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Querido, Sol: Sáname.

Querido, Sol: Sáname.

Livgrantter.

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Capítulo

Hay amores que duran poco pero que impactan con la fuerza de la explosión de una supernova. En los libros son comunes, en la vida solo ocurre una vez. Bruce fue mi supernova, llegó y arrasó con mis ideales, me pintó el universo con los colores más vivos y me enseñó como vivir. Lástima que no se quedó para vivir conmigo. Su vida se evaporó consumida por un agujero negro y ahora me toca vagar sola por una galaxia distante y oscura. La luz de las estrellas se opacaron con el negro del luto y los colores perdieron su matiz. Con lo que no contaba es que un punto blanco puede crecer y volverse tan grande hasta ser la iluminación de un astro; según la mitología de un antiguo pueblo, las estrellas son los espíritus de los médicos. ¿Será este el sol que me sane y vuelva a iluminar mi alma?

Capítulo 1 Bruce

—¡¿Estás seguro?! —inquiero sobre el ruido del viento.

—¡Nací seguro, pollito! —asegura llamándome por el mote que me puso cuándo nos conocimos, según el parecía un pollito mojado y asustado.

El motor de la motocicleta ruge con fuerza y salimos disparados cuesta abajo. La vida se desdibuja y se convierte en líneas de colores oscuros, el viento me acaricia el cuerpo y hace volar a mi cabello azabache libre al despojarme de la cinta que lo sostenía, mis labios se ensanchan en una enorme sonrisa y el corazón se me comprime por la adrenalina mezclada con la alegría.

Mis brazos se sostienen con fuerza al torso del hombre que más amo.

Bruce.

Él es mi mejor amigo, mi novio, mi confidente y la persona que hizo de mi vida una aventura constante, el que se encargó de que no sea una más del montón y que de que todos sepan que mi vida es todo menos aburrida.

Su risa me llega enredada con el viento que nos golpea por la velocidad, al oírla no puedo evitar amarla más, por ello río, en parte por la osadía de bajar a toda velocidad de una carretera empinada y destartalada y en parte porque la risa de Bruce fue creada para traer dicha.

—¡Te amo! —exclama. Lo abrazo con más fuerza, su calor corporal envolviéndome— ¡Te amo!

—¡Y yo te amo a ti! —grito con la misma pasión.

La luna brilla en lo alto y las estrellas son el testigo del amor que nos profesamos, ellas estuvieron allí cuando nos conocimos, cuando nos besamos por primera vez y cuando nos volvimos un solo ser. Nadie más que ellas saben la inmensidad de lo que sentimos y de la intensidad que nos une.

—¡Dilo más fuerte, que el universo se enteré!

—¡Te amo, Bruce!

La adrenalina tiene varias etapas, la primera es la que el tirón que te da un impulso, la segunda es cuando tú mente se apaga y eres un cumulo de emociones, la penúltima es la felicidad absoluta (o el enojo, depende de la ocasión claramente), y por último llega el tope, la sensación de que estás volando, todos tus sentidos se agudizan, los oyes todo y a la vez nada, lo vez todo y la vez nada, y el amor que sientes se multiplica por infinito y ya no eres tú, eres un instrumento de tu corazón que vibra con la intensidad de un cable de alta tensión que estalla en miles de fragmentos haciendo que tiembles por la descarga de chispas eléctricas.

Y lo malo de la adrenalina es que termina de un tirón, cruel y violento.

El tirón del fin de nuestra adrenalina fue un cráter en el asfalto. A lo mejor fue la falta de luz la que hizo que Bruce no lo vea, o tal vez fueron las estrellas que se cansaron de espectáculo.

No sabría decirlo.

Pero la sensación de volar se convirtió en realidad, un momento estaba abrazando a Bruce y en el otro mi cuerpo viajaba por los aires como un trapo que cae desde lo alto. Las líneas se acentúan y la gravedad me estira con fuerza engulléndome sin piedad.

La luna pierde su brillo y las constelaciones se alejan sin brindarme ayuda. La oscuridad me asecha y me rodea como el villano de un cuento de niños.

Busco a mi caballero de brillante armadura, mas no lo encuentro, la oscuridad está cada vez más cerca y amenaza con llevarme. La cabeza me da mil vueltas y toda mi anatomía ruega por un descanso, pide agritos que los puntos de dolor se alejen y me dejen respirar.

—Bruce…

Lo llamo con la voz tan rota como mis huesos, quiero que venga y que me diga que todo está bien, que solo es un rasguño y que sigamos amándonos como los hacemos.

No viene a mi rescate y el negro me consume arrojándome al vacío.

Tal vez pasaron horas, tal vez fueron días, sin ir más halla pudieron haber Sido años, hasta que la luz volvió.

Mis párpados se abren de repente, la simplemente acción me pesa como diez toneladas.

Las dos lámparas que están sobre mi cabeza se vuelven una sola y lo que primeramente era borroso se vuelve nítido.

—Ha despertado —murmura alguien. Quiero buscar la persona pero no puedo moverme del dolor, todo mi cuerpo es avasallado por una punzada que me obliga a respirar con lentitud porque hasta ello me hace sufrir—. Tranquila, todo está bien, si te mueves puedes hacerte más daño.

Los ojos azules de una mujer me miran con preocupación, su cabello rubio está atado a un moño apretado sin permitir que ninguna hebra se le escape, su atuendo blanco me indica que es una enfermera o tal vez una doctora.

—Bruce —susurro con esfuerzo.

—Iré por el médico, trata de no alterarte. Vuelvo enseguida.

Quiero decirle que no se vaya y que me diga dónde está mi novio pero no me da tiempo porque desaparece detrás de una puerta dejándome sola.

Mi garganta está seca y deseo beber agua.

Bajo la vista a mi cuerpo y reviso que todo esté bien conmigo, al no poder mover la cabeza llevo una mano a mi cuello y caigo en cuenta que llegó un cuello ortopédico. Me incorporo sobre mi codo derecho, el brazo izquierdo lo tengo inmovilizado por un yeso al igual la pierna del mismo lado. El espejo de cuerpo entero que tengo enfrente refleja mi imagen deplorable, estoy hecha una mierda. Mi cabeza está vendada, todo mi rostro está lleno de moratones y tengo una ceja con tres puntos, mi labio inferior está partido y seco y mi mejilla derecha tiene una cortada, no parece profunda pero a lo mejor queda una pequeña marca con el tiempo.

La puerta se vuelve a abrir y la misma mujer, que ahora sé que es una enfermera, ingresa acompañada de un doctor de unos cuarenta años y Julieta de Venegas, alias mi madre.

Ella no tarda en correr hacia a mí y abrazarme con fuerza, dejo salir un quejido de dolor y se separa de mí.

—¿Estás bien? ¡Me asusté tanto! —Me toma el rostro y lo acuna entre sus manos, sus mejillas están empapadas de lágrimas, no sé si de tristeza o de alegría— No vuelvas a hacer algo así, ¿me oyes? ¡Ay, te amo tanto!

—Yo también, mami. Estoy bien, no te preocupes —miento.

—Claro que no estás bien —refuta—, estás como la mierda y no despertabas.

—Pero ya lo hice y ya no hay de qué preocuparse.

—De hecho sí que lo hay —interviene el doctor—. Usted señorita Venegas, ha tenido una contusión en el cráneo, un brazo dislocado, una pierna rota y varias costillas fracturadas.

—Vaya, lo bueno es que no morí —bromeo, pero guardo la risa al recibir la mirada de reproche de los tres.

La enfermera me pasa un vaso de agua y le agradezco con la mirada. Mientras el doctor me explica lo que debo consumir y lo que no debo de hacer, ella le inyecta algo al cable que tengo conectado por una intravenosa y casi al instante el dolor se va evaporando, quisiera besarla por hacer eso.

—¿Cómo se te pudo ocurrir bajar de una montaña con una motocicleta? —me reprende mamá.

Al oírla pronunciar eso el cerebro me vuelve a funcionar y la secuencia de imágenes es revocada a mi mente.

La motocicleta. El viento. El bache de la carretera. La gravedad haciendo su parte y estirándome con fuerza.

—Bruce —suelto ignorando lo que me está diciendo el doctor.

Todos me miran callados, hasta la enfermera dejó de lado lo que hacía.

—Kiera…

—Hija, no pienses ahora en él. Debes de estar concentrada en recuperarte.

—Mamá, ¿dónde está Bruce?

El pitido de la máquina que cuenta mis latidos se intensifica cuando veo la expresión de mi madre decaer trayendo un mal augurio a la habitación.

—Como ya dije, deberás estar aquí...

No presto atención a las palabras del doctor y arranco de mi brazo los cables que están conectados a mí.

—¿Pero qué hace? —exclama alarmada la enfermera.

—Si no me dicen dónde está Bruce, iré a buscarlo por mí misma.

Me bajo de la camilla forcejeando con ellos cuando intentan devolverme a la cama.

—¡¿Dónde está Bruce!? —vocifero fuera de mí.

No lo volví a ver después de que el impacto de las llantas en el asfaltado me obligara a soltarlo. El corazón me late con fuerza y no mido nada al empujar a la enfermera lejos de mí para apartarla de mi camino.

El doctor pulsa un botón de alarma y dos enfermeros me toman para que no salga al corredor, ni siquiera hago caso a mi pierna lastimada, solo forcejeo luchando por ir a ver cómo está Bruce.

—¡Ya basta, Kiera!

—¡¿Dónde está Bruce!? —reitero al ser obligada a acostarme devuelta en la camilla.

—¡Murió!

Pierdo fuerza y caigo al suelo. Soy levantada por alguien, no distingo quién. Mis oídos pitan y todo pierde sentido en nanosegundos.

—Kiera, él murió.

Él murió. Él murió. Él murió.

Mi mente rebobina esas palabras una y otra vez como un antiguo casetero dañado.

Mi corazón golpea mi tórax y mi garganta se oprime.

Él murió. Bruce murió.

—¿Dónde está? —repito sin aliento.

No pienso aceptarlo sin verlo con mis propios ojos. Hace no mucho el me estaba gritando a los cuatro vientos que me amaba, no puede estar muerto. Es imposible. Si yo estoy viva por qué él no lo estaría.

—Llévenme con él. —Busco los ojos del doctor, él debe saber dónde está—. Quiero me lleve junto a mi novio, ahora.

—No sería prudente…

—¡Lléveme junto a mi novio! —grito asombrando a todos.

Mamá solo dijo eso sin pensarlo, para que me quede en un lugar y deje hacer berrinche. Es una broma cruel, pero broma después de todo.

—Kiera, tranquilízate y deja de causar problemas —me dice mamá desde el otro lado de la habitación.

—Sí no quieres que te odie por toda mi vida, llévame a dónde él.

Ella y el doctor comparten miradas, luego me miran y el termina asintiendo.

—David, trae una silla de ruedas. —El enfermero más alto sale a buscar lo que él médico pidió, el otro me ayuda a bajarme de la camilla otra vez.— Tiene que saber que esto es contraproducente para usted.

—Me importa un comino, quiero ver a Bruce.

El enfermero trae la silla y me ayudan a dejar caer el trasero en ella. Luego de eso la enfermera me empuja y seguimos al doctor y a mi mamá por los pasillos del hospital. Mi papá se nos une en camino pero lo ignoro, no puedo hablar ni pensar en otra cosa que no sea mi Bruce.

Él está bien, solo deben de llevarme a su habitación y podré besarlo como tanto me gusta. Sus labios siempre están rosados y húmedos, el besarlos es como tocar un pedazo de cielo. Sus ojos celestes me miraran y me declararán su amor en silencio, como siempre lo hacen, luego podremos volver a nuestras vidas y hacer el amor hasta que el sol vuelva a aparecer.

Con eso en mente ingresamos a un ascensor. Pero no en vez de subir, bajamos al subsuelo. El aire helado me cala los huesos cuando las puertas se abre, por instinto me encojo y me rodeo con mi brazo sano.

La mano de mi padre descansa en mi hombro mientras avanzamos por los pasillos, estos están desolados, no como los de arriba que estaban atestados de personas sentadas esperando a que sus familiares se mejoren. Aquí solo hay soledad y un olor a lavandina que me hace arrugar la nariz.

Pasan varios minutos hasta que doblamos a la derecha.

La sangre se me hiela. Niego con la cabeza. Mi mano baja a uno de los reposabrazos de la silla y lo aprieta hasta que mis nudillos se vuelven blancos.

“Morgue”

Esa es la palabra que rezan las letras del cartel de las puertas dobles al final del pasillo.

—Dije que me llevarán a donde está Bruce —espeto con dureza.

El doctor abre la puerta e ingresamos a la sala.

Nueve, diez,…, doce camillas están ubicadas una a lado de la otra en un perfecto orden. Todas tienen encima cuerpos cubiertos por sábanas blancas.

Un anciano decrépito se incorpora de una silla e intercambia palabras con el doctor. Abandono la silla apoyándome del brazo de mi padre, ignoro las quejas de la enfermera y de mi madre. Quiero que esto termine y que me lleven junto a Bruce, quiero verlo ya, decirle que estoy bien.

—Por aquí —indica el anciano.

Abro los ojos con pánico. El doctor me toma del brazo para ayudarme a caminar.

—¿Qué hago aquí? Lléveme junto a Bruce —balbuceo.

Mi corazón se está fisurando y nadie lo oye.

Detenemos la caminata frente a la última camilla junto a la pared derecha. Un cuadro con la constelación de Sagitario descansa en la pared, me concentro en ella y no en los pies que sobresalen debajo de la sábana.

—Kiera, vámonos —suplica mamá llorando.

Niego. Aparto la mirada de la constelación y la bajo al cuerpo.

El anciano me mira preguntándome con los ojos y asiento.

Desliza la sábana blanca y allí está él. El hombre que amo, el que me rodeaba con sus brazos fuertes calentándome en las noches frías, el que me susurraba oscuridad mientras besaba mis miedos y los lanzaba a una galaxia a millones de años luz, el que con su sonrisa me envolvía el alma y me arropaba de los monstruos, el que con sus ojos, esos dos pedazos de cielo, me elevaba y me pintaba los atardeceres con colores tan hermosos que no podían ser descritos.

Él está ahí, frío, callado y con los ojos cerrados. Su blanca piel ahora es amarilla y dura, el rosado de sus labios se fue y ahora es un horrible azul el que los pinta. Está ahí, a cuarenta centímetros de distancia pero a la vez en otro planeta. Y yo no estoy con él.

Estoy aquí, con el corazón hecho pedazos y él está ahí sin poder repararlo.

—No, no, ¡No!

Grito, me rompo las cuerdas vocales para que escuchen eso porque no pueden escuchar cómo mi corazón estalla y se evapora como la vida del ser que está sobre esa dirá camilla.

Porque cuando su alma abandono la tierra mi alma se fue con él.

Grito, porque él ya no está y yo tampoco.

Grito, porque la vida que planee a su lado ya no está, simplemente se fue.

Grito, porque él inmenso amor que le tengo se está expandiendo luchando por tomarlo y traerlo de vuelta.

Y no puedo.

Porque él está muerto y yo estoy aquí.

A él lo consumió un agujero negro llamado muerte y a mí me consumió el dolor de ya no tenerlo.

Porque los colores que él me brindo se los llevo y ahora solo hay negro.

Se llevó su amor y a mí me dejó sola en la oscuridad.

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