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Capítulo

Matilde Bazter no puede superar su ruptura amorosa. En cada esquina, revive un amor perdido que la sumerge en un torbellino de lamentos y culpa. Este relato no es una lectura ligera; es una inmersión profunda en la melancolía de Matilde, enfrentando noches interminables y reflexiones dolorosas. A través de sus ojos, el lector navegará un mar de emociones densas, donde la felicidad se siente distante y el dolor es un compañero constante.

Capítulo 1 Capitulo 1

Capítulo 1: Ecos de Ausencia

¿Ya morí? No, todavía sigo existiendo.

La lluvia caía sobre la ciudad, formando charcos que reflejaban un cielo gris. Caminaba sin prisa, sintiendo cómo cada gota parecía acentuar el vacío que ella había dejado. Las calles conocidas ahora tenían un aire distinto, como si su encanto se hubiera desvanecido junto con su risa.

Pasé frente a la panadería donde solíamos comprar chipá los domingos. El aroma seguía siendo el mismo, pero ya no había manos entrelazadas ni conversaciones sin fin. Los lugares compartidos eran ahora recuerdos que aparecían en cada esquina.

El banco de la plaza, la peatonal, el McDonald's rancio, el 670, los abrazos al despedirse, todo evocaba momentos que parecían de otra vida.

Los días de lluvia siempre fueron nuestros favoritos, o al menos los míos, porque a ella le aburrían. Solíamos quedarnos en casa, escuchando el ruido de las gotas en la ventana, compartiendo silencios cómodos, abrazadas. Ahora, el sonido de la lluvia es un recordatorio constante de su ausencia. Las luces de los autos iluminaban el camino de regreso, pero el hogar ya no se sentía cálido. Al abrir la puerta, el eco de mis pasos era lo único que me recibía. Me senté junto a la ventana, viendo cómo el mundo seguía girando, ajeno a mi pena.

Sabía que tenía que seguir adelante, pero en ese instante, permití que la melancolía me envolviera. A veces, perderse en los recuerdos es la única manera de encontrar el camino de vuelta a uno mismo.

La ciudad parecía conspirar contra mí. Cada rincón estaba impregnado de su ausencia, cada esquina era un recordatorio silencioso de lo que ya no era. Las luces parpadeantes de los semáforos se difuminaban tras el velo de lluvia, y en esos destellos borrosos creía ver su silueta alejándose una y otra vez.

Las noches eran las peores, el clona de siempre a las 8, para ver si con suerte caía desmayada antes de la medianoche y así poder escapar un poco de esos pensamientos que disfrutan tanto torturarme. Me preguntaba si ella también estaría mirando por alguna ventana, pensando en todo lo que dejamos atrás. Pero una voz interna, cruda y sincera, me susurraba que probablemente ya ni siquiera me tenía en cuenta.

Los lugares que solíamos frecuentar habían perdido su magia. El parque donde compartimos nuestro primer beso ahora era solo un conjunto de árboles desnudos y bancas vacías que no quiero volver a pisar. Las risas y susurros se habían desvanecido, llevándose consigo el calor que alguna vez sentí. A veces suenan solos, de la nada en mi mente, y temo volverme un poco loca. Me sentaba en nuestro banco favorito, esperando inútilmente que su fantasma apareciera, que una brisa trajera de vuelta su aroma.

Las redes sociales se convirtieron en un tormento autoimpuesto. Una foto nueva, una sonrisa que ya no era para mí. ¿Con quién estaría ahora? ¿Quién tendría el privilegio de escuchar su risa, de perderse en la profundidad de sus ojos? Cada actualización era una puñalada, y aun así, era incapaz de apartar la mirada.

El mundo seguía girando a mi alrededor, ajeno a mi dolor. Algunos amigos intentaban animarme con salidas y conversaciones triviales, pero sus palabras rebotaban en un escudo invisible. ¿Cómo podían entender que cada consejo bienintencionado era un recordatorio de mi soledad? Prefería vagar por las calles sola, perdida entre desconocidos, invisible en medio de la multitud.

-Que habré hecho en otra vida para merecer esta tortura.

Encontré una de sus pulseras olvidadas en el cajón de la mesa de luz. El tacto frío del metal en mis dedos evocó una oleada de recuerdos: sus manos gesticulando al hablar, el tintineo suave cuando apoyaba su brazo en la mesa, la forma en que jugueteaba con ella cuando estaba nerviosa. ¿Qué haría con esos objetos que aún guardaban fragmentos de ella? Deshacerme de ellos parece imposible, pero aferrarme a esos recuerdos sólo profundiza la herida.

Las madrugadas son un laberinto de pensamientos, aunque intento que no. Acostada, mirando el techo, repasaba cada conversación, cada discusión, tratando de encontrar el punto exacto donde todo comenzó a desmoronarse. ¿Había señales que ignoré?

¿Palabras que dejé de decir? La mente jugaba trucos crueles, y la culpa se mezclaba con la nostalgia en una mezcla amarga.

A veces, en momentos de insomnio, imagino cómo sería reencontrarla por casualidad.

¿Pasaríamos de largo como extrañas? ¿O habría una chispa de reconocimiento, una posibilidad de recomenzar? Pero luego, la realidad se imponía: ella estaba construyendo una vida sin mí, y yo era solo una sombra en su pasado.

Dios, que dolor, se me cierra la garganta de solo estar escribiendo estas palabras.

El trabajo se convirtió en un refugio temporal. Sumergirme en tareas mecánicas me permitía alejarme, aunque fuera por unas horas, de la maraña de emociones. Sin embargo, incluso allí, una canción en la radio o una frase al azar podían desencadenar una avalancha de sentimientos. Es como caminar sobre vidrio, siempre al borde de romperme.

Una tarde, mientras veía fotos en el teléfono, encontré una imagen nuestra, sonriendo el verano pasado. La felicidad en nuestros rostros era palpable, casi tangible. Me pregunté en qué momento esa alegría se había desvanecido, cómo algo tan sólido podía desintegrarse tan rápidamente.

La duda se instalaba como una niebla persistente. ¿Había sido real para ella como lo fue para mí? ¿Fueron sinceras las promesas susurradas en la oscuridad? La incertidumbre era un peso que oprimía mi pecho, dificultando cada respiración.

Las fiestas se acercaban, y con ellas, la creciente sensación de aislamiento. Las calles se adornaban con luces y guirnaldas, pero para mí todo parecía desprovisto de color. Las reuniones familiares y las celebraciones se sentían vacías sin su presencia. Cada brindis era un recordatorio de su ausencia, cada abrazo una comparación inevitable con los que ya no podía darle, y así, en cada trago, podía olvidarme de todo por un rato más.

Una noche, animé a escribirle un mensaje. Las palabras se acumulaban en la pantalla, llenas de sinceridad y anhelo. Le contaba cómo cada día sin ella era una lucha, cómo la vida había perdido matices sin su risa. Pero antes de enviar, mi dedo se detuvo sobre el botón. ¿Qué derecho tenía de irrumpir en su nueva realidad? Soy egoísta. Con un suspiro pesado, borré todo y dejé el teléfono en la mesa de luz.

Comencé a caminar sin rumbo fijo, explorando partes de la ciudad que nunca antes había visto. En esos lugares desconocidos, su recuerdo era menos persistente. Encontré consuelo en pequeños detalles: el aroma del pan recién horneado en una panadería de barrio, la melodía lejana de un músico callejero, el calor de una taza de café en un local acogedor.

Sin embargo, al regresar a casa, la soledad volvía a envolverme. El eco de mis pasos en el pasillo, la cama demasiado grande para uno, el silencio que ocupaba cada rincón. Me enfrentaba a la realidad de que ella ya no formaba parte de mi mundo, y que era posible que nunca más lo hiciera.

El proceso de sanar parecía interminable. Había días en los que la niebla se levantaba un poco, permitiéndome vislumbrar un futuro menos doloroso. Pero otros, la tormenta regresaba con fuerza, arrastrándome de nuevo al remolino de emociones.

Me di cuenta de que, para seguir adelante, tenía que aceptar que algunas preguntas nunca tendrían respuesta. Que posiblemente ella ya había encontrado consuelo en otros brazos, y que eso escapaba a mi control. Lo único que podía hacer era trabajar en reconstruirme, pieza por pieza, aunque el rompecabezas no volviera a ser el mismo.

Comencé a escribir de nuevo, volcando en el papel todo lo que llevaba dentro. Las páginas se llenaban de confesiones, de reflexiones, de momentos atrapados en el tiempo. No sabía si algún día alguien leería esas palabras, pero el simple acto de plasmarlas me brindaba un alivio inesperado.

La vida, en su manera sutil, empezaba a mostrarme pequeñas señales. Un amanecer especialmente brillante, la sonrisa de un desconocido, una canción nueva que resonaba

con mi estado de ánimo. Eran indicios de que, pese al dolor, aún había belleza por descubrir.

Una mañana, decidí que era hora de dejar ir algunos objetos que guardaban su memoria. Doné la ropa que había dejado atrás, guardé las fotografías en una caja y ordené el espacio que compartimos. No se trataba de olvidarla, sino de hacer espacio para nuevas experiencias.

Entendí que el camino sería largo y que las cicatrices permanecerían. Pero también supe que, a pesar de todo, era capaz de avanzar. Que podía honrar lo que fue, sin quedar atrapado en lo que ya no podía ser.

Miré por la ventana y, por primera vez en mucho tiempo, el mundo no se veía tan gris. Había matices de esperanza en el horizonte, y aunque el dolor seguía ahí, ya no me definía por completo. Era el comienzo de un nuevo capítulo, uno en el que aprendería a convivir con los recuerdos sin dejar que me consumieran.

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