Sofía miró el reloj en su muñeca y suspiró. Estaba nerviosa, más de lo que le gustaría admitir. Aunque su vida profesional marchaba sobre ruedas, su vida personal era un desastre. Tras varias decepciones amorosas, había decidido que, al menos por ahora, el amor no era para ella. Pero sus amigas, siempre insistentes, no le dejaban escapar de sus intentos de emparejarla. Esta vez había sido Carolina, su amiga de toda la vida, quien la había convencido.
“Solo una cita, Sofía. No tienes nada que perder”, le había dicho Carolina esa mañana por teléfono. “Es un tipo serio, no es el típico idiota que se encuentra en los bares. Además, es un buen partido.”
Sofía no creía mucho en esas definiciones, pero algo en la voz de Carolina le dio la seguridad de que no sería un completo desastre. Así que, un poco a regañadientes, aceptó.
El restaurante era elegante, como todo lo que le gustaba a Carolina: bien situado, con un ambiente sofisticado pero acogedor. Sofía, siempre puntual, llegó diez minutos antes de la hora acordada, como era su costumbre. Se sentó en una mesa reservada en la esquina del comedor, un lugar algo apartado donde pudiera observar y respirar tranquila. La idea de ser sorprendida por alguien, incluso en una cita a ciegas, la incomodaba, pero la comida de ese lugar sí que la atraía.
Mientras esperaba, observaba con atención el bullicio de la gente que entraba y salía. La música suave en el fondo, las conversaciones que se entremezclaban en un murmullo, el tintinear de los cubiertos… Todo parecía estar diseñado para hacerla sentir a gusto, pero su estómago seguía en un nudo.
A los diez minutos exactos, un hombre alto, bien vestido, con el pelo oscuro ligeramente despeinado y una mirada decidida entró por la puerta. Sofía lo observó mientras se acercaba. La primera impresión fue positiva: su porte era elegante, su caminar seguro. Algo en su presencia capturó su atención de inmediato. No era el tipo de hombre al que normalmente se sentiría atraída, pero había algo en su manera de moverse que despertó su curiosidad.
“¿Sofía?” Su voz fue profunda y cálida. Había una calma en su tono que le transmitió inmediatamente seguridad.
“Sí, soy yo. Alberto, ¿verdad?” Sofía se levantó y extendió la mano. Su primera impresión había sido correcta. Era mucho más atractivo de lo que había esperado, incluso más que la imagen que había construido en su mente al escuchar la descripción que le dio Carolina.
“Así es. Perdona la espera, no me di cuenta de que llegué un poco tarde”, dijo él, sonriendo con una media sonrisa que le hizo pensar que se estaba disculpando más por la impuntualidad que por el hecho de haber llegado a tiempo.
“No te preocupes, yo llegué antes”, respondió Sofía, intentando relajarse un poco.
Ambos se sentaron, y un camarero se acercó rápidamente para tomar la orden de las bebidas. Sofía eligió un vino blanco, mientras que Alberto pidió una copa de tinto. La conversación comenzó con los típicos temas de una cita: ¿a qué te dedicas? ¿Te gusta el trabajo que haces? ¿Qué hobbies tienes? Aunque la charla era amena, Sofía no pudo evitar sentirse algo inquieta. Algo no terminaba de encajar.
Al principio, Alberto parecía lo que Carolina había descrito: serio, profesional, algo distante. Pero a medida que avanzaba la conversación, Sofía se dio cuenta de que había algo más en él. No era simplemente un hombre atractivo que cumplía con todos los estándares de lo que se consideraba un buen partido. Había una especie de presencia en él, una seguridad que no solo venía de su físico, sino de algo más profundo, algo que no podía identificar de inmediato.
El camarero sirvió las copas, y Sofía tomó un sorbo, buscando qué decir para aligerar la atmósfera.