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Capítulo

Novela de suspenso, sobre las dificultades que enfrenta un hombre a una realidad frágil y subjetiva, al encontrarse en un entorno que parece hasta surreal para consigo mismo. La noche se vuelve la cuna de los olvidados, donde los temores se hacen realidad y los mayores miedos son los que te hacen temerle a la oscuridad. La penumbra nos inmersa en la irracionalidad del ser humano ante una situación de peligro, un miedo ha algo que no se ve o no es comprobable su existencia. Aprovechando este desliz mental que tienen como concepto los humanos, sobre a lo que se debe tener y a lo inexplicable o inexistente.

Capítulo 1 El Frio de la Noche

Capítulo I

Estando en un parque y sin saber qué hora era, y cuanto mucho lo único que tenía entendido era que ya debía ir a casa, pero no recordaba ni en donde estaba, sé que estaba en un parque, pero ¿En cuál?, en mi ciudad había por lo menos 12 parques, y para mí en ese momento y en la oscuridad de la noche, todos eran iguales o el mismo. Me arme de valor y me puse a caminar en la soledad de la noche, hasta encontrar algún lugar que reconociera, caminaba y seguía tan perdido como al principio, no encontraba el camino a casa.

Unos minutos después de caminar arropado por la oscuridad de la noche, vi un callejón que se me hacía familiar, “el callejón del Muerto” –exclamé–, ya sabía que al cruzar ese callejón llegaría a la calle donde vivía, me arme de valor y propuse a pasar por allí, al dar el primer paso en el “callejón del Muerto”, un frío recorrió todo mi cuerpo, y sentí que mis latidos se aceleraban. Mi embriaguez no me permitió ver bien el camino y tropecé al dar el segundo paso. Todo se nubló…

Todo se volvió una completa oscuridad que me abrumaba y no encontré alguna luz o farola que me diera, aunque fuese un mínimo rayo de luz. Me hallaba en un lugar donde el frío era constante, pero no tan fuerte, y sentía que una brisa me golpeaba, pero no sabía ni siquiera si estaba en un lugar al aire libre. Al parecer ya no me hallaba en aquel callejón.

Creo que mi mente jugaba contra mí mismo y no me dejaba distinguir entre lo real y lo que posiblemente no lo era. Imaginaba ruidos y murmullos y al mismo tiempo un inmenso silencio, sentía que mi realidad se trastornaba y no me dejaba pensar con claridad. Creí volverme loco en ese instante.

Ni con todo el valor con el que me había armado, me era suficiente para el terror que me invadía, un frío tenaz que me hacía temblar. Ya no solo temblaba de frío, sino que también de un miedo irracional e inexplicable para mis pensamientos trastornados por los efectos del alcohol. En ese mismo momento me repetía yo mismo en mi mente, que no debía volver a beber de esa manera tan desenfrenada, —acaso estaba loco al beber de esa manera—.

Un mormullo escuché tan cerca al odio y volteé de manera tan abrupta, que en el estado en que estaba me hizo irme al piso y ya en el suelo escuché pasos, estos pasos que no sabía de donde provenían, ya que no se lograba ver algo en tal oscuridad.

Creí estar aliviado por estos pasos, pero me di cuenta que realmente no había nadie más allí, estaba solo, con frío y con miedo, que no me dejaba incluso levantarme del suelo. Pensé en quedarme allí hasta que amaneciera o que, aunque fuese saliera el primer rayo de sol, para irme a casa, pero mi frío y mi miedo me recordaban que eso era una completa estupidez.

Me levanté para seguir hacia casa o por lo menos intentarlo, lo más irónico que pasaba, era que aún me sentía ebrio, ¡realmente fue una noche de tragos loca!, al dar otros pasos me di cuenta que por lo visto iba al lado equivocado, había girado y caído. No sabía si iba en la dirección correcta o me regresaba por dónde había entrado. La oscuridad era mi mayor enemiga en ese momento. Quería volver a casa y me empezaba a desesperar por mi inútil actos de intentar llegar a casa. Me dije a mi mismo que en algún momento debía llegar y pues mejor continuo, caminé y el trayecto se hacía la mayor distancia que había caminado en mi vida, pensé en correr, pero sabía que, si lo hacía, me estamparía de cara contra el piso por no poder mantenerme estable al caminar.

Con miedo, pero con más ganas de salir de allí, eso me motivó de una manera tan desenfrenada que no me iba a quedar allí ni, a esperar que amaneciera ni mucho menos a qué algo más pasará y me provocará un cuadro de locura. Avanzaba a paso lento, pero constate, tampoco quería caerme y quedar en ese tenebroso lugar.

Caminando en la inmensa oscuridad, y con ganas de correr, la valentía no existía en ese momento en mi ser; cansado, con miedo y frío, sin saber si iba en la dirección correcta. Todo eso me consternaba y después de dar unos cuantos pasos más, simplemente me desplomé contra el piso y perdí el conocimiento, mis pies estaban tan helados que casi ni los sentía, mis fuerzas se habían extinguido en ese instante, en ese lugar, esa fatídica noche después de unos tragos. Lo que me agobiaba ya no era mi temor, sino que mi propia mente se volvió en contra mía y no quiso seguir luchando y decidió dejarme morir en el maldito callejón de los cuentos y leyendas que utilizaban para atemorizar a la cuidad de Malavé. Tan grande que era la ciudad y termine exactamente en ese lugar, que decía estar maldito y yo de pura mala suerte llegue allí. Mis amigos no estaban, hasta cuestione la verdadera amistad que me tenían esos desgraciados, estaba solo y no recordaba cómo había llegado a este sitio, ¿Dónde estaban esos llamados amigos? ¿Por qué no podía seguir? Preguntas que bombardeaban mi mente y trastornaba mi racionalidad, estaban parando a loco, y no solo a loco, sino que pronto sería más de una pésima leyenda que siguiese haciendo al callejón con mote de maldito.

El aire me olía a mal, olía a muerte, a mi muerte. Con más ganas de morir que de salir de allí, simplemente me había resignado a quedar allí y esperar mi fatídico momento final. Algo o alguien debía hacer algo para salvarme de mi desgracia. Y fue en mi peor momento que comprendí que debía ser nada más que yo y solamente yo, el que debería salir de allí, por mis fuerzas, por mis ganas, las ganas de vivir que pensaba que ya estaban muertas, cómo yo habría de terminar sino me rendía. Con el pecho sin aire, sin fuerzas en las piernas debía continuar, y volver a vivir.

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