Alana Souza era una mujer hermosa, menuda, de 1,59 metros de estatura, con hermosos ojos verdes, pelo negro liso y piel oscura. Una mujer sencilla que ha perdido mucho a lo largo de su vida, pero que sigue afrontándolo con una sonrisa en la cara, dejando salir su tristeza sólo cuando nadie la ve. Es fuerte y se da cuenta de ello, a pesar de sus barreras.
El hecho de que siempre caminara sonriente y nunca mencionara en público ninguno de los problemas de su vida hacía pensar a la gente que Alana era perfecta, tal y como era su vida, sin problemas ni traumas, pero la verdad distaba mucho de serlo. Era como cualquier otra mujer, con sus problemas y reflexiones diarias, en la seguridad de su hogar.
La diferencia entre ella y muchas otras de su edad era que su tormento había comenzado cuando tenía 18 años. Pero no era un problema cualquiera. Su primer reto llegó en forma de accidente. A una edad temprana, Alana sufrió un accidente con sus padres y su hermana de cinco años, en el que ella fue la única superviviente.
El accidente hizo pensar a muchos que el destino no parecía dispuesto a dejar que Alana fuera una niña normal, pero ella fue persistente y nunca se rindió a pesar del trauma y la añoranza que desde entonces siempre ha estado presente en su pecho.
Cómo lo consiguió, no tenía ni idea, pero cuando despertó en el hospital y supo lo que le había pasado a su familia, se arrepintió de no haber ido con ellos, le parecía injusto que ella fuera la única allí, viva y con un brazo roto, pero Alana siempre supera sus problemas. Poco a poco, aquella herida empezó a cicatrizar.
Sin embargo, un año más tarde, Alana descubrió que nunca podría tener hijos, ni siquiera aunque realmente lo deseara algún día. Al principio no pasaba nada, al fin y al cabo sólo tenía 19 años y entonces no pensaba ni quería tener hijos, pero el tiempo pasa.