La Pintura de su Vida

La Pintura de su Vida

Gavin

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Capítulo

Ricardo Mendoza se encontró observando la firma de Laura Soler en el acuerdo de divorcio, la misma caligrafía que una vez llenó cartas de amor santificadas. De repente, su mundo se hizo pedazos. En los últimos meses, su vida se había desmoronado: acusado de infidelidad, presionado a aceptar el hijo de otro hombre como suyo, abandonado en la nieve hasta casi morir, y humillado públicamente por su propia esposa y su familia política. Cada traición, cada mentira, lo golpeaba sin piedad, dejándole un dolor tan profundo que le costaba respirar. ¿Cómo pudo Laura, la mujer que solía prometerle amor eterno, la que alguna vez se preocupó por cada detalle de su vida, convertirse en una extraña, cómplice de su verdugo? Así, con el corazón destrozado y el alma purificada por el dolor, decidió que ya era suficiente. Se iría lejos, a un lugar donde el mar sanara sus heridas y el pasado no pudiera alcanzarlo, listo para comenzar de nuevo y encontrar la paz que tanto anhelaba.

Introducción

Ricardo Mendoza se encontró observando la firma de Laura Soler en el acuerdo de divorcio, la misma caligrafía que una vez llenó cartas de amor santificadas.

De repente, su mundo se hizo pedazos.

En los últimos meses, su vida se había desmoronado: acusado de infidelidad, presionado a aceptar el hijo de otro hombre como suyo, abandonado en la nieve hasta casi morir, y humillado públicamente por su propia esposa y su familia política.

Cada traición, cada mentira, lo golpeaba sin piedad, dejándole un dolor tan profundo que le costaba respirar.

¿Cómo pudo Laura, la mujer que solía prometerle amor eterno, la que alguna vez se preocupó por cada detalle de su vida, convertirse en una extraña, cómplice de su verdugo?

Así, con el corazón destrozado y el alma purificada por el dolor, decidió que ya era suficiente.

Se iría lejos, a un lugar donde el mar sanara sus heridas y el pasado no pudiera alcanzarlo, listo para comenzar de nuevo y encontrar la paz que tanto anhelaba.

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Mi mano temblaba mientras firmaba los papeles del divorcio, un acto que sellaría el fin de mi matrimonio con Isabella y pondría en marcha un futuro incierto. Pero para mí, Ricardo Vargas, ese no era el final, sino el comienzo de una segunda oportunidad, un milagro inexplicable tras una pesadilla que ya había vivido una vez. Recordaba la ceguera de Isabella, su devoción absoluta por su hermana, Camila, y su sobrino mimado, Mateo, cómo mi hogar se convirtió en una fuente inagotable de recursos para ellos, mientras mi propia hija, Sofía, era ignorada. La imagen más dolorosa, la que me había despertado sudando frío, era la de mi pequeña Sofía, de solo cinco años, ardiendo en fiebre, luchando por respirar. Mientras yo, desesperado, llamaba a Isabella una y otra vez sin obtener respuesta; ella, como siempre, atendía los caprichos de su hermana. Cuando finalmente regresó a casa, ya era demasiado tarde: la vida de Sofía se había apagado en la soledad de su habitación, y con ella, el alma de Ricardo se había roto en mil pedazos. Ahora que el destino me había dado una segunda oportunidad, me di cuenta de que mi esposa ni siquiera conocía a su propia hija. Necesitaba una prueba, un ultimátum silencioso, y así se lo propuse a mi Sofía: "Cuando mamá llegue, si viene a verte a ti primero y te da un beso, nos quedaremos aquí todos juntos; pero si va primero a ver a tu primo Mateo, entonces tú y yo nos iremos de viaje, un viaje muy largo, solo nosotros dos, ¿estás de acuerdo?". Unos minutos después, el auto de Isabella se estacionó afuera y escuchamos su voz melosa y preocupada: "¡Camila! ¡Mateíto, mi vida! ¿Cómo están? Vine en cuanto me dijiste que el niño tenía tos". Y así, la traición se confirmó, fresca y punzante como la primera vez, mientras veía la silenciosa decepción en los ojitos de mi Sofía. En ese momento, la rabia crecía en mi interior, y me di cuenta de que Isabella no había cambiado; ella nunca cambiaría. No sabía que esta vez, yo sí lo haría.

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Cuando desperté, el olor a desinfectante me golpeó, y las paredes blancas del hospital reflejaban el vacío de mi vientre. Una vez más, el doctor pronunció esas palabras devastadoras. "Señora Rojas, lo lamento mucho. Hicimos todo lo que pudimos, pero no logramos salvar al bebé" . Era mi séptimo aborto espontáneo, siete pequeñas vidas que se habían ido, y mi corazón ya no podía sentir más dolor. Ricardo, mi esposo, llegó corriendo, su rostro una máscara de angustia, y yo me apoyé en él, buscando consuelo. "Shhh, no digas nada. No es tu culpa, mi amor. Descansa, yo me encargo de todo" , susurró con voz tranquilizadora. Pero entonces, a través de la puerta entreabierta, escuché su voz, no la de mi amoroso esposo, sino una llena de alegría y emoción contenida. "Valeria, mi amor, todo salió perfecto. Se lo creyó todo" . Mi respiración se detuvo, un escalofrío helado me recorrió, Valeria Solís, su asistente. "Sí, el séptimo. Justo como lo planeamos. El doctor Ramírez es un genio, el 'accidente' fue impecable" . Planearon… ¿un accidente? Luego lo escuché, con una frialdad repugnante, llamar a nuestros hijos no nacidos… "engendros" . "Ya hablé con Ramírez. Le dije que necesitamos una solución permanente. Una histerectomía. Dijo que puede hacer que parezca una complicación necesaria por el último aborto" . Ricardo, el hombre al que amaba, el que había compartido mi vida durante diez años, había asesinado a mis siete hijos. Él y su amante, Valeria Solís, me lo habían quitado todo. Pero las lágrimas que ahora brotaban no eran de tristeza, eran de rabia y de una promesa silenciosa: iban a pagar.

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