Valeria sintió el golpe de su propio corazón resonar en sus oídos cuando vio la noticia en la pantalla de su teléfono.
"Leonardo Montenegro regresa a México tras cinco años de expansión en Europa."
El titular iba acompañado de una imagen de él, tan imponente como siempre. Su cabello oscuro perfectamente peinado, la mandíbula marcada y esa mirada penetrante que solía desnudar su alma con solo un vistazo. Valeria sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.
No podía ser. No ahora.
Miró hacia la sala, donde su hijo jugaba con un pequeño avión de madera. Emiliano tenía cuatro años y era la viva imagen de su padre, aunque nunca lo había conocido. Su cabello negro y rebelde, los mismos ojos color miel y la sonrisa encantadora que derretía corazones.
Durante años, Valeria había construido una vida lejos del mundo de Leonardo Montenegro. Había dejado atrás la joven ingenua que creyó en cuentos de hadas y aprendió a sobrevivir por su cuenta. Ser madre soltera no había sido fácil, pero había valido la pena cada sacrificio.
Y ahora, todo estaba en peligro.
Dejó el teléfono sobre la mesa y caminó hacia la ventana. La ciudad de Puebla se extendía frente a ella, iluminada por las luces del atardecer. Había elegido este lugar porque estaba lejos del mundo de los Montenegro, de sus negocios, de su poder. Pero si Leonardo había vuelto, significaba que tarde o temprano la encontraría.
-Mamá, ¿qué pasa? -preguntó Emiliano con su vocecita dulce, acercándose a ella.
Valeria respiró hondo y se agachó para quedar a su altura.
-Nada, mi amor. Solo estaba pensando.
Él frunció el ceño, como hacía cada vez que sospechaba que su madre no le decía toda la verdad. Era increíble lo parecido que era a Leonardo, no solo físicamente, sino también en su forma de observar el mundo.
-¿Seguro? -insistió el niño.
Valeria forzó una sonrisa y acarició su mejilla.
-Seguro. ¿Por qué no vas a lavarte las manos? Enseguida te sirvo la cena.