Firma Robada, Deuda Pesada

Firma Robada, Deuda Pesada

Gavin

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Capítulo

Soy Santiago, un enólogo prometedor en La Rioja, y mi mayor sueño es tener mi propio viñedo. Llevaba meses preparando los papeles para una ayuda crucial para jóvenes agricultores, el pilar de mi futuro independiente. De golpe, una notificación roja en la pantalla de mi ordenador: "Solicitud de ayuda para jóvenes agricultores denegada". La razón me heló la sangre: "El solicitante ya figura como administrador único de la Cooperativa Vitivinícola 'La Unión Familiar'". No tenía ni idea de qué era eso. Pero al buscar, apareció mi nombre, Santiago, junto a una deuda de 40.000 euros. Y lo peor: mi firma digital, la que me daba validez legal en toda la UE, había sido usada. Solo una persona, además de mí, tenía acceso a ella: mi padre, Miguel. Salí disparado a confrontarlo, y su respuesta me dejó mudo. Me había puesto como administrador sin mi permiso, "para agilizar las cosas", defendiendo a mi tío Javier. Le grité que esto podía arruinar mi carrera, embargar mis bienes, destrozar mi vida. Él, lejos de disculparse, me llamó egoísta y me abofeteó en público, delante de toda la familia, acusándome de querer "romper la unidad familiar". La bofetada dolía menos que la humillación, que la ceguera de mi propio padre. Pero esa noche sin dormir, entendí la verdad: "unidad familiar" era solo una excusa para la sumisión. Cuando descubrí que la cooperativa no solo tenía una deuda de 40.000 euros, sino un préstamo bancario de otros 150.000 euros solicitado a mi nombre, y que ese dinero había sido desviado a mi tío y mi primo para coches de lujo y pisos, supe que no había vuelta atrás. Aquella fachada de lealtad familiar era una trampa para destruirme. El plan era perfecto: usar mi reputación como aval para el préstamo, gastarse el dinero y dejarme a mí con la deuda, arruinando mi futuro. ¿Cómo mi propia familia podía hacer esto? Mi padre, mi abuela, ¿cómo podían anteponer el engaño a mi vida? La humillación y la rabia hirvieron en mi interior. Cuando mi padre tuvo un accidente y mi tío Javier, el verdadero beneficiario, se negó a pagar su operación a menos que yo abandonara cualquier acción legal y asumiera toda la deuda, la elección fue clara. Si ellos seguían ciegos ante la estafa, yo debía abrirles los ojos. Con el apoyo incondicional de mi madre, era hora de que la "unidad familiar" pagara el precio de su hipocresía. Iba a luchar, a desenmascarar la verdad y a recuperar mi vida, cueste lo que cueste.

Introducción

Soy Santiago, un enólogo prometedor en La Rioja, y mi mayor sueño es tener mi propio viñedo. Llevaba meses preparando los papeles para una ayuda crucial para jóvenes agricultores, el pilar de mi futuro independiente.

De golpe, una notificación roja en la pantalla de mi ordenador: "Solicitud de ayuda para jóvenes agricultores denegada". La razón me heló la sangre: "El solicitante ya figura como administrador único de la Cooperativa Vitivinícola 'La Unión Familiar'".

No tenía ni idea de qué era eso. Pero al buscar, apareció mi nombre, Santiago, junto a una deuda de 40.000 euros. Y lo peor: mi firma digital, la que me daba validez legal en toda la UE, había sido usada. Solo una persona, además de mí, tenía acceso a ella: mi padre, Miguel.

Salí disparado a confrontarlo, y su respuesta me dejó mudo. Me había puesto como administrador sin mi permiso, "para agilizar las cosas", defendiendo a mi tío Javier. Le grité que esto podía arruinar mi carrera, embargar mis bienes, destrozar mi vida. Él, lejos de disculparse, me llamó egoísta y me abofeteó en público, delante de toda la familia, acusándome de querer "romper la unidad familiar".

La bofetada dolía menos que la humillación, que la ceguera de mi propio padre. Pero esa noche sin dormir, entendí la verdad: "unidad familiar" era solo una excusa para la sumisión. Cuando descubrí que la cooperativa no solo tenía una deuda de 40.000 euros, sino un préstamo bancario de otros 150.000 euros solicitado a mi nombre, y que ese dinero había sido desviado a mi tío y mi primo para coches de lujo y pisos, supe que no había vuelta atrás. Aquella fachada de lealtad familiar era una trampa para destruirme.

El plan era perfecto: usar mi reputación como aval para el préstamo, gastarse el dinero y dejarme a mí con la deuda, arruinando mi futuro. ¿Cómo mi propia familia podía hacer esto? Mi padre, mi abuela, ¿cómo podían anteponer el engaño a mi vida? La humillación y la rabia hirvieron en mi interior.

Cuando mi padre tuvo un accidente y mi tío Javier, el verdadero beneficiario, se negó a pagar su operación a menos que yo abandonara cualquier acción legal y asumiera toda la deuda, la elección fue clara. Si ellos seguían ciegos ante la estafa, yo debía abrirles los ojos. Con el apoyo incondicional de mi madre, era hora de que la "unidad familiar" pagara el precio de su hipocresía. Iba a luchar, a desenmascarar la verdad y a recuperar mi vida, cueste lo que cueste.

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El aroma a cilantro y la risa de Javier llenaban "El Sazón del Alma", nuestro sueño, nuestra vida. Éramos los chefs del momento en la Ciudad de México, nuestro amor, el ingrediente secreto. Pero una noche, una llamada helada lo cambió todo: Javier, accidente grave, Hospital Central. Corrí, cada semáforo en rojo era una tortura, cada minuto una eternidad. Al llegar, mi corazón se detuvo: Javier en la cama y, a su lado, Valentina Díaz, mi eterna rival, aferrada a su mano con asquerosa familiaridad. "Cuidando a mi prometido, ¿tú qué crees?". Ella sonrió, viperina. "Javier, ella es Sofía, una empleada obsesionada. Sácala, me duele la cabeza". Javier me miró con fastidio: "No sé quién eres, ¡lárgate!". Fui arrastrada del hospital, humillada, rota. Valentina, susurró: "Él es mío, y el restaurante también. Te quedarás sin nada". Los días siguientes fueron un infierno: me quitaron todo, me dejaron en la calle. Pero en la oscuridad, una pequeña luz: estaba embarazada. Un pedacito de Javier y mío. Con la prueba en mano, lo busqué para compartirle la noticia, pero él, aún bajo el hechizo de Valentina, me empujó, negando a nuestro hijo. Días después, un coche me atropelló. Desperté en el hospital, y el doctor me dio la noticia: "Perdiste al bebé". El mundo se desmoronó. Esa noche, el destino me reveló la cruel verdad: Valentina, en una llamada telefónica, confesó que todo era un plan, que la amnesia de Javier era temporal, que me había robado a mi esposo, mi restaurante y, ahora, a mi hijo. No había lágrimas, solo una calma helada. Dejé una nota a mi madre y me fui, sin mirar atrás. En la soledad de un pueblo costero, sanaba, o eso creía, hasta que Javier apareció, buscando llevarme de vuelta a una macabra farsa para "salvar" a Valentina. No entendía cuándo se había convertido en su títere. Cuando se fue, el doctor Ricardo me reveló la verdad: Valentina planeaba extirparme el corazón, literalmente. Fui secuestrada, atada a una silla, mientras mi sangre fluía en lo que creí era un trasplante para ella, y Javier... Javier la miraba con amor, ajeno a mi tormento. Al salir, Javier me ofreció dinero, humillándome. Rechacé sus sucias monedas y le juré que no me pisotearían más. Su boda era inminente. Intenté luchar, pero él, ciego, se puso de lado de Valentina, enviándome al "Pozo de las Lamentaciones", una prisión de torturas. Allí, padecí el silencio, la vanidad, el frío, la soledad y el arrepentimiento. Luego, él apareció de nuevo, llevándome a su mansión, una jaula dorada. Y escuché la verdad: Valentina necesitaba un trasplante, ¡y querían mi corazón! Me desmayé. Al despertar, era el día de su boda. Destrocé cada foto de nuestro pasado y arrojé nuestro dije del sol. Sofía Rojas, la enamorada, moriría ese día. No dormiría. A medianoche, Javier entró, susurró promesas vacías, un beso de Judas en mi frente. Me fui, dejándolos en el altar, caminé hacia el Puente del Olvido, bebí el Agua del Leteo. Me arrojé al río, un paso hacia la libertad. El mundo se desvaneció. Para él, yo ya no existía. En su desesperación, Javier corrió al río, pero era tarde. La guardiana le reveló: "La mujer que buscas ya no existe, te ha olvidado para siempre". El golpe lo destrozó. Quiso seguirme, pero no lo dejaron. Valentina llegó, furiosa por ser abandonada en el altar, y la guardiana, revelada como una deidad, la desenmascaró: era una traidora cósmica. El odio de Javier explotó al ver las visiones de su engaño, cada cruel manipulación. La justicia divina actuó: Valentina fue borrada de la existencia. Javier, sentenciado a cien vidas de sufrimiento, a perder su amor una y otra vez. Y yo, la Señora de los Soles, renacida y sin recuerdos, fui designada para supervisar su castigo.

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El olor a metal y la sangre llenaban mis pulmones. En mi vida pasada, morí sola en la carretera, abandonada por mi hermano Mateo y nuestra prima Isabella, quienes se negaron a llevarme al hospital. Dijeron que exageraba un dolor de estómago para arruinar la fiesta de cumpleaños de Isabella. Era apendicitis, que se volvió peritonitis. Vi mi propio funeral, a mi abuela Elena destrozada por el dolor, y a Mateo e Isabella celebrando, destruyendo el legado familiar que tanto amaba. La traición me consumió, y mi abuela, con el corazón roto, me siguió poco después. Hasta ahora. Un chirrido de neumáticos y un golpe seco. El mismo accidente, el mismo día fatídico que me llevó a la tumba. Pero esta vez, estaba aquí, y mi abuela yacía inconsciente a mi lado. En mi vida anterior, la llamé a ellos primero, lo que nos costó todo. Esta vez no. Mi cerebro trabajó a una velocidad vertiginosa. No podía depender de Mateo, ni de Isabella. Saqué mi teléfono, llamando a emergencias, asegurándome de que esta vez, mi abuela viviría. Pero la supervivencia de mi abuela dependía de una transfusión de sangre O negativo, un tipo de sangre casi imposible de encontrar. Contacté a Mateo e Isabella, quienes compartían el mismo tipo de sangre, y les rogué ayuda. Ellos, ciegos por la codicia y la manipulación de Isabella, se burlaron, acusándome de arruinar su fiesta de cumpleaños. El médico corroboró la urgencia de sangre, pero respondieron con crueldad, colgándome. Me sentí completamente sola, con el pánico invadiéndome mientras buscaba desesperadamente donadores. Cuando encontré un donador, Ricardo, Mateo e Isabella lo contactaron, mintiéndole y persuadiéndolo de no venir. La vida de mi abuela pendía de un hilo, y ellos estaban dispuestos a dejarla morir por un capricho. Pero no esta vez. No iba a suplicarles. Iba a luchar. Ya no era la nieta ingenua que confiaba ciegamente en su familia. La muerte me había enseñado la lección más dura de todas. El dolor insoportable se transformó en una furia helada. Conseguí contactar a una red privada de donación de sangre y pagué una fortuna, era nuestra última esperanza. Cuando el Dr. Ramos, influenciado por Mateo, intentó evitar la donación, el infierno se desató. ¡No dejaría que la historia se repitiera! Mi abuela viviría, y ellos pagarían por todo el daño causado.

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