Por Ella, Hasta el Final

Por Ella, Hasta el Final

Gavin

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Mateo Vargas y Sofía Aldao eran la pareja perfecta, destinados a un amor eterno bajo los Andes. Pero el destino les jugó una cruel pasada cuando Mateo, para proteger el honor de la familia de Sofía, se autoinculpó del suicidio de su madre. Sofía, ciega de dolor, lo hundió en la cárcel. Cinco años después, Mateo sale de prisión con una enfermedad terminal, buscando solo cumplir la promesa andina antes de morir. El destino lo puso frente a Sofía, ahora la prometida de su "mejor amigo", y ella lo convirtió en su sirviente personal. Sofía, resentida, lo tortura diariamente, forzándolo a presenciar su felicidad con otro. Mateo soporta en silencio un dolor inimaginable, aferrándose al amor que lo llevó al sacrificio. ¿Cómo pudo un hombre amar tanto y ser tan aborrecido por la mujer a la que protegía? La verdad de su sacrificio se mantenía oculta, mientras Sofía, consumida por el odio, lo empujaba hacia su límite. Finalmente, en un giro cruel del destino, Sofía, necesitando sangre para su prometido herido, lo condena a muerte, exigiendo cada gota de su sangre. Mateo, en su lecho de muerte, ¿habrá revelado la verdad que lo consumió? El trágico final de Mateo no es, sin embargo, el final de la historia. ¿Qué hará Sofía al descubrir que el hombre que tanto odió, fue quien más la amó y se sacrificó por ella? Esto apenas comienza.

Introducción

Mateo Vargas y Sofía Aldao eran la pareja perfecta, destinados a un amor eterno bajo los Andes. Pero el destino les jugó una cruel pasada cuando Mateo, para proteger el honor de la familia de Sofía, se autoinculpó del suicidio de su madre. Sofía, ciega de dolor, lo hundió en la cárcel. Cinco años después, Mateo sale de prisión con una enfermedad terminal, buscando solo cumplir la promesa andina antes de morir. El destino lo puso frente a Sofía, ahora la prometida de su "mejor amigo", y ella lo convirtió en su sirviente personal.

Sofía, resentida, lo tortura diariamente, forzándolo a presenciar su felicidad con otro. Mateo soporta en silencio un dolor inimaginable, aferrándose al amor que lo llevó al sacrificio. ¿Cómo pudo un hombre amar tanto y ser tan aborrecido por la mujer a la que protegía? La verdad de su sacrificio se mantenía oculta, mientras Sofía, consumida por el odio, lo empujaba hacia su límite. Finalmente, en un giro cruel del destino, Sofía, necesitando sangre para su prometido herido, lo condena a muerte, exigiendo cada gota de su sangre. Mateo, en su lecho de muerte, ¿habrá revelado la verdad que lo consumió? El trágico final de Mateo no es, sin embargo, el final de la historia. ¿Qué hará Sofía al descubrir que el hombre que tanto odió, fue quien más la amó y se sacrificó por ella? Esto apenas comienza.

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El resultado positivo de la prueba de embarazo temblaba en mis manos. Llevaba tres años casada con Mateo y este bebé era la pieza que nos faltaba. Decidí que era el momento de decirle la verdad: yo era Sofía Alarcón, la hija del magnate de los medios más poderoso de México, Don Ricardo. Mi padre, por mi insistencia, invertiría en su empresa para salvarla. Pero todo se desmoronó con un mensaje. Una foto. Mateo abrazando a su socia, Isabella. "Celebrando nuestro futuro juntos. Te amo, mi vida." Mi corazón se detuvo. Y luego él entró. "Quiero el divorcio," soltó. No solo me dejaba, sino que se casaría con Isabella, porque según él, ella era hija del Senador Ramírez. "¿Estás escuchando la locura que dices?" le grité. La rabia me consumió. Mi mano se movió. ¡PLAF! Le di una bofetada. En medio de la discusión, me empujó. Caí. Un dolor agudo. La sangre. Estaba perdiendo a mi bebé. Desperté en el hospital, mi madre a mi lado, sus lágrimas confirmando mis peores miedos. "Lo siento mucho, mi amor. El bebé…" Él me lo quitó. Él y esa mujer. Me arrebataron a mi hijo. "Van a pagar. Se lo juro. Voy a destruirles." Y así, con el dolor aún fresco, les envié un mensaje. "Estoy lista para firmar el divorcio. Encontrémonos en el registro civil en una hora. Trae a tu socia. Quiero que todo quede claro." Llegaron radiantes, ella embarazada. Mateo me reclamó: "¿Y el bebé?" "Lo perdí." "¡Sabías lo importante que era ese niño para mí! ¡¿Cómo pudiste ser tan descuidada?!" La ironía me quemaba. Firmamos los papeles. Y diez minutos después, se disponían a casarse. "Disculpe, señorita," dijo la funcionaria a Isabella. "Hay un problema con su acta de nacimiento. Aquí dice que su padre es Ricardo… Ricardo A." Yo sonreí. "Qué extraño. Mi padre también se llama Ricardo Alarcón. Y recuerdo que una vez mencionó haber puesto a la hija de una empleada en su registro para ayudarla. Una niña llamada Isabella… Isabella García." El pánico en sus ojos fue mi primera victoria. Y la venganza, apenas comenzaba.

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El dolor me partió el abdomen en dos. Era mi cumpleaños, y Alejandro, a quien había criado con el amor de una madre por diez años, me sonreía. Acababa de regalarme un licuado de fresa, una bebida que ahora quemaba mis entrañas. Pero el ardor no era solo físico; era la amarga verdad que susurró: "Siempre te he odiado, Sofía. Te odio porque cada vez que te veo, veo la cara de mi madre." Luego, la mancha carmesí en mi vestido blanco: mi bebé, el hijo de Ricardo, mi prometido. Mi prometido, que llegó para consolarme, para decirme que era un "aborto espontáneo" y que Alejandro "solo bromeaba". Luego me miró con asco y dijo: "Estás hecha un desastre. Hueles a enfermedad". En mi lecho de dolor, vi la película silenciosa de mi vida: diez años entregados a la promesa hecha a mi padre. Diez años cuidando de una familia que no era mía, de una empresa que yo manejaba mientras ellos ponían el nombre. Incluso mi propia madre, al enterarse de mi compromiso, solo llamó para asegurar su pensión, susurrándome que no fuera "egoísta". ¿Egoísta yo? La que había sacrificado su juventud por todos. Mi cuerpo dolía, mi corazón estaba roto, pero una rabia fría y dura como el acero me inundó. "¿Qué quieres, Sofía?", me preguntó Ricardo el hipócrita. "¿Dinero? ¿Joyas? ¿O quieres que formalicemos el matrimonio? Puedo llamar al juez mañana mismo." ¡El matrimonio era el premio de consolación por mi sumisión! Con una calma aterradora, tomé un trozo de cristal de un jarrón roto. Debía romper el lazo, destruir el símbolo que me ataba a su odio. "¡Sofía, no!" , gritó Ricardo, pero era demasiado tarde. Con un movimiento rápido, arrastré el cristal por mi mejilla izquierda. El dolor era liberador. Ya no era la Sofía que conocían, la que odiaban, la que usaban. Y en medio del horror en sus rostros, me eché a reír. Esa risa, que estalló como dinamita, me liberó de una cárcel de diez años. Y así, ensangrentada, pero con el alma libre, crucé la puerta, dejando atrás el veneno y el dolor. No había vuelta atrás.

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La oficina de mi jefe olía a café viejo, un aroma que solía darme seguridad, pero que ahora solo me recordaba el sacrificio de años. Mi vida, la que había construido con mi esposa Clara, se desmoronaba. "Quiero el divorcio", le dije al Dr. Morales, mi voz firme ocultando un temblor interno. Los rumores del complejo ya lo sabían: Clara y Marcos Durán, antes de que yo estuviera dispuesto a aceptarlo. La encontré en nuestra sala, no sola, Marcos tenía su mano en la cintura de Clara, riendo de una manera que nunca compartió conmigo. Mi voz, un gruñido, apenas pudo preguntar: "¿Qué está pasando aquí, Clara?". Ella, de cálida a una máscara de fría indignación, mientras Marcos sonreía con arrogancia. "¡Estás loco! ¡Paranoico y celoso!", gritó ella, intentando voltear la situación, como siempre. Esta vez no funcionó. "Se acabó, Clara", dije, mi voz mortalmente tranquila. "Quiero el divorcio". Su rostro palideció, pero su pánico se convirtió en rabia: "¡No te atrevas! ¡No vas a arruinar mi vida!". Justo entonces, el timbre de la puerta sonó, y dos policías uniformados entraron. "Mi esposo... se puso violento, me amenazó, tengo miedo", dijo Clara, con lágrimas falsas. Me helé, la traición descarada me robó el aliento. Caí en su trampa, y me llevaron de mi propia casa. Esa noche en la celda apestaba a desinfectante y desesperación, y me di cuenta de que mi dolor no era nuevo, sino la culminación de años de ser ignorado. Pero algo cambió esa noche; la resignación se convirtió en una inquebrantable resolución: no más. A la mañana siguiente, el Dr. Morales pagó mi fianza, mirándome con decepción, no hacia mí, sino hacia la situación misma. "Ve a casa, empaca tus cosas y sal de ahí", me dijo, "Yo me encargaré de los abogados, esto no se quedará así". Cada objeto que empaqué era un recordatorio de un amor fallido, y las palabras de la señora Carmen, mi vecina, lo confirmaron: "Esa mujer no te merece, lo vi entrar a la casa en cuanto tú te ibas a trabajar". La realidad era un golpe brutal, validando cada una de mis sospechas. Recordé el día en que había rechazado una prestigiosa beca de investigación en el extranjero por Clara, sacrificando mi sueño por una farsa. Colgué el teléfono, sin ira, solo una abrumadora certeza: mi decisión era la correcta. Me dirigí al lago solo, y el último rayo de sol desapareció en el horizonte. Ya no me sentía abandonado, me sentía libre. El peso de años finalmente se había levantado de mis hombros, y el camino por delante estaba despejado, solo para mí.

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