Ese príncipe es una chica: La compañera esclava cautiva del malvado rey
Mi esposo millonario: Felices para siempre
El arrepentimiento de mi exesposo
Novia del Señor Millonario
No me dejes, mi pareja
Destinada a mi gran cuñado
Regreso de la heredera mafiosa: Es más de lo que crees
Diamante disfrazado: Ahora mírame brillar
Renacida: me casé con el enemigo de mi ex-marido
Extraño, cásate con mi mamá
Norman Bianchi
Milán 10: 00 am
-Señor... pero por favor, dígame qué quiere que haga.
La voz temblorosa de mi secretaria me sacó del letargo. Estaba parada frente a mí, visiblemente alterada. Llevaba dos horas lidiando con la obstinación de mi madre, plantada fuera de mi oficina como si fuera una maldita centinela.
-Quiero que te arrodilles, me desabroches el pantalón y me la chupes. Vamos, Sacha... sé buena chica -dije con una sonrisa ladeada, tendiéndole la mano como si estuviera invitándola a bailar, mientras adoptaba una expresión de falsa ternura.
Ella agachó la cabeza, claramente avergonzada.
-Señor, a esta hora... es muy complicado que yo pueda hacer eso -susurró, jugando nerviosa con el bolígrafo que no soltaba desde que entró.
-Entonces lárgate. Si no puedes chuparme la verga, no pierdas mi tiempo. Y dile a mi madre que no pienso atenderla, que estoy hasta el cuello de mierdas más urgentes.
Sacha salió sin mirar atrás, cerrando la puerta con torpeza. Me giré hacia el ventanal y dejé que la vista de Milán me distrajera por un instante. Tener una doble vida resultaba más agotador de lo que cualquiera podría imaginar.
Para todos, yo era el hombre perfecto: respetado, brillante, millonario. Pero detrás de esa fachada estaba el verdadero yo: un mafioso de 28 años, despiadado, adicto al dinero fácil y al placer sin límites, rodeado de enemigos que deseaban verme caer.
Mi madre venía por lo mismo de siempre: presionarme para casarme. Mi padre se estaba muriendo, y el gran sueño de los Bianchi era verme con un heredero. Hijo único, el legado dependía de mí. Pero podían esperar sentados. Jamás me casaría. Mucho menos con Dolores Stirling. Con solo escuchar su nombre, me daban arcadas.
Encendí algo de música clásica para borrar de mi cabeza el desastre del último cargamento perdido y me dejé caer en el sofá de cuero. Apenas cerré los ojos, el caos volvió:
-¡Sacha, ábreme esa puerta o estás despedida! -la voz de mi madre resonó como un trueno.
-Señora Antonella, por favor, él me dio órdenes de no dejarla pasar... se lo suplico, no me obligue a desobedecerlo -rogaba Sacha, con un temblor en la voz que dejaba claro que conocía bien las consecuencias de fallarme.
Me froté las sienes con ambas manos, estiré el cuello con resignación y me incorporé. Lo sabía. La tormenta apenas comenzaba. Y efectivamente, la puerta se abrió con violencia.
Mi madre, Antonella Bianchi, entró como si la oficina le perteneciera. Inmensa, elegante, con su melena rubia perfectamente peinada, sus ojos verdes centelleantes y ese labial rosa pálido que siempre usaba como una firma de guerra. Su mirada me atravesó como una lanza.
-¡Norman! ¡Soy tu madre! ¡No necesito una maldita cita para ver a mi propio hijo! ¿Te has vuelto loco?
-Madre, estoy ocupado con asuntos importantes -dije sin rodeos, y lancé una mirada a Sacha-. Mi pobre secretaria ya te explicó que no podía dejarte pasar... qué testaruda eres.
Me acerqué a ella, le di dos besos, uno en cada mejilla, como mandaba la costumbre familiar, y ella, sin perder el porte, se acomodó en una de las sillas frente al escritorio. Me señaló con la mirada, exigiéndome que tomara mi lugar.
-Puedes retirarte, Sacha -ordené con una sonrisa, guiñándole un ojo.
La pobre salió pálida, los tacones resonando en el suelo como campanas de advertencia. Sabía perfectamente lo que le esperaba una vez mi madre se fuera: la haría inclinarse sobre el escritorio y, con una tabla, le marcaría cada centímetro de esas nalgas temblorosas hasta verlas arder.
-Norman... tu padre se está muriendo -dijo mi madre, arrastrándome de vuelta a la realidad.
Levanté la vista y solté un suspiro mientras encogía los hombros.
-Madre, créeme que lo lamento, pero han sido tres años de agonía... Ya es suficiente. Déjalo partir en paz.
-No te importa, ¿cierto? -dijo, con ese tono dramático que tan bien manejaba.
-¿A qué viene eso ahora, mamá?
Sus ojos azules se llenaron de lágrimas, la mirada impregnada de esa nostalgia manipuladora que usaba como un arma silenciosa. Intentaba hacerme sentir culpable, pero yo ya era inmune a sus juegos.
-¿De verdad vas a dejar que tu padre muera sin ver cumplido su mayor deseo? ¿Sin verte casado con una mujer digna...?
-Madre -la interrumpí, sin paciencia-, así se esté muriendo mi padre, así me entierren junto a él, no pienso casarme con Dolores. Es que solo de pensar en ella me da... -hice una mueca de asco tan evidente que ella no pudo evitar lanzarme el primer objeto a su alcance: un lapicero.
-¡Norman! ¡Desgraciado! ¡Esa mujer merece respeto, y más si te lo pide tu madre!
-Madre, ya te lo dije: esa mujer es espantosa. Te prometo que pronto conseguiré una prometida más... adecuada -me levanté y caminé hacia ella con paso firme-. Pero por ahora, necesito que te retires. Estoy hasta el cuello de trabajo.
Le ofrecí la mano para ayudarla a incorporarse, y justo en ese momento, sonó mi teléfono. Al ver el identificador en la pantalla, supe que no podía ignorar esa llamada. Le dediqué a mi madre una sonrisa breve y me aparté unos pasos.
-¿Jordano? ¿Qué ocurre?
-Hermano, vente ya a la oficina del norte. Encontramos al traidor... pero no vino solo. Nos está siguiendo un maldito ejército.
Sentí la sangre abandonar mi rostro.
-¿¡Qué dijiste!?