Ese príncipe es una chica: La compañera esclava cautiva del malvado rey
Destinada a mi gran cuñado
Demasiado tarde para arrepentirse: La heredera genio brilla
Enamorarme de nuevo de mi esposa no deseada
Novia del Señor Millonario
Ella se llevó la casa, el auto y mi corazón
Una esposa para mi hermano
Mi esposo millonario: Felices para siempre
No me dejes, mi pareja
Regreso de la heredera mafiosa: Es más de lo que crees
Mario Tancredo siempre ocultaba su desprecio antes de rematar a un adversario, lo reservaba para el momento preciso. Era más elegante de ese modo.
Le gustaba dar el golpe de gracia en su lujoso restaurante, durante una comida supuestamente informal, que en realidad era un campo de batalla para los negocios. No entendía por qué le atraía tanto aquel restaurante. Mucho tiempo atrás, cuando Mario solo tenía seis años, su padre le había dado una buena zurra allí mismo, delante de todo el mundo. Le había puesto sobre sus rodillas y le había azotado por haber protagonizado una rabieta en público. Mario no quería tomarse las espinacas. Años después adquirió el local, fustigado por un morboso sentimiento, y descubrió que le gustaba cerrar allí sus tratos, aplastar a sus enemigos. El que hoy se sentaba ante él era uno de los más odiados. Mario llevaba décadas soñando con este momento.
Degustó el caviar sin reflejar una sola emoción en su imperturbable rostro y alargó la pausa cuanto pudo antes de dar una respuesta.
—Me temo que voy a rechazar tu oferta —dijo al fin con tono indiferente—. No estoy interesado en tu dinero.
—Eres un maldito hijo de... —Ernesto logró dominarse y no terminó la frase.
Los comensales de las mesas adyacentes volvieron la cabeza hacia la pareja, atraídos por el elevado tono de voz de Ernesto.
—A tu edad deberías saber guardar la compostura —señaló Mario—. El restaurante está lleno y no creo que quieras montar una escena.
En realidad a Mario no le importaba en absoluto que se produjera un escándalo, ni aunque tuviesen que cerrar el local.
—¿Desde cuándo no te interesa el dinero? —preguntó Ernesto. Le costaba disimular el rechazo que sentía por Mario—. Te conozco y sé que no persigues otra cosa. No tienes moral ni decencia. Desde que creaste tu imperio solo sabes arruinar a los demás. De acuerdo, has conseguido el treinta por ciento de las acciones de mi empresa. Has jugado bien, lo admito, y has ganado. Pero te estoy ofreciendo el triple del dinero que valen mis acciones para recuperarlas. Es un trato más que justo y te hará más rico aún. No puedo entender por qué no lo aceptas. Si quieres más dinero...
—Te lo repito —le cortó Mario curvando ligeramente los labios. Eran pocas las personas que le habían visto sonreír, tal vez ninguna—. No quiero tu dinero.
Mario tomó la copa de vino y dio un sorbo con mucha calma. Escuchar de boca de un rival que él había ganado era una sensación deliciosa, embriagadora, imposible de igualar. Por muchas veces que la experimentara no se saciaría jamás. Era mejor que el sexo. Ni siquiera cuando nació su hija sintió algo comparable.
Ernesto resopló de mala gana.
—Entonces, ¿qué quieres? ¿Mi empresa? No me lo trago. Tú eres un destructor. Solo te apoderas de compañías que luego puedas despedazar para sacar dinero. La mía no es rentable y lo sabes. Levantarla de nuevo te llevaría, como poco, dos años de duro esfuerzo, y los dos sabemos que no eres de los que trabajan.
Mario no respondió. No tenía sentido negar lo evidente, y era cierto que los dos hombres se conocían perfectamente el uno al otro, tanto, que sus insalvables diferencias les distanciaban irremediablemente. La edad era una de esas diferencias, aunque probablemente la menor de ellas. Mario tenía cuarenta y tres años, mientras que Ernesto contaba con setenta y uno. Los dos veían el mundo y los negocios desde perspectivas completamente diferentes y, en la mayoría de los casos, los dos podían saber qué pensaba el otro con un leve vistazo a sus ojos.
La exposición de Ernesto había sido rigurosamente cierta, rebatirla sería perder el tiempo, así que Mario permaneció en silencio, esperando pacientemente a que su oponente lo entendiera por sí mismo. Él no tenía ninguna prisa.
—¿No hablas? —preguntó Ernesto, claramente molesto—. Estás disfrutando de tu posición, ¿no es eso? Regodeándote en tu victoria. Ya lo imagino, pero aún no sé qué pretendes. Si no quieres venderme las acciones, es porque vas a finalizar la operación y a absorber mi compañía. Sin embargo, no veo de qué te sirve si nadie te la va a comprar en su estado..., a menos que... ¡Oh, no, no lo puedo creer!
—Sí, por fin lo has entendido. Voy a desguazarla, sin más.
Ernesto tembló de rabia.
—Perderás una fortuna.
—Soy muy rico. Puedo permitírmelo, no te apures.
—Esto es algo personal...
—Por supuesto.
—He levantado esa empresa con mis propias manos, desde la nada. La he construido durante más de cincuenta años. No puedes hacerlo.
Mario despidió al camarero que se acercaba a la mesa con un gesto de la mano, y se inclinó levemente hacia adelante.
—Sí puedo, y lo voy a hacer. Y tú lo contemplarás todo impotente.
—Está bien, tú ganas —dijo Ernesto sin poder disimular su desesperación—. Dime qué quieres. ¿Que suplique? Lo haré. No te creí capaz de algo así, pero no puedo permitir que destruyas la obra de mi vida...
Mario le interrumpió con un gesto de la mano. Su teléfono móvil estaba sonando.
—Más vale que sea importante —contestó al aparato—. Estoy en una comida de negocios. —Dedicó a Ernesto un falso ademán de disculpa—. Es mi abogado —le explicó cubriendo el teléfono con la mano. Ernesto estaba a punto de estallar de indignación, pero no le quedaba más remedio que aguantarse—. Bien, date prisa, no puedo hacer esperar al actual dueño de mi futura empresa... Sí, le conoces... Es mi padre... De tu parte. —Mario tapó de nuevo el teléfono—. Te manda saludos —le dijo a Ernesto.
—No lo creo —bufó Ernesto. Conocía de sobra a su hijo para saber que lo había dicho solo para incomodarle aún más.
—¿La policía? —preguntó Mario frunciendo el ceño ante el teléfono—. ¿Estás seguro?... ¿Los cuatro?... ¿Mi hija está bien?... No me extraña. Como si no conociera a mi mujer. Estará dándose el tercer masaje del día, o perdiendo el tiempo de cualquier otro modo. Pregúntale a la niñera... Esos perros son peligrosos, atrapadlos... ¡Maldición! Siempre tengo que ocuparme de todo. Voy para allá.
Colgó el teléfono y se levantó.
—¿Le ha pasado algo a Silvia?
—Tengo que irme. Los malditos perros se han escapado...
Ernesto le agarró por el brazo.
—Olvida nuestras diferencias. Quiero saber si le ha pasado algo a mi nieta.
Mario se sacudió de encima la mano de su padre con un movimiento brusco.
—La niña está bien. Pero yo no me olvido de nada. Tú, en cambio, puedes ir olvidándote de tu empresa. Si quieres hacer algo por tu nieta, paga la cuenta.
Y se marchó.
Ni siquiera recogió su abrigo del ropero.
—A mi casa —le indicó al chófer cerrando la puerta de la limusina—. Y date prisa.
El tráfico de Madrid era un obstáculo que el dinero de Mario no podía sortear. Tardaría como poco media hora en llegar, a pesar de estar a un máximo de cinco minutos con las calles despejadas. Mario dio un puñetazo en el asiento y se sirvió una copa.
La situación podía empeorar mucho si no encontraban a los perros. Por lo visto se habían escapado del chalé. Según le había contado su abogado, uno se había colado en la casa del vecino, un tipo desagradable con el que ya había tenido altercados en el pasado debido a los perros; dos más estaban corriendo por las calles y el cuarto había desaparecido. Aquello distaba mucho de ser un problema sencillo.
Los perros los había comprado para su mujer. Mario se negó al principio, pero ella insistió hasta que lo consiguió. «Es por mi seguridad —había dicho ella—. Me siento desnuda con la niña sola en un chalé tan grande».
Las explicaciones de Mario respecto al sistema de seguridad de la casa no sirvieron absolutamente de nada. Había más cámaras de vigilancia que en el Museo del Prado, pero eso daba igual. Su mujer quería perros guardianes, y los consiguió, aunque luego no les hizo el menor caso.
Lo verdaderamente peligroso era que esos condenados chuchos podían despedazar a un adulto en pocos segundos. Mario no quería ni imaginar lo que serían capaces de hacerle a un niño en plena calle. Según su cuidador, un viejo domador de leones que cobraba una fortuna por adiestrar a los perros, no atacarían a nadie si no se les gritaba una palabra concreta. ¿O era un gesto especial? Mario no lo recordaba. Pagaba mucho para no tener que ocuparse de ese tipo de cosas. El mundo real era un lugar complicado, imperfecto, y lo peor de todo, impredecible. Él se sentía mejor inmerso en su universo particular, donde solo importaban las finanzas, algo que dominaba a la perfección.
Y su mujer sin aparecer por ninguna parte. Mario la llamó pero no contestó al teléfono. Cuando recuperasen a los animales, cuando Mario pagara lo que hubieran trastrocado, y cuando ya estuviera todo resuelto, entonces ella aparecería.
Pero esta sería la última vez. Averiguaría quién había sido el responsable de que se hubieran escapado y lo despediría. Luego sacrificaría a los perros y los convertiría en salchichas.
La limusina entró en la calle Parque Conde Orgaz, en el barrio de la Piovera, una de las zonas más caras y lujosas de Madrid.
Había un coche de la policía aparcado en doble fila, y varias personas frente a la puerta de su chalé. El vecino estaba despotricando, pero su abogado parecía controlar la situación. Los dos agentes mediaban entre ellos, mientras los curiosos revoloteaban en los alrededores.
—¿Qué ha sucedido? —exigió saber Mario saliendo de la limusina.
Su abogado se alegró de verle.
—¿Es usted Mario Tancredo? —preguntó un agente de policía demasiado joven para inspirar autoridad.
—El mismo.
—Uno de sus perros se ha colado en el chalé de...
—¿Ha causado algún daño?
—No, pero su vecino le ha denunciado...
—Mi vecino es idiota —atajó Mario, respirando tranquilo al saber que nadie estaba herido. Si había que pagar alguna multa le traía sin cuidado—. ¿Me ha denunciado porque se le ha colado un chucho en casa? Lo que hay que ver. Como si no tuvieran ustedes cosas más importantes de las que encargarse.
—¡Ni que fuera la primera vez! —gritó el vecino—. Estoy harto de esos sacos de pulgas que no paran de ladrar cuando alguien pasea por la acera a menos de veinte metros de tu parcela...
—Tu mujer también ladra y yo no me quejo —repuso Mario.
Su abogado se interpuso a tiempo de evitar una confrontación. Los policías impusieron orden, y poco a poco el vecino se tranquilizó.
—Señor Tancredo —dijo un agente—, por lo visto tres de sus perros siguen desaparecidos y eso podría ser peligroso.
Antes de que Mario dijera nada, otro coche se detuvo en doble fila. Se bajó un hombre mayor con la barba descuidada y una ropa excesivamente informal.
—Le he llamado yo —dijo el abogado a Mario—. Pensé que le necesitaríamos.
Mario asintió.
—Tus perros se han escapado —le reprochó al viejo cuidador.
—¿Cómo es posible? —preguntó el hombre.
—Aún no lo sé, pero si le hacen algo a alguien...
—No lo harán, a menos que les ataquen.
—Bien, pues faltan tres. Vas a encontrarlos ahora mismo...
Un nuevo coche de la policía estacionó junto a ellos y tuvo que subirse a la acera para no bloquear la calle. Salieron dos agentes arrastrando a dos enormes dóberman. Los animales se negaban a salir del vehículo y los policías tuvieron que tirar de las correas con todas sus fuerzas.
—Yo no haría eso —gritó el cuidador con tono de preocupación—. Si estranguláis a los perros los podéis cabrear y no os lo recomiendo.
—¿Son sus perros? —preguntó el policía—. No creo que vayan a atacar a nadie.
El cuidador llegó hasta el coche y echó un vistazo dentro.
—Son ellos—confirmó mirando a Mario y a los demás—. Pero solo hay dos. Venid aquí, ¡vamos!
Mario fue el que más se sorprendió de que los animales se negaran a obedecer. Había visto al cuidador manejar a aquellas máquinas de matar como si fuesen marionetas, con una sencillez que invitaba a pensar que cualquiera podía hacerlo. Esa era la única razón por la que le había contratado. De otro modo, no se hubiera atrevido a tener a esas bestias cerca de su hija de ocho años.
Tras mucho esfuerzo, uno de los perros salió del coche. Se acercó un poco al chalé, constantemente envuelto en una mezcla de palabras dulces y órdenes firmes del cuidador, pero al llegar junto a la puerta se giró como un rayo y salió disparado. El cuidador no se lo esperaba y se le escapó. El animal volvió a meterse en el coche.
—¿Qué les habéis hecho? —preguntó el cuidador—. Nunca les había visto comportarse de ese modo.
—Nada en absoluto —dijo el policía—. Les encontramos así, entre dos coches.
—Así, ¿cómo? —preguntó Mario.