No recuerdo que fecha era, si era de día o de noche, no lo sé, quizás llovía y creo que hasta hacía un poco de frío…Bueno, tampoco estoy segura. Lo que sí recuerdo con claridad es que ese día recibí el ultimátum que oscurecería mi vida.
Recuerdo la carta deslizada debajo de la puerta y el sello de la universidad estampado en el sobre, solo eso; así que no me pregunten por el contenido, porque no lo memoricé, mejor pregúntenme por cómo me sentí, porque aún me estoy sintiendo fatal.
Todas las noches el insomnio me controla y consume mis sueños, me cuesta esforzarme en mis estudios y poder concentrarme en clases; es que todo se ha tornado tan difícil para mí... Ya son más de dos meses intentando conseguir un pequeño préstamo, me siento frustrada al ver cómo me rechazan en cada intento de conseguir un trabajo. Podría aceptar cualquier cosa, no importa, me urge encontrar algo que me ayude a pagar el alquiler de este apartamento y las letras atrasadas de la universidad, sino no podré regresar a clases y hasta podría perder un lugar en la ceremonia de graduación de este año. Por lo que decía en esa carta, la universidad no pretende darme más plazo para pagar, solo tengo diez días para abonar, por lo menos, el monto más atrasado de mi deuda.
Un minuto de silencio por mi situación económica…
Esta es otra de esas noches en la que se me hace difícil dormir, dar vueltas en la cama no es que me ayude en algo, así que decido levantarme y ponerme ropa para salir: un sweater de lana lila que en el pecho borda la marca Gucci, unos jeans que se ajustan hasta la cintura y unas zapatillas blancas. El reloj que está sobre mi mesita de noche marca las 1:00 de la madrugada, a estas horas solo hay farmacias y bares abiertos. Sé que mi mejor opción es ir a la farmacia y comprar pastillas para dormir, pero no tengo pensado volver a consumirlas, ya lo he intentado antes y no me ha funcionado, estos dos últimos días solo he logrado dormir con mis venas alcoholizadas y mis sentidos vueltos un etcétera.
Salgo del edificio residencial y al instante soy abrumada por el intenso olor a azucenas que transita por todo el floreado y estrecho callejón, no comprendo por qué en las noches aumenta tanto el olor de estas flores, me parece demasiado empalagoso para mi gusto, jamás podría acostumbrarme, aun cuando llevo años viviendo en esta calle; no ha sido nada fácil permanecer aquí, y no lo digo solo por las detestables azucenas, sino también por lo costoso que ha resultado vivir en Kensington. Resido en un área lujosa que alberga elegantes edificios victorianos y que deslumbra por su arquitectura sofisticada. Aquí todos los residentes parecen amar los jardines, y como nadie tiene patio para sembrar, lo que hacen es llenar todos los edificios de masetas y enredaderas llenas de flores; y es en el verano cuando las malditas azucenas florecen para prender todo el callejón con su jodido olor silvestre…Sí, como se habrán dado cuenta, tengo un pequeño problemita con el olor de las azucenas, y tengo que aguantármelo porque estoy cerca del mejor campus de negocio de todo Londres, sí que vale la pena, porque no me toma mucho tiempo llegar a la universidad.
Mientras voy saliendo del callejón voy recordando aquellos tiempos en el que tenía un empleo y me daba para pagar los costos de esta vida. Solo fueron cuatros meses viviendo como una asalariada feliciana, ahora soy de las que corta el tubo de pasta dental para embarrar el cepillo de diente con lo último que queda, de las que le echa agua a la botella del champú.
Camino un par de cuadras y me detengo frente a la puerta del bar que frecuenté ayer. En mi mente se proyecta la nota mental que guardé luego de salir corriendo de este lugar: No iniciar platicas de política en un bar lleno de borrachos. Recuerdo que minutos después surgió la madre de las trifulcas y que el dueño se vio obligado a cerrar este lugar más temprano de lo normal.
«Mejor no entro aquí, de seguro el bartender aún recuerda mi cara».
Dejo atrás aquel bar y sigo avanzando bajo la luz de la luna, rumbo a un bar holandés que visité hace días. La calle está desierta, por tal razón no dejo de ir precavida en cada paso que doy. No dejo de observar a mi alrededor, en cualquier momento podría aparecer un asaltante y no tengo a nada para defenderme. Mi valentía parece haberse quedado en el callejón junto con las azucenas.
Por suerte, llego sana y salva frente a la puerta del bar holandés. Hoy veo más autos estacionados al lado de la acera, muchos más de lo normal. Levanto la mirada y observo que en la parte alta de la entrada hay un gran letrero pintado en tela.
—Vive la final de la Eurocopa 1988 —leo en voz baja.
Cierto, recuerdo que, por la tarde, en la clase de contabilidad, escuché a unos compañeros hablar sobre el partido final de la Eurocopa, dijeron que estaba jugando Países bajos contra Unión Soviética, y que Países bajos iba ganando.
«El bar debe estar repletos de holandeses alborozados… Fantástico».
Solo hago entrar al bar para que la algarabía holandesa sacuda con gritos y cánticos alegres cada uno de los tejidos que conforman mis tímpanos, a duras penas puede escucharse el enérgico rock When It's Love, de Van Halen; es más alto el volumen de la felicidad de los holandeses que cualquier otra cosa, y es entendible, pues cualquier europeo estaría extasiado luego de la victoria de su país en la final de una Eurocopa.
Cuerpos sudorosos y rostros sonrojados debido a la gran ingesta de alcohol, el aire huele a cebada germinada y a tabaco con menta, y mientras me doy paso entre las personas, empiezo a sentirme un poco incómoda al sentir varias miradas lujuriosas encima de mí.
—Mi amor, ¿necesitas compañía? —alguien dice sobre mi oreja. No puedo evitar asquearme ante aquel aliento alcohólico.
—Mantente lejos de mí —advierto viéndole de reojo y avanzo dejándole atrás.
Es difícil caminar aquí dentro, hubiera preferido encontrar el bar vació, pero no importa, esto es lo más cercano que tengo para olvidarme de todo por un rato.
Al llegar a la barra, me siento en uno de los taburetes que están libre y espero a que el bartender termine de atender a las otras personas que llegaron antes que yo.
Un par de minutos después, el bartender se fija en mí.
—Señorita, ¿qué le sirvo?
—La mejor cerveza holandesa que tengas.
—No se diga más. —Me guiña un ojo y luego voltea para buscar el barril y servirme el trago.
El bartender pone el espumoso vaso frente a mí e inmediatamente lo levanto de la barra para dar mi primer trago. No es la primera vez que pruebo esta cerveza, es muy buena, y lo mejor de todo es que pega rápido.
—Yo… no puedo mantenerme lejos de ti, muñeca. —Vuelvo a sentir el mismo aliento alcohólico llegando tras mi nuca.
«Tremendo asco».
Volteo a verle con un inevitable gesto repulsivo y echo el rostro hacia atrás para mantener distancia frente a él, es el mismo borracho de hace un rato.
—Aléjate de mí, imbécil —exijo a regañadientes.