—Debería ser más agradecida, si fuera otra persona de seguro los dejo caer al precipicio donde estaban destinados —dice Franco enojado.
—No debí aceptar este compromiso de pacotilla, si nos tocaba ser pobres; entonces lo enfrentaríamos, pero no quiero seguir aquí.
Le doy un golpe a la mesa, pero no medí que chocaría el plato ocasionado un reguero.
—Entonces puede irse.
Franco se pone de pie y señala la salida de su casa.
—La puerta esta por allí, puede largarse y decirle a su padre que cancelamos el acuerdo. No tendrán ni que preocuparse por el abogado, yo lo pago. Seguramente ustedes no tendrán como hacerlo.
Hago un berrinche porque no se equivoca en lo que dice, me genera impotencia no poder hacer nada ante él. Quise gritarle, quise decirle todo lo que me genera con solo verlo, pero no puedo provocarlo más. Aunque mi manera de desahogarme fue la peor de todas, pues tomé una copa de vino y la tiré sobre su alfombra más costosa, la de color blanco.
—¡Oiga! ¿Qué le pasa?
Salgo del comedor e ignoro sus gritos desenfrenados.
Subí hasta mi habitación y me encerré, tiré tan fuerte la puerta que todos debieron escuchar el portazo.
—¡Debí negarme! —grito en la almohada.
Debí escuchar a mamá, ella presentía que sería una pésima idea. Por lo general mi padre nunca ve más allá de sus narices ¿Cómo no pudo pensar en mi salud mental y emocional al estar encerrada todo el día con este tipo?
—Señorita Camila, el patrón le recuerda que dentro de poco tienen una fiesta —menciona Lola.
—¡Lo sé! —respondo con un grito a la pobre empleada.
Me levanto de la cama, miro el anillo que tengo en el dedo y de repente se vuelve nubloso, tenía tantas lágrimas que distorsionaban mi vista. Fui muy apresurada, pero por lo menos ahora mis padres están mejor.
Suspiro por milésima vez aceptando esta cruel y pesada carga.
—Nunca hice nada por ellos, espero que este acto demuestre cuanto los amo.
Mi blusa se convierte en mi paño de lágrimas, seco mi rostro e intento respirar con calma para que la melancolía desaparezca; no puedo salir con los ojos hinchados.
Empiezo a prepararme para lo que será la primera vez en un evento social como esposa de Franco Collins.
Me choca que él mismo haya escogido el vestido, ¿Por qué no me preguntó que quería usar? Por lo menos que tipo de ropa quería ponerme o que diseñadores me gustaban, cada vez es un egoísta sin sentido.
El vestido era uno de color rojo, tan rojo con el color del pétalo de una rosa recién cortada.
Lo saqué de la bolsa oscura en la que venía, me miro frente al espejo apoyándolo sobre mi pecho y desde ya siento que no me gustará.
Me desnudo completamente y me quito el sostén, pues el vestido tenía en la espalda un escote tan profundo que sabia que se vería el inicio de mi trasero. En las caderas me quedaba perfectamente ajustado, en mis rodillas cedía un poquito más y luego caía hasta arrastrar, lo que se solucionaría con unos tacones.
Extraño estar en mi casa y que mi propio estilista se encargara de mi imagen, Franco es un tacaño que me hace hacer esto por mi cuenta.
Me maquillo con tonos marrones y oscuros en mis ojos, me concentro en darle profundidad a mi mirada, en mis labios un colorcito menos fuerte y lo demás lo hago como de costumbre.
Saliendo de la habitación, debo sostener mi vestido para que no se enrede con mis tacones.
—Demoraste mucho, llegaremos tarde.
—Tuve que tomarme mi tiempo —respondo bajando con cuidado—. Pues tengo que arreglarme sola, así que no hay otra opción.
—Tendrás que cambiarte más temprano.
Afuera nos esperaba un auto lujoso, no había visto ese vehículo.