De Horno a Imperio

De Horno a Imperio

Gavin

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En el corazón de la Ciudad de México, Ricardo, un panadero con manos que trabajaban la masa y un corazón que amaba con lealtad, observaba cómo su esposa, Sofía, ascendía en el mundo de la moda, un imperio que él había ayudado a construir con cada centavo y cada sacrificio. Pero el dulce aroma del éxito se tornó amargo cuando Luis, el joven y ambicioso asistente de Sofía, comenzó a eclipsarlo, no solo en la empresa, sino en su propio hogar. Frente a la élite de la moda, Sofía no dudó en humillarlo públicamente, obsequiando a Luis un reloj deslumbrante que costaba más que la panadería de Ricardo, y lo peor, le ofreció la "receta secreta del éxito", el pan especial que Ricardo había creado para ella, el símbolo de su amor y su inicio. ¿Cómo pudo Sofía, la mujer que juró que su lealtad era su mayor tesoro, pisotear así su historia? ¿Cómo podía preferir la adulación de un oportunista a la dignidad del hombre que le dio todo? Pero la humillación no destruiría a Ricardo, solo lo transformaría. El humilde panadero, con el alma helada y la mente clara, se preparó para demostrarle a Sofía que la traición tiene un precio, y que él, aunque simple, tenía el poder para cobrarlo.

Introducción

En el corazón de la Ciudad de México, Ricardo, un panadero con manos que trabajaban la masa y un corazón que amaba con lealtad, observaba cómo su esposa, Sofía, ascendía en el mundo de la moda, un imperio que él había ayudado a construir con cada centavo y cada sacrificio.

Pero el dulce aroma del éxito se tornó amargo cuando Luis, el joven y ambicioso asistente de Sofía, comenzó a eclipsarlo, no solo en la empresa, sino en su propio hogar.

Frente a la élite de la moda, Sofía no dudó en humillarlo públicamente, obsequiando a Luis un reloj deslumbrante que costaba más que la panadería de Ricardo, y lo peor, le ofreció la "receta secreta del éxito", el pan especial que Ricardo había creado para ella, el símbolo de su amor y su inicio.

¿Cómo pudo Sofía, la mujer que juró que su lealtad era su mayor tesoro, pisotear así su historia? ¿Cómo podía preferir la adulación de un oportunista a la dignidad del hombre que le dio todo?

Pero la humillación no destruiría a Ricardo, solo lo transformaría. El humilde panadero, con el alma helada y la mente clara, se preparó para demostrarle a Sofía que la traición tiene un precio, y que él, aunque simple, tenía el poder para cobrarlo.

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Siempre creí que mi vida con Ricardo De la Vega era un idilio. Él, mi tutor tras la muerte de mis padres, era mi protector, mi confidente, mi primer y secreto amor. Yo, una muchacha ingenua, estaba ciega de agradecimiento y devoción hacia el hombre que me había acogido en su hacienda tequilera en Jalisco. Esa dulzura se convirtió en veneno el día que me pidió lo impensable: donar un riñón para Isabela Montenegro, el amor de su vida que reaparecía en nuestras vidas gravemente enferma. Mi negativa, impulsada por el miedo y la traición ante su frialdad hacia mí, desató mi propio infierno: él me culpó de la muerte de Isabela, filtró mis diarios y cartas íntimas a la prensa, convirtiéndome en el hazmerreír de la alta sociedad. Luego, me despojó de mi herencia, me acusó falsamente de robo. Pero lo peor fue el día de mi cumpleaños, cuando me drogó, permitió que unos matones me golpearan brutalmente y abusaran de mí ante sus propios ojos, antes de herirme gravemente con un machete. "Esto es por Isabela", susurró, mientras me dejaba morir. El dolor físico no era nada comparado con la humillación y el horror de su indiferencia. ¿Cómo pudo un hombre al que amé tanto, que juró cuidarme, convertirme en su monstruo particular, en la víctima de su más cruel venganza? La pregunta me quemaba el alma. Pero el destino me dio una segunda oportunidad. Desperté, confundida, de nuevo en el hospital. ¡Había regresado! Estaba en el día exacto en que Ricardo me suplicó el riñón. Ya no era la ingenua Sofía; el trauma vivido había forjado en mí una frialdad calculada. "Acepto", le dije, mi voz inquebrantable, mientras planeaba mi escape y mi nueva vida lejos de ese infierno.

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El resultado positivo de la prueba de embarazo temblaba en mis manos. Llevaba tres años casada con Mateo y este bebé era la pieza que nos faltaba. Decidí que era el momento de decirle la verdad: yo era Sofía Alarcón, la hija del magnate de los medios más poderoso de México, Don Ricardo. Mi padre, por mi insistencia, invertiría en su empresa para salvarla. Pero todo se desmoronó con un mensaje. Una foto. Mateo abrazando a su socia, Isabella. "Celebrando nuestro futuro juntos. Te amo, mi vida." Mi corazón se detuvo. Y luego él entró. "Quiero el divorcio," soltó. No solo me dejaba, sino que se casaría con Isabella, porque según él, ella era hija del Senador Ramírez. "¿Estás escuchando la locura que dices?" le grité. La rabia me consumió. Mi mano se movió. ¡PLAF! Le di una bofetada. En medio de la discusión, me empujó. Caí. Un dolor agudo. La sangre. Estaba perdiendo a mi bebé. Desperté en el hospital, mi madre a mi lado, sus lágrimas confirmando mis peores miedos. "Lo siento mucho, mi amor. El bebé…" Él me lo quitó. Él y esa mujer. Me arrebataron a mi hijo. "Van a pagar. Se lo juro. Voy a destruirles." Y así, con el dolor aún fresco, les envié un mensaje. "Estoy lista para firmar el divorcio. Encontrémonos en el registro civil en una hora. Trae a tu socia. Quiero que todo quede claro." Llegaron radiantes, ella embarazada. Mateo me reclamó: "¿Y el bebé?" "Lo perdí." "¡Sabías lo importante que era ese niño para mí! ¡¿Cómo pudiste ser tan descuidada?!" La ironía me quemaba. Firmamos los papeles. Y diez minutos después, se disponían a casarse. "Disculpe, señorita," dijo la funcionaria a Isabella. "Hay un problema con su acta de nacimiento. Aquí dice que su padre es Ricardo… Ricardo A." Yo sonreí. "Qué extraño. Mi padre también se llama Ricardo Alarcón. Y recuerdo que una vez mencionó haber puesto a la hija de una empleada en su registro para ayudarla. Una niña llamada Isabella… Isabella García." El pánico en sus ojos fue mi primera victoria. Y la venganza, apenas comenzaba.

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