Sofía Sullivan no tenía permitido mantener los ojos cerrados, debía estar despierta, atenta. Acababan de nombrarla la mejor empleada del café, ¿cómo no estar a la altura?
Pero quería cerrar sus ojos y apretarlos durante un largo minuto. Respirar también.
—¿Cómo pagaré todas estas deudas? —se preguntó ella luego de haber hecho sus cuentas.
Le pareció una ironía decir que el dinero no lo era todo, pero mucho más irónica la condecoración que le dieron antes de volver a casa. Su casera le dio un ultimátum, debía cancelar esa misma semana la renta. La deuda era de dos meses. Si no quería irse a vivir a un refugio, lo mejor era ponerse al día.
Eran tiempos difíciles. Desde hace meses no recibía la manutención del ayuntamiento y el sueldo no le daba para mucho. Buen trabajo, pero aún así no le alcanzaba. Las cuentas no mentían, se encontraba en números rojos. De pie, detrás de la caja registradora del café donde laboraba, aún con el delantal puesto, no dejaba de escribir en su pequeña libreta las varias estrategias que su embotada cabeza se dignaba a crear para poder salvar su economía.
Apoyada en la encimera de madera, sintió la puerta principal abrirse gracias al tintineo de los móviles de metal, lo que indicaba que alguien había entrado.
Dejando a un lado la libreta y enderezándose, alzó su cabeza, sonrió, pero el gesto quedó congelado, desvaneciéndose de a poco. Era la policía. Además, el oficial que se acercaba no parecía real.
La mirada de ese hombre llevaba dureza. Su cabello era negro como la noche, rostro cincelado sin barba y era alto, bastante, ella debió mirar hacia arriba.
—Buen día, oficiales. ¿Qué se les ofrece? —fueron las palabras que ella con mucho esfuerzo dejó salir de su boca. Extrañamente, la presencia de esa gente la puso nerviosa.
—Soy el oficial Vos. Y mi compañero, oficial Grant. —Señaló detrás de él a un individuo uniformado que parecía un adolescente—. ¿Es usted Sofía Sullivan? —Él sabía que sí, su compañero también, sus palabras eran parte de un educado protocolo.
—Sí, soy yo —respondió ella extrañada.
Vos apretó los dientes. Cuando entró a la cafetería y vio a aquella mujer detrás del mostrador, quiso haberse equivocado.
—Le pedimos que nos acompañe a la comisaría.
—¿Perdón? —Sofía sintió un súbito temblor recorrerle el cuerpo—. ¿Pasó algo malo? —Miró a ambos oficiales.
Vos suspiró profundo, no quería molestarse esa mañana. Le habían bajado de rango como castigo por una gran equivocación y debía ahora lidiar con casos que parecían tontos y carentes de emoción, como el de convocar a una joven y llevarla a la comisaría para que fuese interrogada.
—Debe acompañarnos, señorita Sullivan. ¿Grant?
Aquel, un hombre más bajo de estatura y evidentemente más joven, dio un ligero salto al escuchar la demanda de su jefe, entendiendo que debía salir de allí para abrir la parte de atrás del vehículo oficial y esperar a que la ciudadana saliera por sus propios medios.
—Lo siento mucho, oficial, pero no le acompañaré a ningún lado. —Los nervios y el raciocinio de Sofía iniciaron una batalla en su interior.
—¿Cómo dice?
Ella enderezó su cuerpo y le miró en total alerta, porque le parecía sumamente extraño que las fuerzas del orden la buscaran, así que pensó en lo peor.
—¿Esto se trata de mi hijo? —Sus manos viajaron hacia su boca y sus ojos se pusieron acuosos—. Dígame, por favor, ¿le sucedió algo a mi niño? —preguntó en un hilo de voz y una exaltación que pedía internamente que la realidad fuese otra.
Vos arrugó mucho sus cejas sin poderlo evitar. Maldijo para sus adentros, no estaba enterado, ni él y tampoco su novato compañero, de ese dato tan importante.
—¿Qué edad tiene su hijo y dónde se encuentra en este momento?
Ella bajó las manos.
—¿Entonces no se trata de él?
—Le hice una pregunta, señorita, colabore. ¿Se encuentra con su padre? Debe darnos la dirección y su contacto para comunicarle que…
—¡No existe un padre! ¿Qué está pasando, oficial? Vienen por mí y no me dicen qué sucede. ¿Es algo sobre mi hijo sí o no?