasaron de la figura en el suelo a Carla en un segundo.
-Joder, jefe... -murmuró mientras se arrodillaba junto al herido-. ¿Qué diablos pasó?
El hombre herido apenas pudo responder.
-Después...
Franco endureció la mandíbula y desvió su mirada a Carla.
-¿Quién es esta?
Carla sintió el peligro crecer a su alrededor. No le gustó la forma en que la miró, como si fuera un problema que debía resolverse.
-Ella... me encontró -susurró el hombre herido.
Franco se tensó.
Carla sintió que algo acababa de cambiar.
-Súbela al coche.
-¿Qué? ¡No, yo no-!
Franco no le dio oportunidad de reaccionar. Antes de que pudiera correr, una mano fuerte la sujetó del brazo y la arrastró hacia el vehículo.
Cuando la puerta se cerró tras ella, comprendió algo aterrador.
Acababa de cruzar la línea entre su vida normal y un mundo del que quizás no podría salir.
Uno donde los hombres sangraban en callejones oscuros.
Uno donde un desconocido de mirada tormentosa acababa de decidir su destino.
El rugido del motor y la suavidad con la que el auto recorría las calles de Palermo deberían haberla tranquilizado, pero Carla Rossi no sentía nada parecido a calma.
Estaba atrapada.
Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada. Sus manos temblaban, su respiración era errática. ¿Qué demonios estaba pasando?
-Déjame salir -dijo, con la voz más firme que pudo.
Franco, el hombre del traje, ni siquiera la miró.
-No vas a ir a ninguna parte.
Carla apretó los dientes y desvió la mirada al hombre herido junto a ella. Fabrizio. Aún estaba pálido, su camisa manchada de sangre, pero había algo en su expresión que la hizo estremecer. No miedo. No dolor. Solo paciencia.
Como si todo estuviera bajo control.
El coche cruzó grandes avenidas y luego tomó un camino más solitario, rodeado de árboles oscuros que se mecían con el viento. Cuando las grandes rejas de hierro aparecieron frente a ellos, Carla comprendió que ya no estaba en Palermo.
Era otro mundo.
Las puertas se abrieron automáticamente, y el auto avanzó por un camino de piedra que llevaba a una enorme mansión iluminada. Carla sintió su estómago revolverse.
El vehículo se detuvo frente a la entrada. Franco bajó primero, luego abrió la puerta y, con una firmeza que no admitía protestas, la obligó a salir.
-Muévete.
Carla miró la imponente mansión, sintiendo que cada paso que daba era otro clavo en su tumba.
Una vez dentro, la grandiosidad del lugar la abrumó. Todo era lujo: mármol, arañas de cristal, arte en las paredes. Pero había algo frío en esa riqueza, algo que no se sentía como un hogar.
Franco no le dio tiempo de observar más.
-Aquí es donde te quedarás.
Empujó una puerta y la metió dentro.
Una habitación enorme.
Las paredes eran de un color beige cálido, había un gran ventanal con cortinas de seda, un baño privado y una cama que parecía más cómoda de lo que cualquier persona normal necesitaría.
-No pienso quedarme aquí -espetó Carla, dándose la vuelta.
Pero Franco ya había cerrado la puerta.
Y por el sonido del cerrojo girando, también la había encerrado.
Carla estaba atrapada.
Horas después...
Carla no sabía cuánto tiempo había pasado. Se había sentado en el borde de la cama, abrazándose a sí misma, tratando de calmar su respiración. Tenía miedo.
La herida de Fabrizio... la sangre... todo lo que había pasado parecía un mal sueño. Pero estaba despierta.
Cuando la puerta se abrió de golpe, su cuerpo se tensó.
Fabrizio entró primero.
Había cambiado de ropa. Ahora llevaba una camisa negra abierta en el cuello, su piel aún pálida, pero con menos rastros de dolor. En su torso, entre los tatuajes, una gasa cubría la herida de bala.
Franco entró detrás de él, cruzándose de brazos con el mismo gesto severo de siempre.
Carla se puso de pie de inmediato.
-¿Quiénes son ustedes? -exigió, su voz temblando un poco-. ¿Qué quieren de mí?
Fabrizio la miró en silencio por un momento. Sus ojos negros la estudiaron, como si midieran cada parte de su ser.
-Solo quiero darte las gracias.
Su tono era bajo, grave.