Me llamo Serena Young y desde que tengo uso de razón, he estado rodeada de mujeres cubiertas por hábitos en blanco y negro. No conocía la vida fuera del convento hasta la noche de mi cumpleaños número dieciocho.
Como todos los años; las hermanas Jane, Lucía y Génova (las más viejas del convento) se la pasaban el día recordando el momento en que llegué al mundo; hablaban de mis pequeñas manitos, de mis ojos abiertos que miraban fijos a ningún lado, de lo tranquila que fui desde que salí del vientre de mi madre.
―No lloraste más de un minuto ―me dijo la hermana Jane, con ese tono dulce y maternal que tiene su voz. Yo ya me sabía de memoria lo que seguía, pero no podía quitarle el gusto de contármelo otra vez ―escuchaste la voz de tu madre y quedaste en una calma que era tan extraña en un bebé ―agregó con la voz temblorosa, pero aquella historia ya no producía sentimientos en mí ― Enseguida se nos ocurrió nombrarte Serena ― Yo le regalé una sonrisa, o al menos creo que sonreí, de verdad lo intenté, creo que si lo hice porque ella me la devolvió con los ojos vidriosos ―¡Has crecido tanto! ―No pudo contener más las lágrimas, se las limpió con el dorso de la mano antes de derramarlas. Y me sentí terrible por lo aburrida que me parecía escuchar de nuevo aquella anécdota.
―Tu madre estaría orgullosa de la decisión que has tomado ―intervino la hermana Génova y el peso de sus palabras me produjo un temor repentino, sentí aguijonazos en el estómago al recordar lo que me esperaba ―La vida que has elegido llevar no es fácil, pero es realmente satisfactoria ―agregó la hermana Génova y frunció los labios en un evidente intento por contener la emoción.
Ese año tomaría mis votos como monja. La verdad es que nunca tuve claro por qué lo hacía; quizás sentía que no tenía opciones, tal vez me sentía obligada a regresarle a Dios todo lo que él me había dado y la mejor forma de agradecer, era dedicándole mi vida por completo. La idea de morir sin conocer el amor de un hombre o el amor de un hijo, me aterraba. Pero había algo que me aterraba aún más.
Mi madre también vestía el hábito de monja y como todas las demás, se despertaba cada mañana muy temprano a rezar, trabajaba en la cocina ayudando con la preparación de la comida, también limpiaba los pisos, lavaba ropa, cosía, bordaba, lo hacía todo con una sonrisa en los labios y yo era su pequeña asistente y nunca me cuestioné cómo era que una monja tenía una hija.