La Novia Olvidada

La Novia Olvidada

Gavin

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Capítulo

Para detener una guerra de cárteles que pintaba mi país de rojo, acepté mi destino: casarme con Miguel, el nuevo líder del cártel de Sinaloa. Él era mi amor de la infancia, ahora el peor enemigo de mi familia. El pacto era simple: un matrimonio a cambio de paz. Pero el día de nuestra boda no hubo vestido blanco, solo el silencio pesado de un rancho remoto, un presagio del infierno que se avecinaba. Esa noche y las siguientes, Miguel me tomó con brutalidad, una posesión que dejó marcas en mi piel y un vacío en mi alma. Creí, en mi inocencia, que era una forma torcida de amor, que el niño que me regalaba flores silvestres aún vivía dentro de él. Me aferré a la frágil creencia de que mi sacrificio estaba funcionando, que la paz, aunque precaria, se mantenía. Pero una mañana, mi ilusión se hizo añicos. Miguel, el hombre que compartía mi cama, lideró a diez mil sicarios en un devastador asalto coordinado sobre la Ciudad de México. El pacto de paz era una mentira, una treta para bajar la guardia del gobierno. Me obligó a mirar: el Palacio Nacional en llamas, a mi padre desmembrado, a mi hermano acribillado, a mi madre humillada. En medio de la carnicería, se volvió hacia mí, sus ojos vacíos de emoción, una sonrisa cruel. "¿Ximena?", su voz era un susurro cortante. "¿De verdad creíste que tu belleza cautivaría mi corazón? ¿Que entregándote en mi cama saldarías la deuda de sangre?". El mundo de Ximena se derrumbó: no había amor, solo un odio frío y calculador. Fui despojada de mi nombre, de mi estatus, de todo, confinada en una hacienda olvidada. Intenté morir, pero él me lo impidió, amenazando con desenterrar a mi familia. "¡No te atrevas a morir sin mi permiso! ¡Tu vida me pertenece!", me gritó. Así que dejé de luchar, convertida en una sombra, un cuerpo que respiraba pero que había muerto por dentro. Un día, en la celebración de su unificación de poder, me exhibió, me humilló, me hizo bailar. Cuando la sangre brotó de mi boca, me acusó de fingir para llamar su atención: "Vaya teatro", dijo. Pero en sus ojos yo vi un destello de pánico que él se apresuró a ocultar. En su habitación, me reveló la verdad más cruel: sabía de nuestro hijo y me había vaciado para que nunca más pudiera concebir. Y entonces, Sofía, embarazada del nuevo heredero, anunció su alegría. Miguel se transformó, mostrando la ternura que una vez me negó. "Y tú, Ximena, servirás a Sofía. Lavarás su ropa, limpiarás sus aposentos, te asegurarás de que no le falte nada." ¡El infierno en la tierra! Me quedaban solo dos días. Sofía me torturaba, y Miguel me golpeó al ver mi sangre, amenazándome con desenterrar a mi madre. "¿Olvidaste al bastardo que perdiste? ¿Sabes dónde enterré lo que quedó de... eso?", susurró. "En el campo, donde cagan los perros. ¡Un movimiento en falso, Ximena, y juro que lo desenterraré con mis propias manos y te haré comer la tierra de su tumba!" Enloquecida, rogué por mi hijo, golpeándome la cabeza hasta sangrar, hasta que el suelo fue un charco carmesí. Él solo me miró con desprecio y se fue con Sofía. En mi agonía, mientras las moscas zumbaban sobre mí, fui mordida por una tarántula. El veneno, combinado con el que ya llevaba dentro, me consumió. Entre alucinaciones de mi padre y mi hermano, vomité una podredumbre negra, y algo vivo se retorció. No era una muerte tranquila; era brutal. Miguel, al verme "morir", entró en pánico. El chamán le reveló que mi "medicina" había acelerado la muerte del Gu, el veneno que tomé para salvarlo a él, diez años atrás. Todo lo que había hecho por él, Miguel lo había ignorado. En un flashback, recordó mi sacrificio, mi amor, y su propia ceguera. La había asesinado. Miguel, desesperado, le suplicó al chamán un ritual. Con su propia sangre, en un acto de redención tardía, Miguel me trajo de vuelta a la vida. Pero mis ojos solo reflejaban un vacío infinito. "No me llames así. Mi nombre es Prisionera Número Siete," respondí, mi alma rota. Él trató de expiar sus pecados, vengándose de Sofía y llevando a cabo el entierro de nuestro hijo, a quien nombré Ángel. "Yo sabía que Sofía me traicionaba. Usé su crueldad hacia ti como una excusa", confesó. "¿Y eso hace que mi sufrimiento fuera menos real?", pregunté, la calma escalofriante. El ritual me devolvió el aliento, pero mi vida ya estaba entregada. Mi cuerpo se debilitaba, mi alma cansada. El imperio de Miguel se desmoronaba, pero a él ya no le importaba. Pasó sus últimos días a mi lado, hablándome, sosteniéndome la mano. Una tarde, le susurré: "¿Recuerdas el arroyo? Dijiste que contarías las estrellas para mí." "Lo haré, esta noche, y todas las noches," respondió él, la voz ahogada. "Estoy cansada, Miguel." "Descansa, mi amor. Yo vigilaré." Y así, en sus brazos, en medio de un imperio en llamas, Ximena exhaló su último aliento. Miguel se quedó allí, sosteniendo mi mano ya fría, el rey de un reino de cenizas, destruido por la mujer a la que había destruido.

Introducción

Para detener una guerra de cárteles que pintaba mi país de rojo, acepté mi destino: casarme con Miguel, el nuevo líder del cártel de Sinaloa.

Él era mi amor de la infancia, ahora el peor enemigo de mi familia.

El pacto era simple: un matrimonio a cambio de paz.

Pero el día de nuestra boda no hubo vestido blanco, solo el silencio pesado de un rancho remoto, un presagio del infierno que se avecinaba.

Esa noche y las siguientes, Miguel me tomó con brutalidad, una posesión que dejó marcas en mi piel y un vacío en mi alma.

Creí, en mi inocencia, que era una forma torcida de amor, que el niño que me regalaba flores silvestres aún vivía dentro de él.

Me aferré a la frágil creencia de que mi sacrificio estaba funcionando, que la paz, aunque precaria, se mantenía.

Pero una mañana, mi ilusión se hizo añicos.

Miguel, el hombre que compartía mi cama, lideró a diez mil sicarios en un devastador asalto coordinado sobre la Ciudad de México.

El pacto de paz era una mentira, una treta para bajar la guardia del gobierno.

Me obligó a mirar: el Palacio Nacional en llamas, a mi padre desmembrado, a mi hermano acribillado, a mi madre humillada.

En medio de la carnicería, se volvió hacia mí, sus ojos vacíos de emoción, una sonrisa cruel.

"¿Ximena?", su voz era un susurro cortante.

"¿De verdad creíste que tu belleza cautivaría mi corazón? ¿Que entregándote en mi cama saldarías la deuda de sangre?".

El mundo de Ximena se derrumbó: no había amor, solo un odio frío y calculador.

Fui despojada de mi nombre, de mi estatus, de todo, confinada en una hacienda olvidada.

Intenté morir, pero él me lo impidió, amenazando con desenterrar a mi familia.

"¡No te atrevas a morir sin mi permiso! ¡Tu vida me pertenece!", me gritó.

Así que dejé de luchar, convertida en una sombra, un cuerpo que respiraba pero que había muerto por dentro.

Un día, en la celebración de su unificación de poder, me exhibió, me humilló, me hizo bailar.

Cuando la sangre brotó de mi boca, me acusó de fingir para llamar su atención: "Vaya teatro", dijo.

Pero en sus ojos yo vi un destello de pánico que él se apresuró a ocultar.

En su habitación, me reveló la verdad más cruel: sabía de nuestro hijo y me había vaciado para que nunca más pudiera concebir.

Y entonces, Sofía, embarazada del nuevo heredero, anunció su alegría.

Miguel se transformó, mostrando la ternura que una vez me negó.

"Y tú, Ximena, servirás a Sofía. Lavarás su ropa, limpiarás sus aposentos, te asegurarás de que no le falte nada."

¡El infierno en la tierra! Me quedaban solo dos días.

Sofía me torturaba, y Miguel me golpeó al ver mi sangre, amenazándome con desenterrar a mi madre.

"¿Olvidaste al bastardo que perdiste? ¿Sabes dónde enterré lo que quedó de... eso?", susurró.

"En el campo, donde cagan los perros. ¡Un movimiento en falso, Ximena, y juro que lo desenterraré con mis propias manos y te haré comer la tierra de su tumba!"

Enloquecida, rogué por mi hijo, golpeándome la cabeza hasta sangrar, hasta que el suelo fue un charco carmesí.

Él solo me miró con desprecio y se fue con Sofía.

En mi agonía, mientras las moscas zumbaban sobre mí, fui mordida por una tarántula.

El veneno, combinado con el que ya llevaba dentro, me consumió.

Entre alucinaciones de mi padre y mi hermano, vomité una podredumbre negra, y algo vivo se retorció.

No era una muerte tranquila; era brutal.

Miguel, al verme "morir", entró en pánico.

El chamán le reveló que mi "medicina" había acelerado la muerte del Gu, el veneno que tomé para salvarlo a él, diez años atrás.

Todo lo que había hecho por él, Miguel lo había ignorado.

En un flashback, recordó mi sacrificio, mi amor, y su propia ceguera.

La había asesinado.

Miguel, desesperado, le suplicó al chamán un ritual.

Con su propia sangre, en un acto de redención tardía, Miguel me trajo de vuelta a la vida.

Pero mis ojos solo reflejaban un vacío infinito.

"No me llames así. Mi nombre es Prisionera Número Siete," respondí, mi alma rota.

Él trató de expiar sus pecados, vengándose de Sofía y llevando a cabo el entierro de nuestro hijo, a quien nombré Ángel.

"Yo sabía que Sofía me traicionaba. Usé su crueldad hacia ti como una excusa", confesó.

"¿Y eso hace que mi sufrimiento fuera menos real?", pregunté, la calma escalofriante.

El ritual me devolvió el aliento, pero mi vida ya estaba entregada.

Mi cuerpo se debilitaba, mi alma cansada.

El imperio de Miguel se desmoronaba, pero a él ya no le importaba.

Pasó sus últimos días a mi lado, hablándome, sosteniéndome la mano.

Una tarde, le susurré: "¿Recuerdas el arroyo? Dijiste que contarías las estrellas para mí."

"Lo haré, esta noche, y todas las noches," respondió él, la voz ahogada.

"Estoy cansada, Miguel."

"Descansa, mi amor. Yo vigilaré."

Y así, en sus brazos, en medio de un imperio en llamas, Ximena exhaló su último aliento.

Miguel se quedó allí, sosteniendo mi mano ya fría, el rey de un reino de cenizas, destruido por la mujer a la que había destruido.

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