Siempre creí que tendría a mi madre toda mi vida. Nunca ni en mis peores pesadillas contemplé la posibilidad de no tenerla. Era como si la roca que siempre me mantenía estable en los peores estados de mi vida, simplemente se hubiera pulverizado de golpe. En un segundo la tenía y al siguiente ya no estaba.
Quería culpar el tiempo por haberse llevado a una persona tan importante para mí, pero en esta ocasión, no había Sido el tiempo el culpable de no tenerla a mi lado.
Había sido un conductor alcoholizado; las constantes revisiones de mantenimiento o sus reglas estrictas de conducción, no le sirvieron de nada a mi madre para salvarse. En estadísticas, cada año, un poco más de dos millones de accidentes automovilístico son causados por estar manejando en estado de ebriedad, el cual alrededor de unos cuatro millones son las victimas afectadas. Algunas por heridas graves o como en el caso de mi madre, letales.
Saber que mi madre ahora era parte de ésa cifra me rompía el alma de una manera muy profunda.
Ver su ataúd cerrado porque las heridas habían sido tan graves para siquiera ser reconocida, me dejaba muy mal.
Sobre todo porqué mi madre siempre hablaba sobre el día que me iba a ser falta, en si llegaba el momento de irse, en qué debíamos de prepararle una decoración de muchas alcatraces en su velorio. Decía que su belleza era pura. No por nada eran sus flores favoritas.
Y en ésa mañana las tenía acompañándola por toda la eternidad.
Solo esperaba que se encontrará feliz haya arriba en el cielo, pues todo el lugar de su último adiós estaba rodeado de alcatraces. Ni siquiera la ligera llovizna arruinó la fantasía del lugar. Era como si ella misma lo hubiera decorado. Como si aún estuviera presente.
Temblé de frío.
—Vamos, Marie—dictó mi padrastro con voz dura cuando me incitó alejarme del ataúd de mi madre.
Pero yo no deseaba moverme ningún centímetro. Deseaba quedarme. Con ella.
—Aun no—pedí con un nudo en la garganta. Mis ojos se sentían irritados, dolía seguir llorando, pero no más de lo que me dolía no tener a mi madre.
Me sentía rota. Tan sola.
—Marie, por favor—habló Manuel a mi lado, y mi mejor amigo—, te vas a enfermas.
Negué con la cabeza.
—Solo un momento más—supliqué. «¿Acaso no podían entender que deseaba quedarme aquí?»
Al parecer no, porque sentí el agarré de una mano grande y fuerte sobre mi brazo.
—Es suficiente—ordenó mi padrastro en mi oído—, no puedes seguir aquí afuera, te enfermeras y no puedo permitir eso.
—Pero…—intenté decir, pero mi padrastro me detuvo en seco.
—No—espetó con dureza—, he dicho que nos vamos y eso se hará.
Por primera vez, alejé mi vista del lugar en donde ahora estaba descansando mi madre y miré a su viudo.
—Tú podrás haber perdido a tu esposa—espeté con odio—, pero yo perdí a mi madre. ¡Así que no me ordenes que nos vayamos! ¡Quiero estar aquí!
Roland Santana me miró con dureza. Quizás pensando una forma de controlar mis acciones o en palabras que pudieran hacerme más daño.
Nos quedamos mirando fijamente.
—No lo dice por no comprenderte—intervino Manuel a mi lado—, lo dice porque está preocupado por ti.